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– Estaba pensando en las brujas -dijo Amy.

– Siga.

– Hacen que él vea cosas, ¿no? Se meten en su mente y entonces él empieza a no saber lo que es real y a actuar como un loco.

– Supongo que nos estamos refiriendo a las hermanas extrañas y a la manera en la que empujan a Macbeth hacia lo sobrenatural.

– A ellas, sí.

– Interesantes pensamientos, más apropiados para un asunto diferente, quizá la cuestión sobre lo mucho que algunos personajes utilizan la predestinación como excusa para lo que hacen.

Hasta que Amy había hablado no había sabido que estaba teniendo esos pensamientos, no representaban por completo lo que había estado imaginando. Alguna duda debía de haber escapado a su rostro, porque la profesora dijo: -¿No está de acuerdo?

– Lo recordaré si usted lo dice -Amy creía que esto era mostrarse suficientemente de acuerdo, pero la señorita Burd puso cara de no haber oído una respuesta. Todo lo que Amy podía decir ahora era la verdad.

– Sigo pensando sobre las brujas.

– No deje de compartirlo con el resto si cree que puede suponer una iluminación.

– No lo creo -dijo Amy, y vio que eso no bastaba-. Creo que antes las había donde yo vivo.

– Tengo la terrible sospecha de que no está hablando de iluminación.

– Acabo de enterarme -protestó Amy-. Las Brujas de Partington. Se supone que solían subir a la colina en la que yo vivo en este momento. ¿No ha oído hablar de ellas?

– Me complace bastante decir que no. Tiene poco que ver con mi área de…

Amy se sintió cercana al pánico que estaba tratando de mantener a raya. Por un instante, la oscuridad en la que había yacido despierta hasta que encendió la luz pareció haber entrado en el aula. Se levantó a medias de la trampa formada por su pupitre y su silla y miró a su alrededor.

– ¿Y el resto de vosotras?

La mayoría de sus compañeras de clase sacudieron las cabezas y le ofrecieron toda clase de variedades de sonrisa, algunas de ellas divertidas y otras no tanto. El silencio se prolongó hasta que la señorita Burd se aclaró la garganta con un tono que era como el raspar de una tiza contra la pizarra.

– Señorita Priestley.

Amy volvió a sentarse.

– Lo siento -murmuró.

– Estaba a punto de decirle que la persona más apropiada a la que consultar sobre ese asunto es posiblemente el señor Berrystone.

– Supongo que sí.

– De modo que si está usted contenta con eso, quizá podamos regresar a nuestro tema del día.

Amy no sabía cómo hubiera podido sentirse menos contenta, entre otras razones porque el profesor de Historia era el que más le desagradaba. Inclinó la cabeza sobre el cuaderno para ocultar sus sentimientos y, cuando no pudo pensar en nada más que escribir, empezó a alargar todas las eses. La puerta de la clase contigua se cerró de un portazo y una ráfaga de viento la tocó, como si el secreto y pétreo frío de Nazarill hubiese venido a buscarla. La noche, demasiado cercana en cualquier caso, se agazapaba muy cerca. Tenía que descubrir todo lo que pudiera, con la esperanza de encontrar algo que incluso su padre tuviera que advertir, de modo que al finalizar la clase de Inglés salió a buscar al profesor de Historia.

Este se encontraba en el patio del colegio, vigilando a las niñas. Su expresión, que sugería que estaba contemplando un espectáculo puesto en escena para su beneficio, estuvo a punto de hacerla volver por donde había venido. Mientras la veía acercarse muy despacio, él sacó una mano del bolsillo de su chaqueta de ante verde y apoyó un dedo contra su barba, lo que afiló todavía más su pequeño y pulcro rostro.

– Sí -dijo en el tono que utilizaría para responder a una oferta que, acaso solo en las actuales circunstancias, resultaba aceptable-. Sí.

Amy se abrazó el pecho mientras el viento azotaba las solapas de su chaqueta.

– La señorita Burd me ha dicho que hable con usted.

– Y aquí estás -dijo él recalcando lo evidente, uno de sus rasgos que más desagradaba a Amy-. Supongo que te dijo por qué.

– Estábamos hablando en clase y ella dijo que usted era la persona apropiada para preguntarle.

– Como suele ocurrir -dijo él, divertido-. ¿Sobre?

La concisión seca de la palabra sugirió que se tomaría la pregunta con condescendencia, y solo la desesperación hizo que Amy dijera:

– Unas brujas que se supone que había por aquí. Las Brujas de Partington.

– Ese es tu territorio, ¿no? De ahí es de donde vienes.

– Partington.

– Un refugio acogedor -asintió él, y se rascó la barba mientras el viento la hacía erizarse-. Bueno, mi querida colega tenía razón. Algo sé sobre ellas.

– ¿Qué?

– Todo cuanto se sabe, me atrevería a decir. Amy guardó silencio, sospechando que eso era el preámbulo a un chiste malo y, por tanto, insoportable. Por fin, dijo: -¿Que es…?

– Trece mujeres con las que a los habitantes de tu pueblo, cuando era la mitad de grande que ahora, no les gustaba encontrarse después de que oscureciera, especialmente en determinadas noches del año.

– ¿Por qué? ¿Qué es lo que hacían?

– Algunas de ellas, probablemente nada más que preparar viejos remedios. Pero otras tenían la reputación de conseguir que cualquiera que se cruzara con ellas enfermara con solo una mirada. En cuanto a lo que hacían cuando se reunían todas, bien, ¿quién puede saberlo? Si los aldeanos les tenían tanto miedo, nadie se hubiese atrevido a espiarlas, ¿no crees?

Eso le pareció muy lógico a Amy, pero resultaba de poca ayuda.

– Entonces, ¿qué les pasó? A las brujas…

– Poca cosa, para las costumbres de la época. Puede que una o dos fueran colgadas de un árbol conveniente y el resto pareció haber comprendido el mensaje y se asustó. Debes tener en cuenta que todo esto ocurrió supuestamente después de que las cazas de brujas oficiales hubieran terminado, y algo más parecido a la cordura se estuviera poniendo de moda de puntillas.

De pronto, se hizo evidente para ella que la emoción que el profesor experimentaba mientras pasaba revista a la historia o al presente era una resignación que le permitía mantener a raya a la desesperación. Ese descubrimiento no hizo que se sintiera mejor.

– Eso no puede ser todo -protestó-. Alguien debe de saber más.

– Estás asumiendo que hay algo más que saber, y no menos.

– ¿Cómo puede haber menos?

– Puede que tus brujas nunca existieran. Yo solo sé de ellas gracias a una abuela que apenas sabía lo que estaba diciendo. Quizá no era más que una historia de miedo para asustar a los niños, la clase de cuento que, según he oído, se te da bien.

Sus palabras le trajeron a Nazarill. Igualmente podría haber estado de nuevo allí, siguiendo a su padre por las habitaciones del piso de abajo, aterrada por la posibilidad de ver algo más y al mismo tiempo ansiosa de encontrarse con alguna visión que él no pudiese negar. En una ocasión había oído una serie de jadeos trabajosos tras una puerta que él estaba a punto de abrir, ruidos que sugerían una garganta tratando de aclararse. En otra ocasión, su padre y ella habían sido precedidos en un apartamento por el sonido del arrastrar de unos pies que había ido cambiando, haciéndola pensar que, a cada paso que daba, los pies se convertían un poco más en hueso. Estaba segura de que su padre no oía nada de eso, ni tampoco el ruido hecho por algo al escabullirse sobre varios miembros mientras encendían la luz de un cuarto, algo que huía como una araña por una salida donde no había ninguna visible. Por el momento los habitantes de Nazarill se estaban ocultando, de modo que, hacia el fin de su obligado recorrido, tanta cólera y frustración se habían mezclado con su miedo que su sarcasmo no había sonado diferente de la verdad al decir que no había visto nada, oh no, nada ni remotamente capaz de asustarla. Había querido que su padre advirtiera lo poco sinceras que eran sus palabras, pero no había tenido en cuenta lo mucho que necesitaba él creer que no era así.