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El viento lo apremió a doblar las esquinas que había hasta la casa con los símbolos secretos. La mujer de la manta había desaparecido, pero no tenía la menor dificultad en recordar sus ojos, fijos en sí mismos y resplandecientes con una pátina de miedo. Las revelaciones de Arkwright le habían dejado ansioso por ver a Amy, por asegurarse de que se encontraba bien o, por lo menos, de que no había empeorado. Se apresuró a cruzar el paso subterráneo, que ululó como un enorme búho de piedra mientras una ambulancia a la carrera detenía el tráfico, y subió al aparcamiento.

Para cuando hubo cruzado la barrera de salida, el tráfico discurría con la acostumbrada rapidez. Una vez que logró incorporarse a la corriente, esta lo llevó hasta el extremo de Sheffield. No tardó en divisar a las chicas con el uniforme rojo oscuro del que Amy tanto se quejaba. Mientras hacía virar el Austin para entrar en la calle lateral, las últimas recorrieron corriendo el patio para entrar en un edificio que parecía haberle prestado al uniforme su color. En vez de utilizar el aparcamiento del colegio, siguió conduciendo hasta que el muro lo ocultó del edificio.

No le preocupaba que Amy pudiera verlo, a pesar de todos los problemas que eso podía causar. Pero quería observarla antes de que ella supiera que estaba siendo observada. Paseó hasta el lugar en el que el muro daba paso a una verja, a través de la cual pudo ver cómo aparecía la directora en la clase de Amy y comenzaba a dirigirse a las niñas que se sentaban invisibles bajo las altas ventanas. El vendaval lo empujó hacia el patio al mismo tiempo que tiraba de su capucha.

La secretaria del colegio, una mujer de rostro alargado con una gran cabellera pelirroja apartada de su alta frente y recogida a la altura de su nuca, apareció en su ventana del vestíbulo decorado con paneles.

– Señor Priestley, ¿tan pronto de vuelta?

– No pueden librarse de mí, ¿eh?

– ¿Ocurre algo…?

– Quería tener una charla sobre los progresos religiosos de Amy. La última vez no tuve la oportunidad de hablar con la señora Kelly. ¿No está?

– Debe de estar en la sala de profesores. Al otro lado del pasillo de la oficina de la señorita Sadler. Ya conoce usted el camino.

Así era: pasaba junto a la clase de Amy. El sonido de un coro que ensayaba en el salón de actos flotó hasta él. Las voces, jóvenes y puras, entonaban «Majestuosa Gloria» mientras él pasaba junto a habitaciones llenas de niñas que trabajaban, con los rostros vueltos hacia sus profesores o posados en sus libros. La salida de incendios que había junto a la clase de Amy se cerró de un golpe a su espalda y tres pasos más le ofrecieron una visión de su aula a través del cristal que ocupaba la mitad de la puerta. La encontró al instante y sus entrañas se volvieron frías y vacías.

Estaba sentada en la segunda fila, con la cabeza inclinada sobre un libro de ejercicios… la cabeza sin casi rastro del pelo que a Heather tanto le gustaba cepillar. Entre sus compañeras de clase resultaba completamente inapropiada, como si acabara de llegar desde un lugar diferente. Mientras veía cómo recorría su bolígrafo la página a toda prisa, no pudo evitar preguntarse si no estaría fingiendo para la directora. Las puertas de incendios temblaron mientras el viento entraba en el edificio, y repentinamente tuvo miedo de que ella levantara la mirada hacia él… no miedo de que lo viera, sino de lo que vería él en sus ojos. Se pegó a la pared opuesta y se apartó de la puerta antes siquiera de que la profesora advirtiera su presencia.

La señora Kelly lo estaba observando desde la clase de al lado. Abrió la puerta de inmediato y alzó las cejas tanto como le era posible.

– ¿Puedo ayudarlo?

– Venía a verla. Siento no haber podido concertar una cita, pero me encontraba por la zona.

El rostro de ella no se había relajado todavía cuando por fin dijo:

– Usted es el padre de Amy Priestley.

– Confío en que eso sea un cumplido.

Aquel desesperado deseo era casi una plegaria, y ella no le prestó atención.

– Si no le importa cerrar la puerta -dijo mientras caminaba cojeando hasta la mesa, llena por completo con libros de ejercicios-, no nos molestarán.

Oswald cerró la puerta y se apoyó sobre la mesa, frente a ella. Emitió un crujido agudo y la señora Kelly la miró con el ceño fruncido, y luego a él.

– Puede sentarse si lo desea.

Oswald obedeció, sacando una pierna al pasillo que formaban las sillas. Después de observar sus esfuerzos por ponerse cómodo, la señora Kelly dijo:

– Si me permite decírselo, señor Priestley, parece usted preocupado.

Su voz resonó como un eco en la vacía sala. Él pensó que era capaz de atravesar las paredes, y habló en voz baja para hacérselo saber a ella.

– ¿Cree que debería estarlo?

– Francamente, sí.

Oswald descubrió, con asombro, lo profundamente que había deseado que ella no dijera eso… con asombro por su propia debilidad.

– Por favor, dígame lo que piensa -dijo, sintiéndose como un alumno no especialmente capaz pero sí muy cooperativo-. Quiero oírlo.

– Tengo la sensación de que usted piensa como yo, señor Priestley. Las niñas de esa edad necesitan una dirección firme y a nosotros nos ha sido encomendado proporcionársela.

– Lo mismo creo yo.

– Más aún cuando hay influencias poco saludables involucradas.

– ¿Se refiere usted a algo en particular? -dijo él, y al oírse de dio cuanta de que no parecía un estúpido, sino algo peor: deshonesto, renuente a admitir lo que sabía-. Ayer escuché el final de su conversación. Por eso estoy aquí, para averiguar lo que quería usted decir.

– Hubiera creído que usted lo sabría.

– Estoy seguro de que lo sé, pero oír a alguien más que sé preocupa por ella expresándolo con palabras…

– Le estaba diciendo a su hija que parece que algunos de sus intereses no son solo poco saludables, sino impíos. Me pregunto si sabe usted lo lejos que ha llegado esto.

– Se refiere a ese asunto del fantasma. Eso está solucionado. La llevé al lugar en el que aseguraba haberlo visto y le mostré que allí no había nada.

– Así que ella creía que lo había.

– En ese momento no lo dijo. Apenas tenía la mitad de su edad actual, ya sabe, la edad de los cuentos de hadas. Puede que lo soñase y creyera que lo recordaba, pero ahora ha visto con toda claridad que no podía haber sido así.

– Supongo que eso debe de tener cierta importancia.

– Pero usted no lo cree.

Oswald vio al instante que se había precipitado, pero aparentemente esa no era la causa de su desagrado.

– Me temo que pienso que, si fue capaz de llegar a pensarlo, es porque ya estaba hacía tiempo en el mal camino.

De nuevo, Oswald se encontró deseando que ella hubiera dicho otra cosa.

– ¿Y tiene usted alguna sugerencia? -dijo con una rudeza que estaba completamente dirigida a sí mismo.

– Voy a decirle algo ahora que he contado a muy poca gente.

– Vaya, gracias -dijo Oswald antes de preguntarse si la gratitud acabaría por ser apropiada para la ocasión-. ¿Qué es?

– Cuando yo tenía su edad -dijo la señora Kelly mientras alzaba las cejas para señalar a la clase que había tras él-, caí bajo el influjo de alguien poco recomendable. Un chico, para ser exactos.

Inseguro de la sorpresa que se esperaba que expresara, el señor Oswald asintió.

– Ajá.

– Y mis padres reaccionaron como ha hecho usted últimamente.

– Ah, ajá. ¿Cómo fue eso?

– Me encerraron en mi habitación hasta que juré sobre la Biblia que nunca volvería a acercarme a él.

– Sin duda, eso es una posibilidad.

Quizá la señora Kelly creyera que se estaba tomando su revelación demasiado a la ligera; frunció sus arrugados labios hasta arrebatarles virtualmente todo color.