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Sin embargo, hoy no. Cuando intentó leer las primeras palabras del margen siguiente, su dolor de cabeza le nubló la razón. Se apoyó en el respaldo, movió los hombros con intención de relajarlos y hojeó la Biblia para ver cuánto le quedaba por transcribir… todas las páginas. Además de escribir en los bordes, el propietario del libro había subrayado partes del texto. «Saúl había expulsado a aquellos que tuvieren espíritus familiares, y a los brujos…». Aquellas palabras habían sido subrayadas tres veces con mano temblorosa, así como fragmentos de otra frase: «No habrán de alojarse entre vosotros… una bruja… ni quien consulte a los espíritus familiares, ni un nigromante». El subrayado había omitido una referencia en medio de esas palabras, «cualquiera que obligare a su hijo o a su hija a caminar sobre las llamas», pero a Amy le pareció que aquellas palabras poseían algún significado para ella, si bien se le escapaba. Un tercer párrafo subrayado apareció con un susurro de papel mohoso. «No permitirás que vivan las brujas».

Copió eso, y el resto de las palabras subrayadas, y las miró. ¿Qué sentido tenían? Todo lo que sabía acerca de las brujas derivaba de Shakespeare y de las rimas que había leído hace media vida. Cuando su jaqueca comenzó a renovarse de forma proporcional a sus esfuerzos por pensar, devolvió el bloc al montón de cuadernos del colegio, por si su padre decidía volver pronto a casa, y enterró la Biblia en su bolso de lona al tiempo que se ponía de pie. Por diversos motivos, le pareció que salir de Nazarill sería una buena idea.

Se embutió en una chaqueta de ante de color negro que le llegaba a las caderas, y salió al pasillo. No estaba dispuesta a permitir que su insinuante fulgor la amedrentara, ni la tenuidad, ni el resto de la casa. Bajó deprisa las escaleras, dedicándole un ceño fruncido a las puertas de la planta baja, retando a las habitaciones a no estar varías. Antes de que empezara a preguntarse qué efecto podría surtir aquello, salió de Nazarill.

Las nubes habían cubierto el cielo con un sucio velo blanco. Bajo él, al final del Camino de la Poca Esperanza, las luces de Navidad restallaban incansables, esforzándose por festejar su último día. Los niños de la edad aproximada que había tenido ella cuando su padre la levantara para que mirase dentro de Nazarill estrenaban bicicletas alrededor del perímetro del mercado. Uno de ellos le dedicó un timbrazo cuando ella se coló por un hueco en la desordenada hilera de puestos. Se apresuró, cada vez que le era posible, a llegar a la librería ambulante.

A lo lejos, el rostro del tendero, calvo y con barba, le recordaba a una de esas ilustraciones con truco a las que se les podías dar la vuelta y seguir teniendo una cara. Vio que aquello no era posible cuando el hombre se enderezó para dedicarle a una clienta una sonrisa que incluía una lengua asomada entre sus dientes.

– El romanticismo, qué cosa. Ojala pudiera poner un poco de eso en mi vida. -Se percató de la presencia de Amy-. No me he olvidado de ti, jovencita. Todavía no he encontrado nada.

La clienta incluyó a Amy en el rictus que le había estado dedicando a él, antes de meter en su carro de la compra los libros envueltos, con papel de regalo de segunda mano y alejarse a buen paso.

– La tenía en el bote -se quejó el librero. Amy atisbo una sonrisa que podía pasar por una disculpa-. ¿Muchos libros por Navidad?

– Cuando era pequeña. Estoy buscando algunos ahora.

– Estás invitada a comprar todos los que puedas cargar. ¿Qué tal estos regordetes de aquí? ¿La historia de los colchones? ¿Secretos de la planificación urbana? ¿Pierda peso con la edad? Este no creo que tenga éxito entre los jóvenes flacuchos de hoy en día. ¿Insectos, nuestros animales de compañía?¿El análisis de la personalidad según el atuendo?

Llegados a ese punto, Amy estaba segura de que el librero se estaban inventando por lo menos algunos de los títulos mientras acumulaba polvo en la yema del dedo que recorría los lomos.

– Algo de brujas.

– Ah, así que ya has oído hablar de ellas.

– De…

– Las brujas de Partington.

– ¿Qué pasa con ellas? Quiero decir, quién, qué…

– ¿No se supone que les daba por bailar en lo alto de Nazareth Hill?

Parecía convencido de que ella sabía más de lo que daba a entender.

– No sé nada -insistió Amy-. ¿Cuándo?

– Debió de ser antes de que tu casa fuese un hospital. Sería solo un montón de escombros.

– ¿Por qué no me habló de ellas el otro día?

– No me preguntaste.

La miraba como si uno de los dos estuviese bromeando. Amy le devolvió la mirada aún con más intensidad.

– Se lo pregunto ahora. ¿Qué más sabe?

– Lo que ya te dije. Solían subir allí a bailar y a hacer todo lo que les diera por hacer de noche. Ya que se acercaban tanto a las casas, te supondrás que creían que la colina debía de ser un lugar especial. Es decir, siempre que se crea en ellas.

– No tendrá ningún libro donde aparezcan.

– No hay ninguno, que yo sepa. Si es que tus brujas existieron, fue hace mucho. A lo mejor se las inventó alguien para volver a los niños almas temerosas de Dios, cuando tal cosa todavía era posible.

– ¿Cualquier otro libro sobre brujas?

– Tampoco. Es decir, ahora no me queda ninguno. Hay mucha demanda. Espera un poco, jovencita -dijo, aunque Amy no había hecho ademán de moverse-, a lo mejor aquí.

Sacó uno de una pila de libros que hacía de sujetalibros y, tras abrir las descoloridas tapas rojas, lo hojeó hasta dar con un grabado.

– Échale un vistazo a este -dijo, mientras le enseñaba el volumen-. Esto sí que es capaz de volverte temeroso de Dios, lo que les hacían. Las mareaban hasta que ya no podían ponerse de pie, les clavaban agujas, las ahogaban. ¿Será agua eso que le meten a esa por el gaznate con un tubo? Cuando se cansaban, las colgaban de un árbol.

El grabado reproducía varias de aquellas actividades. Los rostros de los torturadores y los de sus víctimas exhibían la misma expresión de sombría determinación. Amy vio que el título del libro era Los placeres de la tortura. Alguien había agrandado los pechos de todas las víctimas masculinas con la ayuda de un bolígrafo de tinta azul. El librero estaba atento a su reacción; por un momento, se sintió atrapada entre él y el libro. Se enderezó, y el ruido del mercado explotó a su alrededor.

– Este libro no será suyo, ¿verdad?

– Yo no lo tendría en casa. Solo en el chiringuito. -Con su característico tono humorístico, añadió-: ¿Te lo llevas? Oferta de Navidad. Te sale barato para tratarse de un libro tan raro.

Estaba a punto de cerrarlo de golpe y devolverlo cuando el librero miró por encima de ella.

– Hazte a un lado para que este buen hombre pueda echarle un vistazo a las novelas de vaqueros -dijo el tendero, antes de que su voz se atiplara-. Ah, viene con ella.

La posibilidad de que la hubieran pillado hizo que Amy se pusiera tan a la defensiva como el librero. Cuando se dio la vuelta para ver al recién llegado, su dolor de cabeza sacó fuerzas de flaqueza y se abalanzó sobre su nuca.

– Ah, es usted -dijo, pero no a quien ella esperaba, porque no se trataba de su padre.

– Todavía te interesan los libros, ya veo -dijo Leonard Stoddard.

Amy consideró devolverle la pelota con una frase del estilo de «espero que a usted también», cuando el hombre inclinó su enorme rostro oblicuo para examinar el libro que el tendero había dejado abierto como un desafío.

– ¿Qué es esto? ¿En qué andas metida ahora?

– Me estaba enseñando cómo trataban antes a las brujas. -Amy apartó el libro y esperó a que el rostro del tendero compusiera una expresión más o menos parecida a la suya-. No sabe si tiene…

– Lo que está claro es que nosotros no pondríamos un libro como ese en ninguna de nuestras bibliotecas. Esas cosas pasarían antes, pero ya va siendo hora de que nos olvidemos de ellas si queremos progresar. Sacarlo a la luz no acarrea nada bueno, y menos a tu edad.