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Amy sentía que ya había respondido a eso, de modo que no podía hacer más que observarla directamente.

– Dios mío, qué mirada. Me estás dando dolor de cabeza -se quejó la señora Kelly antes de mirar más allá de ella, a la oficina de la señorita Sadler. Por un momento, Amy se sintió victoriosa, aunque, presumiblemente, la distracción se debía a la directora. Pero cuando se volvió se encontró con su padre.

La sorpresa no resultó agradable y no le dio tiempo para elegir las palabras.

– ¿Qué quieres? -demandó.

La señora Kelly emitió un sonido que era una mezcla de gruñido y jadeó, al que el padre de Amy respondió con una sonrisa que sugería que iba a tener que emplear una paciencia de santo a la que ya estaba acostumbrado.

– He venido para llevarte a casa -dijo a Amy-. No queremos que cojas un resfriado por la lluvia y tengas que perder clases.

– Tengo que ir a la biblioteca.

– Hoy no, jovencita.

– Sí, hoy.

La señora Kelly volvió a proferir su sonido, y esta vez lo completó con palabras:

– Me temo, señor Priestley, que tenemos aquí lo que en mi juventud hubiéramos llamado una chica testaruda.

– ¿Es usted una de sus profesoras?

– De Religión.

– Haré lo que pueda para que vea usted una mejora la próxima vez. Amy, mírame.

Amy obedeció, en medio de lo que ya era más un gruñido y menos un jadeo por parte de la señora Kelly, que entró acto seguido en la sala de profesores.

– Bien, Amy -dijo su padre-, los dos sabemos que no quieres ir a la biblioteca a hacer tus deberes.

– Tú no sabes nada sobre mí.

– Oh, vaya, Amy -esta era la directora, que salía de la sala y cruzaba los brazos como para asegurarse de que sus grandes pechos no distraían en absoluto la atención de su solemne rostro-. Si me dieran un día libre por cada chica que ha creído que… Quienes trabajamos en la educación tenemos la extraña convicción de que nuestros consejos podrían resultaros útiles si os pararais a escucharlos. Después de todo, hemos sido como vosotros.

A Amy le gustaba lo suficiente como para no querer enfrentarse a ella, de modo que esbozó una sonrisa tan próxima a un asentimiento como le fue posible, a la cual respondió la señorita Adler:

– Tú padre y yo estábamos diciendo…

– ¿Qué le ha contado sobre mí?

– ¡Amy!

– Gracias, señor Priestley. Estaba a punto de contarte, Amy, que decíamos que normalmente eres una chica razonable, de la que puede esperarse que trabaje bien, y que si en este momento tienes problemas cualquiera de nosotros puede ayudarte: es parte de nuestro trabajo.

– Entonces dígale que me deje ir a la biblioteca. Eso es ser razonable.

– No puedo interponerme entre vosotros dos, por supuesto. No es eso a lo que me refería, debes de saberlo. ¿Hay algo más que quisieras decirme?

Aunque no era exactamente una invitación para disculparse, a Amy se lo pareció.

– No -dijo.

– ¿Puedo dejarla entonces en sus manos, señor Priestley? Siempre hay trabajo que hacer y esas cosas. Es igual para usted, supongo. Los dos hacemos todo lo que podemos para cuidar a las personas de las que somos responsables -abrió los brazos en un gesto que Amy encontró desconcertantemente maternal-. Ya sabes dónde estoy, Amy -dijo.

Amy lo sabía, en efecto: al menos a una generación de distancia y mucho más lejos de la comprensión de lo que ella misma creía. Como para demostrarlo, la señora Sadler dijo:

– Antes de que te marches a hacer las paces con tu padre, hay algo que tenía que hablar con él.

– Me da igual.

– Se lo he dicho a él -dijo la directora con una mirada que confiaba en que Amy la hubiese malinterpretado genuinamente- y ahora te lo digo a ti. No seas tan severa con tu pelo, por favor. La moderación en todas las cosas es la vía a la armonía social.

– Tu directora quiere decir que no le gusta ese pelo en su colegio.

– Estoy preparada para no llegar tan lejos esta vez, teniendo en cuenta el pasado historial de Amy. Déjalo crecer de forma natural, Amy, si no te importa. En la mayoría de los aspectos ha demostrado ser una chica apacible y obediente. Estoy seguro de que esta rebelión no es más que un episodio -dijo la señorita Sadler y luego, dirigiéndose todavía menos a Amy-: ¿Les importa que les deje solos para seguir hablando? Por favor,

venga a verme cuando le plazca, en horario escolar.

Su mano estaba ya sobre el picaporte interior cuando Amy dijo:

– ¿Me oyó en la radio?

La señorita Sadler pareció decepcionada.

– Me alegra decir que no, Amy -dijo, antes de cerrar la puerta.

Amy no había esperado otra cosa. Se dirigió a la salida de incendios, la dejó abierta con un pie, el tiempo suficiente para que su padre no pudiera acusarla de haberla dejado cerrarse sobre su cara, y caminó con paso vivo por el colegio. Para cuando llegó a la siguiente puerta, él se encontraba lo bastante detrás como para no tener que preocuparse por mantenerla abierta. Oyó cómo se repetía el crujido de la puerta a su espalda y la voz de su padre, aguda y baja, llamándola, «Amy, Amy». Sonaba como si estuviera llamando a un perro y tratara de no admitir su enfado, pensó ella. Ella podía seguir caminando, salir del colegio y dirigirse a la biblioteca central. ¿Cómo iba a detenerla? Seguramente la biblioteca sería una de esas en las que no puede hacerse el menor ruido, de modo que él tendría que dejarla sola para que llevara a cabo su investigación. Pero los grandes ventanales del pasillo habían empezado a trepidar, recorridos por los zarcillos de agua, y cuando salió por la gran puerta principal de la escuela se dio cuenta de que la lluvia no le dejaba ver.

Se estaba frotando los ojos con los nudillos en un vano intento por limpiárselos, y era furiosamente consciente de que parte de la humedad se debía o se debería muy pronto a las lágrimas, cuando su padre la cogió del brazo que estaba utilizando.

– No te quedes ahí, te vas a empapar. Ven por aquí. Nuestro coche está allí.

Tuvo que obedecer. Llevaba la Biblia de Nazarill en la mochila y, mucho antes de que llegara a la biblioteca, estaría empapada y el mensaje resultaría ilegible. Y, sin embargo, no podía dejar de sentir que sus ojos habían sido afectados para que él la atrapara. Se dejó guiar por el empapado hormigón, que parecía estar emitiendo alfilerazos de lluvia hasta el grumo rojizo y lleno de manchas que resultó ser el Austin. Su padre no la soltó hasta que hubo abierto la puerta del copiloto y la hubo metido en el coche, y entonces ella estuvo sola durante unos segundos, con el rostro empapado de agua de lluvia, un chorrito que a pesar de sus esfuerzos por evitarlo cayó sobre la mochila, que ahora descansaba sobre su regazo. Para cuando hubo terminado de secarse la cara, su padre ya se encontraba a su lado y la puerta estaba cerrada.

Él encendió los faros para ver mejor bajo la lluvia, activó los limpiaparabrisas y esperó a que tres chicas pasaran corriendo y chillando delante de las puertas antes de incorporarse a la carretera. Mientras aceleraba cautamente por la calle que se alejaba de Sheffield, Amy inquirió:

– ¿Te llamó ella?

– No era necesario. Tenía que venir.

Eso resultaba casi tan claro para ella como la borrosa calle que había más allá de la ventanilla.

– ¿Qué le estabas contando sobre mí?

– No entremos en quién dijo qué. La cuestión es que los dos coincidimos en que tienes problemas que no pueden ignorarse. Decidimos lo que yo ya sabía, que tiene que ver con tu visión del lugar en el que vivimos. Si arreglamos eso, seguro que mejorarás.

Amy miraba fijamente los limpiaparabrisas mientras se balanceaban frente a ella.

– ¿Qué-le-has-contado-sobre-mí?

– Puedes seguir todo cuanto quieras, no vas a agotarme como a… -se interrumpió mientras las luces de un paso de peatones aumentaban su brillo delante de él, pero nadie estaba esperando para cruzar. Una vez que las luces naranjas se hubieron apagado, llevándose consigo las siluetas de la ciudad, aceleró en dirección a la autopista-. Lo que sí puedo decirte es que escuchamos cómo te reprochaba una profesora tu reputación -dijo.