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– Algún libro sobre brujas, iba a decir, si es que me deja terminar.

– Solo en la sección de libros infantiles. Me parece que ya eres un poco mayorcita para los cuentos de hadas. Pamelle ya lo es.

Amy pensó que a lo mejor su hija pasaba demasiado tiempo inventándose nombres para ella misma y demasiado poco leyendo. ¿Serían las bibliotecas tan inútiles como él pretendía hacerle creer? El librero cerró el libro para recordarle a sus potenciales clientes que seguía allí. Amy concentró su atención en él.

– ¿Quieres que ponga las brujas en tu lista de preferencias?

– Lista de preferencias.

– Además del libro acerca del lugar donde vives.

– Yo también vivo ahí-dijo Leonard Stoddard-, y supongo que sabría si se ha escrito algo acerca de la casa.

– Menos mal que hay alguien que sí lo sabe. Pídale que se lo preste cuando yo lo haya encontrado.

– Me parece que deberías contarle lo que dijiste, Amy.

Estuvo tentada de pasar por alto su petición, pero terminó por dirigirse al librero.

– Usted no sabe que yo haya dicho nada, ¿verdad?

El hombre meneó la cabeza despacio y, tras una pausa, respondió:

– Me parece que será mejor que lo dejemos así. ¿Ya te vas a casa?

– No.

– Pues yo sí, para esconder esto -dijo Leonard. Le enseñó un paquete pequeño envuelto en papel dorado y atado con un lazo de plata-. La semana que viene es el cumpleaños de Pamelle.

Amy no sabía si le estaba sugiriendo que ella también debería comprarle un regalo, o diciéndole que no estaba invitada a la fiesta, pero le daba igual. Se le había ocurrido quién podría ayudarla en su búsqueda de información: Martie siempre tenía un surtido de libros sobre ocultismo. Seguro que allí encontraría algo de lo que quería saber.

Había una furgoneta aparcada delante de Hedz no Fedz. Varias mujeres estaban sacando cajas de la parte posterior del vehículo. Sus permanentes y sus abrigos las descalificaban como clientas de Martie y, en un momento, Amy vio que estaban transportando los bultos a la puerta de al lado, a Caridad Mundial. Esperó a que dos de las mujeres pasaran antes de pasar junto a la furgoneta, cuyo reflejo conseguía que el escaparate de Hedz no Fedz pareciese que estuviera tapado. Había llegado al umbral cuando se dio cuenta de que, en efecto, la ventana estaba obscurecida, habían cubierto el interior con cartones. El cristal aparecía roto por dos sitios. En la esquina inferior más próxima había una nota escrita a mano donde un montón de estrellas rodeaban unas pocas palabras. DISCULPEN LAS MOLESTIAS. NOS MUDAMOS A MANCHESTER.

Intentó abrir la puerta, por si acaso, antes de dedicarle una mirada cargada con todo el reproche que sentía hacia Martie. Las mujeres habían dejado de descargar la furgoneta para observarla. Aunque ninguna de ellas daba la impresión de ser especialmente simpática, por lo menos una se apiadó de ella.

– ¿Por qué te sorprendes, cariño? ¿No sabías que se había ido?

– No -admitió Amy. Al instante deseó no haberlo hecho, porque Shaun Pickles se había apartado de la plaza para escuchar tanto la pregunta como la respuesta. Su rostro huesudo parecía menos sobrado de pelo que nunca. Su jaspeado se intensificó cuando un chasquido de su transmisor delató su presencia. Se encogió de hombros, o los enderezó, y sacó barbilla por encima del severo cuello de su uniforme.

– Tampoco se pierde nada, si quieren mi opinión.

– Nadie te la ha pedido -espetó Amy. Se encaminó hacia él con tanto ímpetu que una de las mujeres contuvo la respiración. Tras salir del espacio atestado por la furgoneta y la tienda abandonada, se giró al llegar a él-. Apuesto a que tú has tenido algo que ver, ¿no es así?

– No me hizo falta. ¿Cómo quieres que impida que la gente le rompa las ventanas y le meta cosas por la rendija para las cartas? No puedo estar siempre aquí. Le dije adiós de corazón cuando se fue conduciendo ese autobús suyo, pintado de arriba abajo con sabe Dios qué cantidad de porquerías.

Amy se acordó del microbús, cubierto de flores procedentes de un mundo distinto y, presumiblemente, mejor.

– No la echarás de menos, ¿verdad? Tampoco creo que fuese tan buena amiga si se ha ido sin decirte nada. No era de fiar, o eso tengo entendido. Nunca pagaba a tiempo el alquiler, ni las demás facturas.

– ¿Eso es lo que te dijeron para que no vigilaras su tienda?

Vio cómo el muchacho vacilaba antes de responder, y se preguntó si sería tan estúpido para responder que sí o para afirmar que la idea había sido de él. De repente, dejó de importarle. Estaba pensando en ir a casa de Rob cuando Pickles dijo:

– Te oí la otra noche.

– Menudo honor.

– No me hagas caso si no quieres. A mí me pareció interesante.

Amy se detuvo junto al puesto de un carnicero. ¿Podía permitirse el lujo de rechazar a alguien dispuesto a escucharla, por muy desagradable que pudiera resultar en cualquier otro aspecto?

– ¿Cómo de interesante?

– Verás, te cuento. -Anduvo hasta ella y se colocó las manos a la espalda-. Mi madre me llamó cuando supo que eras tú, así que lo escuché casi todo. ¿Qué crees tú que dijiste?

– No lo sé. No estoy segura.

– Yo sí.

– Seguro que entiendes de esas cosas, ¿no?

– Demasiado.

– ¿Quieres decir que tú también crees en ellas? ¿Que te ha ocurrido algo parecido?

– ¿A mí? ¿A mí?-Levantó los puños antes de utilizar todos los dedos para señalarse-. Espera un poco -dijo, con un esfuerzo destinado a que ella lo notara-. ¿De qué te piensas que estamos hablando?

Amy se dio cuenta de su error y no pudo contener una risita.

– Creía que estábamos hablando de lo que dije que había visto.

– No me fastidies. Espero que no pienses que me tragué nada de eso. Me parece que tu padre estará preguntándose qué te habías metido cuando lo viste. Apuesto a que dará saltos de alegría cuando se entere de que han cerrado esa tienda.

A Amy le pareció que ya lo había soportado bastante. Había reanudado el paso junto al puesto del carnicero cuando el guardia dijo:

– ¿No quieres saber lo que iba a decir?

Tenía las manos separadas enfrente del pecho, como si quisiera medir algo con ellas.

– Lo que te pareció interesante, dices. -Amy esperó.

– Pues fue lo bien que te llevas con, ya sabes, con esas personas que no son como Dios las hizo. La que llevaba la tienda, y el tío de la radio. -Con cada frase, bajaba la voz y avanzaba un paso-. Estuvimos hablando de ello en casa después de tu discurso. Mi madre dijo que es una fase que atraviesan algunos a tu edad. Pero el pringado ese con el que vas, el de la melena y el pendiente en la nariz, ese tendría que haberla superado ya, ¿no te parece? Deja que te diga una cosa, yo nunca he pasado por eso. Así que, si quieres probar con un hombre de verdad para variar, ya sabes dónde me tienes. Me da rabia ver cómo te echas a perder cuando podías llegar a ser alguien.

El carnicero cogió un conejo destripado que colgaba cabeza abajo de un gancho. El olor a carne cruda invadió la nariz de Amy. Podría haberlo tomado por el olor que emanaba de los parches inflamados en la cara de Shaun Pickles. Se sintió asqueada, luego furiosa y, por último, al borde de la risa histérica.

– Habla más alto -dijo, a voz en grito-. No te oigo.

– Claro que me oyes. -En cualquier caso, levantó un poco la voz, al coste de que aparecieran unas cuantas pecas más en sus carrillos-. ¿Qué es lo que te has perdido?

– Dímelo otra vez y yo te aviso, pero procura hablar un poco más alto.

– Baja la voz. Estás molestando a la gente.

– Bueno, pues así. No es tan alto, hay mucho ruido.

– Estás montando una escena. Voy a tener que pedirte que te vayas si no te tranquilizas.

– Así, como hablas ahora. Venga, repíteme lo de antes, a no ser que te dé vergüenza decirlo en público.