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La verja y la cancela se retorcieron, y entonces ellas y la vaciedad que había entre ellas se calmaron. Sus frías manos y sus fríos pies se entumecieron mientras aquella fugaz visión la hacía sentirse vulnerable a la posibilidad de ver algo peor que unas puertas que no existían, o que habían dejado de existir. Se frotó los dedos contra las palmas para recuperar el control; movió los dedos de los pies hasta sentir que la piel se irritaba por el contacto con la suela mojada de sus zapatos, mientras el coche atravesaba Nazareth Row y viraba para entrar en el camino de grava.

Mientras Nazarill magnificaba su palidez y se cernía sobre ella, la lluvia redobló su ataque contra el tejado del coche. Así podría haberse imaginado que la iluminación estaba causada por los rayos, pero en vez de desaparecer en un parpadeo, se hizo más implacable. Paralizó sus pensamientos mientras el coche se detenía en la entrada.

– Corre adentro y espérame -le dijo él-. Yo iré en cuanto aparque.

– Estaré arriba.

Él volvió la cabeza y la miró fijamente. Cualquier emoción que pudieran contener sus ojos estaba oculta tras el brillo de Nazarill.

– No -dijo-. Nada de arriba.

– Donde sea. No me importa -dijo Amy, que trató de hacer honor a sus palabras mientras rebuscaba en el interior de su bolsa. El revés de su mano rozó la Biblia y sus nudillos se toparon con la cruz. No podía asegurar de qué lado se trataba. Cerró los dedos alrededor de las llaves y las liberó de la maraña del interior del bolso.

En los segundos que tardó en rodear corriendo el coche, la lluvia le golpeó en los ojos como si la cenicienta llama de Nazarill estuviese cobrando sustancia, haciéndose astillas en el aire. El coche se apartó con un chirrido, levantando agua y gravilla con las ruedas, mientras ella llegaba frente a la enorme puerta y trataba de meter la llave en la cerradura. Apenas le parecía haber sentido que el metal se deslizaba dentro del metal cuando el mecanismo cedió. Entró a trancas y barrancas, frotándose los ojos y tratando de perforar una oscuridad más intensa que la que el pasillo debiera contener.

Escuchó cómo se cerraban las puertas tras ella. Seguían sonando como el cristal. Quizá fuera la lluvia lo que hacía que el pasillo pareciera oscuro y parpadeante pero, ¿cómo podía ser? Respondiendo a su pensamiento, la visión que tenía frente a sí se aclaró, pero lo que apareció no resultó demasiado tranquilizador: no le costaba imaginarse que los tres pares de puertas que se miraban las unas a las otras bajo la tenue luz estaban compartiendo un mensaje silencioso. Si eran sus ojos en vez de la luz lo que había estado parpadeando, eso tampoco la tranquilizaba. Sentía que, de alguna manera, Nazarill había cambiado o estaba preparada para cambiar; después de guardar la llaves en el bolso, alargó la mano hacia el picaporte de la puerta. En aquel momento, apareció una figura encapuchada tras el cristal, una figura cuyo perfil se enfocaba y desenfocaba constantemente.

Las puertas se abrieron y se llevaron consigo el agua que se arrastraba por ellas. El recién llegado era su padre; lo había sabido a pesar de no haber oído cómo se acercaba por el camino de grava. Echó atrás la capucha de su chubasquero y se limpió las cejas con el lado de la mano, un gesto que hizo que pareciera estar escudriñando lo que tenía delante. Entonces sus ojos se posaron sobre Amy y se abrieron ligeramente, como si pretendiera hacer sitio a algo más que la determinación que contenían.

– ¿Quieres subir a cambiarte antes?

– ¿Antes de qué?

O bien quería que lo obedeciera o bien creía que ella estaba fingiendo no saber a qué se refería, porque su mirada se endureció.

– Pensándolo mejor, no importa. No estás tan mojada como tu padre, y esto no debería de llevarnos demasiado tiempo.» Además, aquí dentro nunca hace frío.

Amy pensaba que sí lo hacía o que iba a hacerlo; sin duda, sus manos y pies estaban fríos. Tenía la triste impresión de que su entumecimiento la mantenía cautiva mientras observaba cómo desaparecían los dedos de su padre en el bolsillo de su chaqueta. Escuchó un tintineo metálico y él sacó un manojo de llaves: no las que solía llevar habitualmente.

– ¿Para qué son? -inquirió-. ¿De dónde las has sacado?

– ¿Para qué supones que estaba en Sheffield? En cuanto a su propósito, eso es cosa tuya. Dímelo tú -aquello sonaba bastante amenazante, pero Amy no le encontró sentido hasta que él dijo-. ¿En qué habitación estuve a punto de dejarte? ¿Ya te has olvidado? -eran las llaves de los apartamentos del primer piso. Las había obtenido en Houseall… ¿para qué?

– No vas a encerrarme ahí -dijo.

– No he dicho que fuera a hacerlo -dijo él, pero su expresión no vaciló-. Solo quiero que veas de una vez para siempre que no hay nada que temer.

– Está bien, no hay nada que temer

– No, eso no basta. Tienes que verlo. Quiero ver cómo te das cuenta de ello-dijo él, e hizo tintinear las llaves-. ¿Cuál era?

– No me acuerdo.

– Como quieras. Tengo todo el tiempo del mundo. Pasaremos por todas ellas.

– Ponme a prueba -dijo Amy, que entonces vio la posibilidad que se estaría perdiendo. Si veía algo esta vez, también él tendría que verlo-. ¿Y tu? ¿No te acuerdas? -preguntó.

– Fue en la parte delantera, lo sé-frunció el ceño, sospechando que lo que ella pretendía era forzarle a admitir más de lo que estaba dispuesto; señaló con una llave-. Creo que fue en ese. Donde vivía con su hijo ese anciano caballero que empezaba a imaginarse cosas.

– Si tú lo dices, debe de ser. Allí, sí.

No lo era, Amy lo sabía. La habitación era la del otro lado del pasillo, donde el fotógrafo había muerto y el anciano lo había encontrado… y no solo a él. De repente, la idea de aventurarse allí, incluso en compañía de su padre, no resultaba tan sugerente. Por ahora, estaría satisfecha con haberlo convencido de que la había persuadido de su error; y, por otro lado, no creía que hubiera razón para sentir miedo del apartamento en el que el anciano no había encontrado nada que temer, le advirtió una vocecilla mal recibida, para ahogar la cual, dijo:

– Vamos, entonces. Ábrela.

Quizá no debería haberse mostrado tan ansiosa. Cuando él alzó las llaves frente a su rostro, pensó que la estaba desafiando hasta que se dio cuenta de que cada una de ellas llevaba un número. Él identificó la que necesitaba y la metió en la puerta que había pertenecido durante breve tiempo a los Roscommon; Amy escuchó un tenue sonido desgarrador que creyó emitido por la cerradura. Empujó la puerta hacia dentro y sacó la llave con un movimiento rápido y brusco.

– Entra ahí -dijo.

A Amy le chocó que la iluminación del pasillo no llegase tan al interior del salón como debiera.

– No irás a…

– Ya te he dicho que no iba a hacerlo. Entra antes de que cambie de idea -se asomó al apartamento, suspiró y apretó el interruptor de la luz con los nudillos antes de devolver el manojo de llaves a su bolsillo-. Ahora puedes ver. Confío en que esto sea el fin de todas esas bobadas.

Amy contempló el salón, que guardaba un gran parecido con el pasillo panelado de una casa de campo. Sus cinco puertas, dos a cada lado y otra, la de la cocina, en la pared de enfrente, estaban cerradas; empezaba a darse cuenta del gran esfuerzo y valor que iba a costarle abrir cualquiera de ellas. Al menos no estaría sola. Se obligó a cruzar el umbral y se estremeció, lo que hizo que su padre emitiera un brusco y severo suspiro.