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– Lo hubiera llamado desde Sheffield. Él hubiera venido a verme y si no, no me importa -ahora eran sus propias palabras las que la ahogaban-. No voy a cenar, ya te lo he dicho. Estaré en mi habitación.

– Para limpiarla, confío.

– Leyendo.

– ¿Puedo sabe el qué?

– ¿Que te parece un libro?

– Eso depende de su naturaleza -su voz se había vuelto tan fría y afilada como había sido a través del intercomunicador. Su mirada trató de inmovilizarla, pero ella abrió la puerta de un empujón y encendió la luz.

– Te informaré cuando la cena esté preparada, por si cambias de opinión -dijo.

La única respuesta de Amy fue cerrar la puerta. Se quitó el uniforme y lo dejó tirado sobre sus deberes, sintiendo que el caos de la habitación era una especie de defensa, una especie de afirmación de su yo. Se puso sus vaqueros más rotos y la camiseta de Nubes como Sueños, que mostraba una versión más suave del mismo retrato del póster; rescató su cuaderno de notas del montón. Después de recoger la Biblia junto con el lápiz que descansaba sobre ella en la moqueta, se sentó en la cama. Iba a leer lo que había escrito en los márgenes, por mucho que hacerlo le provocase dolor de cabeza.

«…y, sin embargo, utilizar las palabras de Dios como escondite para las mías hasta que llegue el día en que hayan de ser leídas me permite compararme en mis propios pensamientos con uno de estos miserables, cosa que no soy».

Con esto, Amy dio por fin por terminada la página. Mientras escribía apresuradamente en su cuaderno, se sentía entregada a una carrera entre su comprensión y lo que quería que estuviera a punto de ocurrir en Nazarill. Al menos por el momento sentía la cabeza clara y no constreñida, y había empezado a leer las siguientes palabras cuando la voz de su padre sonó al otro lado de la puerta:

– ¿Recuerdas esto, Amy? Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Antes te gustaba tanto como a tu madre. Solías bailar con esta música para ella.

Debía de tener el mando a distancia en las manos porque la música empezó al punto. Había sido la banda sonora de demasiados anuncios y películas.

– Voy a escucharla mientras ceno -dijo su padre.

– Yo no -Amy se estaba preguntando si habría sido compuesta hacia la época en que habían sido escritas las palabras de los márgenes. La idea de que su anónimo autor hubiera podido escuchar la brillante y animada música mientras las escribía la perturbó pero, ¿y si la ayudaba a comprender? Sujetó la Biblia con tanta fuerza que pudo oler el moho del papel, y la volvió de lado.

«Debo rogar que Dios me comprenda. Suplicaré su perdón y que me devuelva a mi habitación, donde mis posesiones tornan el mundo pequeño. Piadoso Dios, permite que Sus VVELKIN desaparezcan de mi vista para que mi cabeza no estalle. Ahora debo volverme llano y conciso para aprovechar el espacio que Dios me ha concedido en Su margen».

Un escándalo de cubiertos y platos se había unido a la danza de la música en el aire. Su padre estaba haciendo todo el ruido que podía; puede incluso que estuviese abanicando un aroma vegetariano hacia su puerta. Tragó saliva y dio la vuelta a la Biblia invertida.

«Enfermo todo un día. Gracias a Dios, he encontrado un espacio entre los ladrillos para esconder el lápiz. Ayer, al oír que Clay se aproximaba, no di con otra solución que metérmelo en la boca mientras él se asomaba. ¡Dios me concedió la enfermedad para salvarme de sus purgas!

Estas palabras estaban precedidas por una cruz y seguidas por otra: la manera que tenía el autor de separar las anotaciones, advirtió Amy. El cuerpo inferior de la primera cruz era ligeramente más pequeño que el de la segunda. Omitió las cruces de su copia e inició un nuevo párrafo.

«Me visten y me permiten salir al exterior. Al principio pensé que era un nuevo tormento ideado por mis carceleros… que Dios me ayude, los temo más que a los miserables entre los cuales me cuento. Pero me conducen bajo la sombra del gran roble, cuyo follaje estival enmascara el empíreo. Allí puedo sentarme durante horas, con este o aquel guardia, porque solo a mí, entre todas las mujeres, me dejan libre. Por ventura, esta parodia de libertad que Clay me concede no es más que mi recompensa por revelarle la Plegaria del Señor, la prueba de fe que Hopkins pide a aquellas a quienes ha cazado, pero rezo por que esta concesión signifique la inminencia de la llegada de aquel a quien debo probar que he sido injustamente juzgada entre los descarriados».

Este párrafo ocupaba los márgenes de tres páginas y terminaba con una cruz cuyo cuerpo superior era ligeramente mayor que el inferior. La última palabra preocupó a Amy más que el resto por alguna razón. No se había dado cuenta del mucho tiempo que había invertido dándole vueltas y transcribiendo el pasaje hasta que escuchó cómo entraba su padre en la cocina, hacía ruido con los cacharros y luego lo amortiguaba con agua. La música calló en mitad de una frase y al instante llamó a su puerta.

– Voy a hablar con algunos clientes.

Amy se levantó de la cama y caminó a trancas y barrancas, utilizando lo mejor que podía los entumecidos bultos que eran sus pies recién despiertos, para abrir la puerta.

– ¿Quieres decir que vas a salir?

Tanto él como los ojos saltones de la pared la miraron fijamente.

– ¿Por qué? ¿Quieres que lo haga?

– No importa.

– ¿Me estás pidiendo que me quede?

Ella no podía admitirlo del todo, no hasta que estuviera completamente segura de lo que tenía entre las manos para mostrárselo, para que él lo leyera.

– Te pregunto qué vas a hacer, eso es todo.

– Estoy diciendo que quiero hablar con gente sin tener que competir con el ruido de tu habitación, o de cualquier otra parte de la casa, ya que estamos.

– Pues habla. No estaré escuchando.

– Eso será una bendición -dijo él, presumiblemente tras haber deducido que se refería a estar escuchando música, y miró detrás de ella. Algo en sus ojos pareció apagarse hasta recordarle a Amy los ojos que había bajo el espejo-. ¿Puedo saber lo que vas a estar haciendo?

– Leyendo. Escribiendo.

– Eso ya lo veo. ¿El qué, si puede saberse?

– Cosas del colegio -más tarde tendría que retractarse de esa mentira… confiaba en tener que hacerlo-. Para Religión. Para la señora Kelly -dijo.

– Esa buena señora -por un momento pareció que iba a decir mucho más. Entonces, la falta de expresión se extendió desde sus ojos y murmuró mientras se volvía-. Debemos hacer lo que se requiere de nosotros.

No tenía del todo claro cómo la incluían estas palabras a ella. Él sacudió la cabeza sobre el hombro, con tal violencia que Amy podría haber imaginado que estaba imitando a un ahorcado, y la miró fijamente durante el tiempo que tardó en decir:

– Para variar, no te hará daño quedarte un poco en casa.

Eso sirvió para recordarle no solo lo poco que él comprendía, sino también que era viernes y que normalmente estaría celebrando la llegada del fin de semana. La lectura de los márgenes de la Biblia le había borrado la idea de la cabeza. Cerró la puerta y pateó el suelo varias veces para revivir sus pies mientras regresaba a la cama. Le costó recuperar su concentración, entre otras razones porque se sentía como si sus pies, hinchados y plomizos, estuviesen encadenados a la cama. Movió los dedos hasta que la sensación de tenerlos atravesados por agujas se fue haciendo menos difícil de soportar. Por fin, al cabo de un buen rato, acabó por desaparecer y entonces volvió su atención a la escritura, ahora más grande y descuidada, que seguía a la cruz anterior.

«Una de mis compañeras de sufrimiento se ha dirigido a mí. A menudo escucho sus gritos mientras las sangran o apalean o llevan al baño por sorpresa, pero nunca hasta ahora había visto la cara de una sola de estas pobres desgraciadas. Debe de conservar en su interior algo de fuerza que ha logrado ocultar a nuestros torturadores, porque esta noche logró arrastrarse hasta el límite de sus grilletes, y eso sin atraer la atención de mi centinela. Asomó su cabeza, esquilada como la mía, por la reja de la ventana, mientras sus ojos y sus sangrantes labios pronunciaban palabras que la prudencia le impedía decir en alta voz. Es Alice, hija de Hepzibah Keene».