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– No lo he preguntado.

– ¿No te extraña que no te lo dijeran cuando te contrataron? Me parece que no quieren decirlo, o puede que sea cierto que no lo saben. Tampoco les preocupa. Estoy intentando descubrirlo todo acerca de la casa. -Se dio cuenta de que aquello había sonado como si su investigación fuese mucho más sistemática de lo que en realidad era.

– Eso es loable por tu parte, Amy. Quiero que sepas…

Apretó los labios, esta vez sin esbozar ninguna sonrisa, y miró al recibidor. También Amy había oído la puerta de entrada… cerrándose.

– ¿Hola? -llamó su padre, al cabo.

– Hola, señor Priestley. Soy Donna Goudge.

– Me lo había figurado. -Casi sin hacer ruido, llegó a la puerta del salón, donde abrió el puño para dejar caer las llaves en un bolsillo-. Continúe, por favor. Iba a decirle a mi hija algo que quería que supiera.

Donna abrió la boca, pensó que sería mejor no hablar, hasta que debió de decidir que no hacerlo empeoraría la situación.

– Solo quería decirle que no todos piensan que ha estado diciendo mentirijillas. Por lo menos uno de nosotros opina que puede haber dado con algo.

– Dudo que a nuestros vecinos les gustase oírle decir eso. Vengo de hablar con ellos, y ahora me gustaría tener unas palabras con mi hija, si no le importa.

– Cielos, espero que no sea nada…

– Buenos días, señora Goudge.

Cuando Amy hubo escuchado el sonido de la puerta de entrada al cerrarse, dijo:

– ¿Sabes lo bruto que te pones a veces?

– Las mujeres de su calaña están acostumbradas a cosas peores.

– Ya has oído que ella me cree, y te apuesto a que sé quién más… Beth.

– Eso cuadraría con el resto de los pájaros que tiene en la cabeza. Menuda pareja de partidarias te has echado, una charlatana y una fresca. Gracias a Dios que tienes a gente mejor que se preocupa por ti.

– ¿Como quién?

– Como el señor Stoddard, por ejemplo. Me ha informado de que estás escarbando en busca de más bobadas macabras acerca de nuestra casa. Te lo advierto, en nombre de todas las buenas personas que viven aquí, acaba con esto. Déjalo de una vez.

– ¿Y si no?

– Si no te paras tú, te pararé yo. -Mientras hablaba, se agarró al quicio de la puerta con ambas manos. La madera crujió, y él ensanchó los hombros para ocupar más espacio. En ese momento, su rostro adquirió una expresión de comprensión, una expresión tan pesada que se diría que era la responsable de que estuviera agachando la cabeza-. Ya sé cómo -musitó, casi para sí-. Te voy a enseñar a qué hay que tenerle miedo.

13. Cara a casi una cara

El autobús de Sheffield era más pequeño que el del año pasado y llegaba casi diez minutos tarde. Al llegar Amy, con antelación, a la marquesina de ladrillo que había junto a Libras y Biblias, se había encontrado allí con Bettina, Deborah y Zoé, cuyo nombre se pronunciaba «Zoh», o al menos ella se comportaba como si fuera así. Le habían hecho sitio, un poco a regañadientes, aunque no en el banco manchado de cigarrillos que había junto a la pared, bajo sus nombres pintados, y una vez que le habían dicho «Hola» para ver si respondía tres veces se habían dedicado a fingir que no se daban cuenta de su presencia. Cada vez que una de ellas la miraba, todas soltaban risillas escondiendo el rostro tras las manos, y ella supo que se estaban reservando para el trayecto. Podría haberse quedado fuera de la marquesina de no ser por la lluvia que estaba pasando por el pueblo. Mientras contemplaba el baile del agua en el aire, fue capaz de persuadirse de que sus tres compañeras de colegio habían dejado de existir, hasta que el ruido del autobús subiendo lentamente por Partington la despertó de su trance.

El vehículo era menos espacioso que su dormitorio. Olía a tapicería desgastada por el sol de un año entero y a la presencia reciente de lo que Amy identificó, después de alguna reflexión, como perros mojados. Para entonces se había sentado inmediatamente detrás del conductor, cuyo cuello le hizo pensar en una pieza de cerdo cubierta de estrías abiertas por una malla de tramilla, y sus tres compañeras se habían desperdigado por los asientos traseros. Mientras el autobús se ponía trabajosamente en marcha por el páramo y descendía del cielo una neblina para abrazar las farolas, estuvo tentada de creer que las otras pasajeras la habían olvidado. Entonces sintió en su oreja izquierda el calor de una respiración, que al instante se transformó en un chillido de «¡Bu!».

No pudo evitar dar un respingo. Se puso rígida al instante y metió las manos entre las rodillas, pero su reacción bastó para proporcionarle algunas carcajadas chillonas a las chicas que se sentaban en la parte trasera del autobús, mientras Bettina regresaba con ellas. Al menos Amy se había resistido a mirar atrás. Se preparó para la siguiente travesura, anunciada por un silencio a su espalda. «¡Bu!», gritó Deborah, casi en el momento que Amy habría esperado, pero en su oreja derecha.

Esta vez no estaba dispuesta a dejar que la afectara, no más que lo que quisiera que su padre estuviese planeando.

– Eso sí que ha sido brillante -dijo-. Realmente imaginativo. ¿Se os ha ocurrido a vosotras solas? -se estaba preparando para continuar en esta línea, hasta que Deborah retrocediese o se sintiese obligada a ofrecer una respuesta tan estúpida como sus bromas, cuando el conductor volvió una de sus rubicundas y mejillas salpicadas de viruela, aunque no la mirada, y dijo:

– Si vas a seguir jugando, vete a la parte de atrás y no me molestes.

– No estoy jugando -protestó Amy, que escuchó cómo sonaban sus palabras: no solo petulantes, sino propias de alguien mucho más joven de lo que ella debería sentirse. Se volvió tan violentamente que Deborah retrocedió hacia el pasillo.

– Vamos, Zoé -dijo Amy en voz alta-. Te toca. Dale. Di «bu» y luego idos las tres a tomar por culo.

– Eh. Eh. Eh -dijo el conductor con sílabas tan agudas como concisas eran las pausas entre ellas-. No pienso tolerar ese lenguaje en mi autobús. Si se repite te echo.

– No puede echarla en medio de este sitio -objetó Bettina.

Aunque estas palabras no pretendieran provocar lo que fingían querer impedir, Amy no quería que sus torturadoras se pusieran de su lado.

– Me da igual -dijo-. No me importa una… lo que tú crees.

Quizá porque estaba mirando al frente, el chofer pensó que se refería a él.

– Tú recuerda que sé a qué colegio vas. Puedo hablar con tu directora.

– A usted ya lo conocemos -le dijo Zoé-. Le hemos visto mirándonos en el espejo cuando nos sentamos.

En aquel momento, las imprecisas luces de aceleración de la autopista aparecieron delante de ellos y el conductor frenó. Iba a echar a todo el mundo del autobús, pensó Amy. Y, aunque podría resignarse a ello, a ser abandonada en aquel lugar, aunque podría incluso agradecerlo de una manera perversa, el verse atrapada con tres de las personas a las que más odiaba era otra cosa. Pero el conductor había decidido no hacerlo, y era posible que el frenazo no fuera más que una advertencia final. Aumentó la velocidad de los limpiaparabrisas y el autobús recorrió corriendo un kilómetro y medio de carretera abierta.

Cuando el vehículo encontró espacio en la autopista, demostró ser capaz de superar en velocidad a la mayoría de sus competidores, si bien trepidando como si sus nervios no estuviesen acostumbrados a la situación. Los de Amy no lo estaban, al menos, no una vez que empezó a pensar en su madre. La niebla se la había llevado y el agua levantada por el tráfico se parecía mucho a la niebla. Un regusto húmedo se negaba a desaparecer del fondo de su garganta, y sabía que si cualquiera de las niñas trataba de atormentarla de nuevo diría cosas peores que las que había dicho antes. Sin embargo, se limitaron a soltar risillas disimuladas, renovadas cuando era necesario por comentarios ente cuchicheos. No se movieron del asiento de atrás hasta que el autobús hubo abandonado la lluviosa carretera y estuvo a la vista, o al menos tanto como el borroso limpiaparabrisas permitía, del colegio de las afueras de Sheffield.