Выбрать главу

– ¿A qué esperas?

– ¿No lo has oído?

– No he oído nada. No hay nada, por mucho que te empeñes -sin previo aviso se le acercó, tan violentamente que ella se encogió y retrocedió-. No te atrevas a marcharte de este apartamento -dijo-. Quédate aquí.

Se había detenido al otro lado de la habitación cerrada y parecía dispuesto a apartar a Amy a empellones para cerrar violentamente la puerta exterior. Mientras pudiese ver el pasillo, al menos podría recordarse que alguien podría llegar a casa en cualquier momento, y entonces no estaría a solas con su padre y su obcecación. A regañadientes se colocó a su lado, pero no pudo hacer nada más. Al ver que él señalaba el pestillo de la puerta, enterró los nudillos entre sus rodillas.

– Supéralo, por el amor de Dios -dijo él-. Solo es una puerta.

– Entonces ábrela tú.

No había dicho ni dos de estas palabras antes de desear no haberlas pensado siquiera. Su padre la fulminó con la mirada y entonces se lanzó hacia delante. Ella tenía miedo de que pretendiera coger una de sus manos y obligarla a girar el pestillo, pero en cambio lo hizo él mismo. Tras la alta puerta de madera reinaba el silencio… un silencio expectante. Mientas su padre giraba el picaporte y empujaba la puerta, un olor a muerte salió reptando de la habitación, y Amy se encogió y se apoyó en uno de los paneles del salón. Entonces jadeó y su padre se volvió y la miró con severidad.

– ¿Qué demonios pasa ahora?

No podía hablar… no podía moverse. El revés de su mano derecha había tocado la pared y no había sentido madera, sino ladrillo desnudo. Por eso había soltado un jadeo y se había apartado de la pared, pero esa no era la razón de que ahora estuviera paralizada. Las oscuras paredes de la habitación sin ventanas estaban desconchadas y manchadas de humedad, lo mismo que el rostro de la figura que había retrocedido y se encontraba bajo la bombilla apagada.

Era más alta que su padre y tan delgada como el hueso. A través de un desgarrón en los harapos que podían ser lo que quedaba de su piel, entrevió una abertura arrugada que sugería que había sido una mujer. Una masa que parecía compuesta tanto de telarañas como de cabellos colgaba de su cráneo marrón. Su ojo izquierdo resplandecía, o al menos lo hacía el contenido de la cuenca antes de que volviera la cabeza para mostrar el otro ojo. Incluso si la figura no podía ver a Amy, esta podía asegurar que era consciente de su presencia, porque su brazo derecho hizo un gesto para señalar su propio rostro.

El miembro era espantosamente largo. Uno de los dedos se agitó frente al agrietado entrecejo, acaso describiendo una cruz o un signo menos angular. Quizá Amy lo supiese cuando la cosa hablase, porque un objeto ennegrecido estaba empezando a sobresalir entre los dientes sin labios. Entonces la mandíbula se abrió y cayó sobre la nudosa garganta, en un remedo de risa o un chillido mudo y desesperado, y el objeto salió arrastrándose y se escabulló entre dos costillas de la criatura.

El padre de Amy estaba escudriñando su cara y musitando de descontento. De súbito, alzó la voz como si pretendiera penetrar alguna barrera existente entre ellos.

– No te molestes. No digas una sola palabra si te supone demasiado esfuerzo el hablar con tu propio padre. -Inspiró y Amy pensó que se había percatado del olor que emergía de la habitación, pero entonces vio que estaba respirando de nuevo. Ella trataba de proferir algún sonido, siquiera un grito, cuando él le dio la espalda e introdujo una mano en la habitación.

Estaba inclinado sobre el umbral de la puerta cuando la luz se encendió. Amy vio que la figura sin ojos, con la inmensa y consumida boca, levantaba su brazo imposible. Era más que un brazo, comprendió mientras la cosa blandía el desgarrado muñón a la altura de su codo. La mano que había al extremo de aquel miembro compuesto chocó con la bombilla y la luz se desvaneció en medio de un amortiguado tintineo de cristales. Las sombras inundaron la habitación como si las brillantes paredes las hubieran exudado, y la figura se escabulló hasta el rincón más alejado de la puerta. Al cabo de un instante había desaparecido por la pared que el apartamento compartía con su vecino, atravesando una puerta donde no debía haber umbral alguno.

El padre de Amy seguía asomado a la habitación. Sus hombros se habían estremecido y alzado, pero por lo demás no había hecho el menor movimiento. Ella no podía verle el rostro. Estaba preguntándose si debería tocarlo o recordarle de alguna otra manera su presencia (y lo histéricamente que podía reaccionar si lo hacía), cuando él dijo:

– Confío en que no vayas a hacer ningún numerito por esto.

Amy abrió los labios, que estaban rígidos e hinchados, pero incluso después de habérselos humedecido y frotado entre sí, solo fue capaz de decir una palabra:

– Por…

– Por la maldita luz que ha estallado. Registra la habitación si crees que hay algo que no has visto. Estoy dispuesto a acompañarte si lo deseas.

Amy no pudo pensar en una respuesta. Él había mirado directamente al interior de la habitación mientras la luz estaba encendida y no había visto la figura, no había visto aquella mano con medio brazo, ni aquel rostro parcial y vivo. Se sentía como si la incapacidad de su padre para percibir se hubiese aposentado en su mente para aplastar sus pensamientos. Cuando él se asomó un poco más, ella se encogió, pero solo estaba apagando el interruptor para cerrar la puerta. Se volvió hacia ella y la determinación se apoderó de su semblante.

– Prepárate para un pequeño paseo -dijo, mientras registraba su bolsillo-. Vamos a visitar todas las habitaciones a partir de aquí.

14. Visto desde fuera

La Biblioteca Central de Sheffield era la parte gris de una amplia extensión de niebla iluminada por el sol. Mientras Oswald salía del paso subterráneo que cruzaba bajo Arundel Gate, varias decenas de niñas pequeñas vestidas con uniformes casi igual de grises habían sido reunidas por dos monjas en el exterior de la biblioteca para que las sermoneara la más voluminosa de las dos. Autobuses de diferentes tamaños y colores discurrían retumbando sobre el túnel, que les prestaba su grave amplificación, de modo que Oswald se preguntó cómo era posible que aquella suave voz irlandesa se hiriese oír. Contaba con el respeto de las niñas, por supuesto, un respeto basado en la fe en Dios. Mientras las dos primeras niñas sujetaban las puertas para permitir que sus compañeras de clase entraran en fila de a dos y las monjas caminaban al unísono para controlar el paso de la comitiva, se dirigió hacia la oficina de Houseall, pensando y decidiendo. Solo había dado unos pocos pasos cuando una voz lo detuvo.

Acababa de pasar junto a una casa con un umbral cuyo arco remedaba un haz de llameantes rayos petrificados y cuyas ventanas estaban rodeadas por símbolos demasiado ocultistas para su gusto, entre ellos un sol con ocho rayos arácnidos. Había creído que alguien había dejado un saco de desperdicios a la entrada para que se los llevaran, pero ahora vio que no era el viento gélido lo que agitaba el fardo. El montón alzó una cabeza cubierta por un andrajo de lana negra y mostró un rostro que parecía resignado a su cabellera revuelta y descolorida y a su piel fofa, porosa y amarillenta.

– Atención comunitaria -repitió en una voz que era la única razón que permitía a Oswald suponer que era una mujer; asintió con un gesto de la cabeza que hizo temblar sus mejillas en dirección a la taza de plástico que descansaba junto a la manta con la que se cubría.

La mano de Oswald se introdujo en el bolsillo, donde uno de sus dedos se coló en la argolla que llevaba las llaves del piso inferior de Nazarill. Mientras se sacudía la argolla tuvo tiempo de reflexionar.

– Ese es el nombre de la organización para la que pide, ¿no?

Ella asintió de forma enérgica tres veces y luego sacudió la cabeza otras tres con no menos vigor. Hecho esto, enterró su velluda barbilla bajo la manta, desde la que sacó una mano de venas gruesas para señalar al otro lado del enlosado azotado por el viento.