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Y ahora el señor Berrystone se había erigido a sí mismo en portavoz de su padre… y de casi todos a los que ella conocía.

– Ten cuidado -le dijo-. O acabarás por asustarte a ti misma.

En vez de responderle como creía que se merecía, se volvió rápidamente para marcharse, cuando él dijo:

– Antes de que vuelvas con tus compañeras, algo como gracias, señor Berrystone, por devanarse un poco los sesos, no estaría del todo de más.

«¿Es eso lo que ha hecho?», estaba ella a punto de replicar, cuando vio en sus ojos que era así.

– Gracias por haberme contado lo que sabe -dijo, pero la sinceridad que pretendía infundir a sus palabras se vio abrumada por la comprensión de que, ahora que no podía dejar de recordar la pasada noche, la perspectiva de regresar a casa resultaba insoportable.

Vagó por el abarrotado patio que azotaba el viento hasta que vio a una amiga que posiblemente podría ayudarla.

– Lorna, ¿tu hermana Cathy ha vuelto ya a la universidad?

– Se fue el lunes. El baño vuelve a ser mío por completo.

– Su habitación está libre.

– Hasta Pascua. Puedes venir cuando quieras.

– ¿Qué tal esta noche?

– Supongo que no les importará. No tendría por qué, ¿verdad? ¿Y tu padre? ¿Por qué quieres venir?

– Solo es una cosilla que tengo que solucionar -dijo Amy con vacilación, al mismo tiempo que se preguntaba cómo iba a solucionarlo cuando al día siguiente tuviera que ir a casa. Tenía tiempo suficiente para decidirlo hasta que llegara el día siguiente, pensó, solo tenía que dedicar la tarde a ello. Al menos las clases habían terminado, y de camino a casa de Lorna se detuvo en una cabina de teléfono para llamar por si su padre había regresado ya.

El timbre del teléfono empezó a latir como si el corazón de Nazarill estuviera cobrando vida, y de pronto tuvo la horripilante idea de que no sería su padre el que contestara. Entonces su voz dijo:

– Priestley.

– Papá -dijo, con más calidez de la que había sentido en mucho tiempo.

– Sí, Amy. ¿Qué quieres?

Amy apoyó una rodilla contra la puerta, que ya había cerrado firmemente para protegerse del viento, de modo que Lorna no la oyera mentir.

– Una de mis amigas quiere que me quede en su casa esta noche para que podamos hacer los deberes juntas.

– No creo que sea buena idea. Dile a tu amiga que venga a casa contigo.

Para empezar, su tono no había sido especialmente amistoso, y ahora era tan frío y cortante como el viento que se colaba por debajo de la puerta.

– Pero vive aquí, en Sheffield -dijo Amy, tiritando.

– Razón de más para no quedarte con ella. Vuelve a casa ya, por favor. La cena te estará esperando, y yo también -dijo él, y la dejó en compañía de un zumbido vacío que se mezcló con el gemido del viento alrededor de la cabina.

La esperaría algo más de lo que él creía. No tenía que volver a casa solo porque él lo dijera; no podría encontrarla hasta que volviera al colegio. Cerró su monedero con brusquedad, lo dejó caer dentro del bolso, que descansaba sobre la repisa metálica del teléfono, y entonces aspiró profundamente, lo que hizo que le dolieran los dientes. Volvió a abrir su bolso: se había dejado la Biblia en su cuarto.

Se había aferrado a ella durante la peor parte de la noche, sin saber si pretendía registrar sus márgenes en busca de una explicación o sostenerla como un escudo frente a lo que quisiera que pudiese estar avanzando a través de la oscuridad de Nazarill. Finalmente, en mitad de uno de los inquietos y ligeros sueños en los que no había podido impedir sumirse, el libro se había deslizado hasta el suelo y era de presumir que allí siguiera todavía.

Se sintió como si se hubiera gastado una broma pesada a sí misma, o como si Nazarill lo hubiera hecho. Lo que había escrito en los márgenes era una evidencia que no podía arriesgarse a dejar en Nazarill, a pesar de que no supiese qué peligro podía suponer. Al menos, si su padre la estaba esperando no estaría sola cuando llegara a casa. Se colgó el bolso bajo el brazo y abrió la temblorosa puerta.

– Has estado un buen rato -se quejó Lorna, mientras se apartaba el pelo color rojo ladrillo con las yemas de los dedos del rostro pecoso-. Vamos a correr. Escucha cómo castañetean mis dientes.

– Lo siento por ellos -dijo Amy mientras su amiga se lo mostraba-. Y lo siento, pero no voy a poder ir, después de todo.

– ¿Por qué no?

Una mentira inofensiva resultaba menos complicada que la verdad.

– Mi padre no se encuentra bien. No puedo dejarlo solo.

– Entonces te veo el lunes -dijo Lorna, que se marchó corriendo.

Amy se volvió justo a tiempo para ver cómo paraba el autobús, detenido por Bettina o Deborah o Zoé, todas las cuales estaban mostrando sus tarjetas de transporte al conductor. El siguiente no pasaría hasta dentro de una hora, como mínimo. Sacó el rectángulo laminado que contenía la suya desde el pasado año, un espécimen enjaulado, y las puertas se cerraron con un aleteo. Lanzó una mirada feroz y de soslayo a las tres chicas que se encontraban en los asientos traseros, antes de sentarse de espaldas y en diagonal con el conductor.

El autobús se puso en marcha con una sacudida y empezó a avanzar trabajosamente por la autopista que recorría el páramo. Muy pronto, Amy no pudo seguir ignorando la visión de Nazarill, cerniéndose sobre el pueblo. Pasaron diez minutos y la casa se escondió tras los edificios para esperarla mientras el vehículo entraba en Partington.

– Ya estamos aquí -advirtió Deborah a Amy mientras un viento frío como la piedra abría las puertas, y entonces Zoé dijo, más ansiosa por ayudar si cabe.

– En casa.

El viento arrastró las risillas y algunas de las palabras del trío tras Amy mientras subía por Vista del Coto. Casi un vendaval, que la hacía imaginar que Nazarill estaba inhalando con un hálito inhumanamente gélido y prolongado para arrastrarla hasta ella. Bajo un cielo lleno de mezquinas tinieblas, la avenida semejaba, un corredor cuyo techo era inestable a causa de la humedad. Al final del mismo, la pálida masa de Nazarill abría por la fuerza el espado que existía entre las demás casas con cada paso involuntario que ella daba. Vio su destino esperándola en su jaula de verjas y recordó el día que su padre le había hecho mirar por las ventanillas; se dio cuenta, para su consternación, de que prefería aquel recuerdo. Al menos en aquel momento nadie había ayudado al lugar a fingir que no era tal como ella lo había visto, vado y desvencijado, y al mismo tiempo lleno de vida secreta.

Borró todo lo demás de su visión mientras el vendaval la empujaba hacia Nazareth Row. Mientras entraba tambaleándose en la avenida, parte de la verja tembló, y luego otra, como si estuviera ansiosa por confinarla dentro de la jaula de aquellos barrotes. Bajo el cielo cada vez más sombrío, la fachada parecía trepidar con la inminencia de su propia luz, que de pronto saltó sobre ella, borrando su sombra de la gravilla. Vio cómo las ventanas del piso inferior se entornaban contra aquel brillo, para poder vigilarla mejor. El serrín había empezado a bailar dando vueltas y vueltas en la franja de terreno donde antaño se encontrara el roble. Trozos de corteza se pusieron en pie y raptaron sobre la hierba, y ella supo al instante que, si de hecho alguna bruja había sido ahorcada en Partington, lo habría sido en aquel árbol. Quizá habían bailado a su alrededor mientras todavía estaban con vida… quizá no solo entonces. Mientras estos pensamientos e impresiones, no más controlados que el serrín sacudido por el viento, hervían en su cabeza, la ventolera la empujó hacia los escalones de Nazarill.

Por fin la lívida piedra se cerró sobre ella e invadió los extremos de su visión, y entonces las puertas de cristal le mostraron el pasillo tenuemente iluminado que fingía que el primer piso estaba desierto. Sus dedos, helados y temblorosos, registraron a tientas su bolso, pero dejaron las llaves donde estaban. Si era admitida en Nazarill antes de entrar por su propia voluntad, se sentiría un poco menos sola. Apretó el puño para contener el temblor y tocó el timbre.