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Vio lo que era y retrocedió, con las manos delante de la boca. El brazo izquierdo, hasta el codo, colgaba del grillete. La figura oscilaba contra la pared, agitando la mitad de su brazo. En ese momento, se desplomó. Su peso rasgó gran parte de la otra mano mientras se escurría de su grillete. Volaron fragmentos de piel y hueso lejos de la anilla, y se liberó.

Cuando se incorporó, como si acabase de descubrir que podía estirarse cuan larga era, y le sacaba una cabeza de altura a Hilda, esta vio que podía moverse. Consiguió retirarse a tiempo de ver cómo la figura tanteaba la pared para recoger el resto de sus extremidades. Cuando retrocedió de espaldas, camino de la puerta, vio un hilo de luz vertical a su izquierda. La puerta no se había cerrado con tanta fuerza como se había imaginado.

Había recuperado la sensación de que aquello era un sueño antes de salir al pasillo, de tal modo que incluso la alfombra de los escalones le parecía piedra al tacto. Caminó sin prisa hasta el piso de arriba y entró en su apartamento, donde guardó las llaves en el bolsillo de su abrigo. Por lo menos, el sueño se acabó ahí en lugar de repetir el proceso de acostarla.

Cuando se despertó, aún no era de día. Sentía un desagradable sabor metálico en la boca. Tanteó en busca del cordón de la luz y aprovechó el movimiento para impulsarse fuera de la cama. En el cuarto de baño, hizo ademán de recoger agua con una mano a modo de taza, pero decidió lavárselas antes. Cuando se hubo sentido limpia, recogió un puñado de agua fría e hizo gárgaras con él antes de beber. Hecho lo cual, y tras utilizar el retrete, volvió a la cama y se quedó dormida casi de inmediato, exhausta. Se había librado de aquel sabor en la boca, se había librado de la sensación de arenisca en las manos y, en honor al año nuevo, decidió que al despertar ni siquiera recordaría aquel sueño.

12. Primeras palabras

– Voy a salir, Amy. Vas a seguir con tus deberes, ¿verdad?

– Eso parece.

– Me parece bien. Poniéndote al día para volver a clase el lunes, ¿eh? Voy a pasar un par de horas con unos clientes. No creo que tarde.

– Vale.

– Entonces, ¿seguro que estarás bien? ¿No necesitas alguna cosa?

– ¿Cómo qué?

– Pues, no sé. Algo que quieras que te traiga.

Amy se acordó de la tarde anterior al domingo en que él la había levantado como una ofrenda a Nazarill. Había jugado a las escaleras y serpientes con sus padres hasta que las escaleras habían comenzado a serpentear y ya no había podido distinguir unas de otras. Cuando comenzó a dar cabezadas encima del tablero, su padre la había llevado a la cama, donde su madre se había sentado junto a ella y le había contado un cuento que ahora no lograba recordar. Sintió cómo separaba los labios y movía la lengua.

– No.

– Está bien, será mejor que me vaya. No puedo volver si no me voy, ¿no? Cuando volvamos a vernos, seremos un poco más viejos. A ver si también somos un poco más sabios. Por lo menos tú seguro que sí, con tanto leer.

A esas alturas, Amy había comenzado a preguntarse de qué manera aquel monólogo y el diálogo que lo había precedido obedecían a sus ganas de quedarse allí. También se preguntaba qué estaría pensando de verdad, dado que parecía que estuviese diciendo todo lo que se le ocurría. Lo miró por encima de su cuaderno, rodeado de obras de Shakespeare, y vio a un hombre mayor, furtivo y ansioso, vestido con un traje gris anticuado y una bufanda negra. Parecía que, en los últimos años, su rostro se hubiese dedicado a producir más de sí mismo: las mejillas abultadas por encima de la mandíbula, tirando de las comisuras de los labios; la barbilla, que la papada había terminado por unir al resto de la garganta. Sus cejas siempre habían sido prominentes, pero las canas les conferían un aspecto más pesado, y se cernían sobre sus ojos. En ese momento, le recordó demasiado al anciano que no había querido volver a Nazarill, y no quiso agravar su condición.

– Venga, vete, antes de que se haga de noche -dijo, lo que sonó más como una súplica encubierta de lo que había pretendido-. No te preocupes por mí.

Su padre soltó una carcajada que sonó más bien como todo lo contrario.

– Me temo que eso son gajes del oficio.

– ¿El qué, lo de los seguros?

– El oficio al cargo del que me dejó tu madre.

Aunque no fuese aquella su intención, Amy se sintió acusada.

– Da igual, tampoco tendrás que desempeñarlo mucho más.

– Solo hasta que me muera. -Se frotó la frente, con fuerza, aplastándose las cejas, y frunció el ceño, aunque no en dirección a ella-. No quiero que nos enzarcemos en otra discusión. Tú sigue portándote bien, como hasta ahora, y yo no tendré motivos para preocuparme. Adelante, como una adolescente aplicada. -Agitó una mano con la palma hacia arriba para indicarle que continuara con sus deberes, se abrochó el cuello del abrigo por encima de la bufanda y salió al recibidor.

No había mencionado sus deberes, para empezar. Cuando la puerta del final del recibidor se hubo cerrado de golpe, sacudiendo su cadena, Amy escuchó para asegurarse de que su padre no se había quedado remoloneando en el piso por la razón que fuese. Sacó la Biblia de su bolso de lona. A eso era a lo que se había referido su padre, aunque no se alegraría tanto si supiese por qué estaba en su poder aquel libro. Lo abrió por el Génesis y le dio la vuelta a su cuaderno. Puede que, en esta ocasión, sus intentos por transcribir lo escrito en los márgenes del libro no le supusieran tantos quebraderos de cabeza.

Agachó la cabeza hasta que se le llenó la nariz con el olor a papel viejo y no pudo ver más que la agolpada caligrafía. Hizo visera sobre sus ojos con la mano izquierda, se pellizcó el entrecejo, y pasó la punta de un lápiz bajo las líneas, a la distancia justa para no marcar la página. El texto comenzaba con un «tengo» que se repetía varias palabras más adelante, donde volvía a preceder a un «que», legible pese a los estilizados trazos. Fue como si aquello le proporcionara la clave para descifrar la caligrafía y, de repente, su lápiz comenzó a saltar de la Biblia a su bloc como si estuviese utilizando una pala para cambiar las palabras de sitio.

«Tengo que plasmar los pensamientos que aún tenga claros. No tengo que sentirme abandonada por Dios, ni por mi familia en» (eso ponía en el margen de arriba. Amy tuvo que agacharse aún más mientras levantaba el margen derecho) «este lugar. Ya sabía que existían lugares como este; que fuesen así, no lo hubiese soñado ni en mis peores noches. Por fuero, los demonios de mis apresadores no podían permitir que estuviese en mi posesión ningún otro libro» (Amy le dio la vuelta a la Biblia) «pero utilizar las palabras de Dios para ocultar las mías hasta que llegue el día en que alguien las lea…».

Amy se enderezó para pasar la página. Deseó no haberse movido. Su dolor de cabeza había estado aguardando una oportunidad para saltar a la palestra, y ella se la había proporcionado al salir de su trance de concentración. Sentía la frente como si la hubieran aprisionado con una banda metálica, sentía el cuero cabelludo en carne viva y el cuello, no solo envarado, sino estirado. Cerró los ojos hasta que los dolores cedieron un poco, antes de leer lo que había escrito. No pudo evitar vanagloriarse de su logro, sobre todo después de haber descifrado «por fuero», una expresión que no había entendido hasta que la hubo plasmado sobre el papel. Ciñéndose a los hechos, aquel párrafo evidenciaba que en Nazarill había ocurrido alguna tragedia en el pasado. Tenía que seguir leyendo para descubrir de qué se trataba.