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Una mayúscula mostraba que la escritora se había interrumpido a sí misma.

«El fuego está en mi puerta. Al menos Clay no podrá deleitarse con mi muerte, porque las llamas han demostrado ser más grandes que él. Los Clay han ardido como el forraje y ahora el Infierno consume su refugio. ¿Es que Alice y las demás encontraron el poder para volver las llamas contra nuestros torturadores? ¡Ojala el humo me ahogue antes de que me alcancen!

La escritora había hecho una última marca en la página siguiente, que contenía los versos primeros de Mateo. Era una cruz desafiantemente invertida, trazada de forma tan salvaje que el lápiz se había hundido profundamente en las páginas sucesivas, y tan ancha en su perfil que la barra vertical podría haber sido usada como nicho para el propio lápiz. No obstante, no había ningún lápiz allí. Quizá, pensó Amy, se hubiera caído cuando la escritora había arrojado la Biblia por la ventana, si es que era eso lo que había hecho. Apenas era consciente de lo que estaba pensando. Dejó el cuaderno sobre el edredón, la Biblia encima de él, y levantó la cabeza. La jaqueca que había estado esperando a ese momento explotó al instante.

Se levantó muy cuidadosamente y caminó tambaleándose hasta la puerta, desde donde cruzó el salón para recoger su bolso. Cuando logró localizar las pastillas que Beth Griffin le había recetado, descubrió que solo quedaban dos en el pequeño bote de plástico. Tendría que bastarle con eso hasta que llegase la mañana. Era más de medianoche, y en algún momento su padre se había marchado a su cuarto. Chupó las diminutas pastillas de hierbas mientras se dirigía a trancas y barrancas al cuarto de baño, y se las tragó antes de lavarse los dientes. Ahora lo único que quería era cerrar los ojos; en su cabeza no había sitio siquiera para el miedo. Sin embargo, perdió algo de tiempo colocando el lápiz en el nicho de la Biblia y luego guardó esta en la carpeta, bajo su almohada. Entonces apagó la luz y dejó que sus párpados se abrieran a la oscuridad, que le dio la bienvenida como una vieja amiga y la guió hacia la última noche de sueño tranquilo de su vida.

16. El pasado decide

Mientras Amy estaba inclinada sobre su Biblia, Oswald hablaba por teléfono, pero no tardó en descubrir que no le quedaban más llamadas por hacer.

– Si hay cualquier cosa que pueda hacer por usted, señora Kay -se encontró diciendo al cabo de no mucho rato- cualquier cosa que se le ocurra. Su casa o su coche o sus hijos o su edad. Nunca se está demasiado seguro. Si está usted absolutamente convencida de que no hay nada… -ya sabía que era así; no porque se lo dijera una voz, o ni siquiera un tono de llamada ahora que había apagado el aparato para acallar la voz mecánica que lo exhortaba a colgar y volver a marcar. Aparte de sí mismo, todo lo que podía oír era una serie de ruidos eléctricos monótonamente estridentes que no se diferenciaban demasiado de un incomprensible mensaje en Morse, y ya no sabía por qué estaba fingiendo que mantenía una conversación-. La señorita Kay sería más apropiada -musitó mientras su mueca trataba de convertirse en una sonrisa.

No tenía razones para sentirse divertido, y su ingenio solo lo disgustaba. El ingenio no era lo que se necesitaba aquí, sino el pensamiento frío y racional. Colgó el receptor y se obligó a volver a sentarse. Por mucho que quisiera irrumpir en la habitación de Amy, no tenía sentido hacerlo hasta que supiera cómo tratar con ella y su comportamiento.

Había descubierto la prueba cuando ella intentara persuadirlo de que la dejara quedarse en Sheffield aquella noche. Su llamada había revelado que no estaba tan resignada a vivir en Nazarill como quería hacerle creer. Mientras esperaba su regreso había mirado en su habitación por si contenía algo que pudiera sugerirle un medio para llegar hasta ella, y al instante había reparado en la Biblia que había junto a la cama… De hecho, en medio del desorden reinante, había sido el único objeto en el que había podido concentrar su atención. Pero cuando había vuelto las primeras páginas había lanzado un gemido y una plegaria a Dios.

Amy había llenando los márgenes con una serie de disparates garabateados con una letra que ni siquiera se parecía a la suya. Había podido distinguir ciertas palabras: amigos, carceleros, libros, padre… más que suficientes para demostrarle que su problema era mucho más grave de lo que él se atrevía a admitir. Había estado dispuesto a enfrentarla con el impío galimatías en cuanto ella llegara a casa. ¿Había sido otra falta de coraje lo que lo había impelido a dejar el libro tal y como lo había encontrado después de permitirla entrar en Nazarill? Ahora debía de estar escribiendo en la intimidad de su habitación, una visión de la que se apartaron sus pensamientos en busca de las ocasiones en las que debería haber sabido que algo andaba mal con ella. Casi al instante los recuerdos se detuvieron, como si Nazarill hubiera tirado de sus riendas. Había sido en aquel lugar en el que por vez primera había trastornado a su madre.

Ella debería haber sabido que no iba a tirarla por la ventana. Solo la estaba levantando para que pudiera ver, como hacen siempre los padres con sus hijos, y hubiera sabido que no había peligro alguno de haber sido una niña normal. Por el contrario, se había comportado como si él no la hubiera rescatado. Ahora veía la verdad. Su hija disfrutaba secretamente creyendo cosas que decía temer.

Incluso si se hubiera dado cuenta en aquel momento, no podría habérselo dicho a Heather, que ya había sufrido suficiente angustia.

– Estará bien, ¿no crees? -decía una vez tras otra para tranquilizarse a sí misma después de que hubieran metido a Amy en la cama-. ¿Crees que debemos llevarla al médico?

Esto había sido más una plegaria que una pregunta, que había repetido como si los remordimientos la llevasen a su boca. La situación no había sido culpa de ella, pensaba Oswald con furia, pero quizá ella había continuado culpándose a pesar de todos sus esfuerzos por confortarla; quizá, en las más siniestras profundidades de su corazón, ella había decidido que, dada su herencia, nunca hubiera debido tener un hijo. ¿Y si había sido la preocupación por Amy lo que la había distraído la noche de la niebla que la llevó a la muerte? No cabía duda de que, de no haber sido por Amy, él habría estado con Heather al final.

Quizá era injusto hacer responsable a una niña de esa edad, pero él sentía sin la menor duda que estaba justificado hacerlo a la edad que ahora tenía. Ni siquiera estaba fingiendo; se comportaba como un niño pequeño y destructivo. Puede que no estuviera tan dispuesta a destruir la reputación de su casa si pasara más tiempo en ella, y al menos eso la pondría fuera del alcance de la tentación de hacer solo Dios sabía qué daño a su mente. Esa mente era su responsabilidad, así que tenía que salvarla mientras estuviera a tiempo, si es que no era ya demasiado tarde.

– No puede serlo -dijo en voz alta-. Por favor, haré lo que sea. Solo muéstrame lo que debe hacerse -escuchó cómo se extendía su voz en todas direcciones y sintió como si las mismas habitaciones que lo rodeaban suspiraran para responderle… casi todas las habitaciones. El recuerdo del desorden del cuarto de Amy hizo que su piel se le antojara tan sucia e infestada de alimañas como una polvorienta telaraña en un rincón oscuro, sensación que parecía diseñada para distraerlo de sus plegarias, de modo que se levantó de la silla bruscamente, musitando:

«Vete».

Mientras se frotaba las manos y los brazos y el torso con fuerza suficiente para hacer que le dolieran, lanzó al bolso de Amy una mirada conspirativa antes de meterse a toda prisa en su habitación.

Cerró la puerta y, sin encender las luces, cayó pesadamente de rodillas junto a la cama. Se cogió los doloridos nudillos con los doloridos dedos y apretó hasta que sintió en ellos los latidos de su corazón, pero Amy y su miedo por ella parecían estar impidiéndole rezar. Finalmente logró concentrarse en las palabras clave que, como asideros, lo ayudaron a atravesar la tensa oscuridad. Padre. Cielo. Reino. Se hará. Pecar contra nosotros. Tentación. Mal.