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– Amén -dijo, y empezó de nuevo inmediatamente.

Cada vez que llegaba a este punto, la palabra sonaba con más fuerza en su boca y cada vez era más una aceptación del curso que había decidido tomar. Una vez que su determinación fue absoluta, imposible de revertir por causa alguna, se incorporó

de sus doloridas rodillas y se dirigió al cuarto de baño para limpiarse por dentro y por fuera.

– Uno nunca está demasiado limpio -dijo, al tiempo que compartía una sonrisa con su reflejo en el espejo. Entonces recordó el cuarto de Amy y su rostro se puso tenso, y vio cómo se fruncían sus labios un segundo antes de notar cómo se encontraban. Apagó la luz y contempló aquel reflejo vidrioso de sí mismo en la oscuridad. Cuando le hubo transmitido toda su implacabilidad, regresó a su dormitorio. Se puso el pijama, cuyas rayas le recordaban siempre a un convicto y a un hombre de negocios, y, después de haber deslizado las llaves bajo la almohada, se metió en la cama.

No estaba en modo alguno dormido, si bien sus pensamientos habían al menos empezado a fundirse en una neblina aturdida, cuando oyó que Amy salía de su cuarto. Incluso después de advertir que iba al baño, fue incapaz de relajarse. Escuchó atentamente hasta que ella hubo acabado, y entonces aguzó el oído para asegurarse de que no había cerrado simplemente la puerta de su cuarto como preámbulo a una correría por la casa. Gracias a Dios, había vuelto a su habitación. Sin la menor duda, más tarde o más temprano habría un enfrentamiento, pero estaba contento de que no fuera ahora, antes de que hubiera tenido la oportunidad de dormir. Pudo conciliar el sueño con la seguridad de que ella no podría ir a ninguna parte, ahora que la cerradura de muesca del pasillo exterior estaba cerrada con la llave que había encontrado en el bolso de su hija, y que ahora descansaba a salvo bajo su almohada.

17. Una desgracia pública

Amy estuvo completamente despierta en cuanto abrió los ojos. Recordaba todo cuanto había descifrado y ahora lo comprendía. Tenía que contárselo a alguien, todavía no a su padre. Alguien que no fuera tan difícil de persuadir. Levantó la mano hacia donde sabía que se encontraba el cable de la luz, la cerró alrededor del tirador de plástico y tiró. La luz hizo que el caos de su habitación cobrara vida, una visión que en aquel momento resultaba irrelevante, pero que revivía la amenaza del dolor de cabeza de la pasada noche. Mientras se incorporaba y apartaba de una patada el enmarañado edredón, sintió en el interior del cráneo el mismo dolor que palpitaba detrás de sus ojos. Beth tendría que darle más pastillas, pero primero tenía que hablar. Se frotó los fríos pies y luego dejó que cada una de sus manos se ocupase de la otra mientras ella saltaba de una franja de moqueta visible a la siguiente. Abrió la puerta y se encontró de cara con su padre.

Estaba sentado en una silla de comedor, en el umbral de su dormitorio. Tenía las manos unidas en el regazo pero, mientras ella miraba, sus dedos soltaron los nudillos, se alzaron y se extendieron en su dirección como los zarcillos de una planta con ambiciones animales. Varias repeticiones de una sonrisa momentánea que parecía expresar (o por lo menos fingía expresar) sorpresa alzaron las comisuras de sus labios y luego las dejaron caer. Su mirada era tan firme en su resignación que igualmente podría haber estado vacía.

– Esto no es propio de ti -dijo.

Amy se acercó furtivamente a la placa que sostenía el teléfono.

– ¿El qué?

– Estar levantada un sábado antes del mediodía. ¿Has dormido mal?

– No, perfectamente. ¿Y tú? -replicó Amy porque él parecía llevar varias horas con el traje que se había puesto. A su lado descansaba una taza de café intacta, cuya superficie estaba manchada de nata. Puso los ojos en blanco, casi tanto como ésta, antes de decir:

– El sueño de los justos.

Ella no sabía si se estaba refiriendo al suyo o haciendo un comentario solapado con respecto al de ella. Estaba a punto de descolgar el teléfono cuando le preguntó:

– ¿Puedo saber cuáles son tus planes para hoy?

Podría haberle dicho que utilizar el teléfono, pero no pudo evitar reaccionar.

– Hacerme mayor, comprarme un coche y vivir en mi propio apartamento cuando vaya a la universidad.

– Trata de ceñirte a los próximos minutos.

– Telefonear a Rob.

– ¿No crees que podrías molestarlo?

– Si no está despierto se levantará para mí -dijo Amy, con la mirada puesta en el día que había al otro lado de la ventana; Tenue como era, la luz del exterior parecía una promesa de liberación de Nazarill-. Tampoco es tan temprano -le dijo a su padre. Descolgó el aparato y marcó el número de Rob.

Dos pares de llamadas y la primera sílaba de la tercera bastaron para proporcionarle una respuesta.

– ¿Sí?

– ¿Rob?

– No se ha levantado todavía. De hecho, creo haber oído

cómo se iba a dormir. ¿Eres tú, Amy?

– Hola, señor Hayward. ¿Podría decirle a Rob…?

– Soy su madre.

– Lo siento, señora Hayward. Dígale que voy a salir a dar una vuelta.

– Si es que alguna vez viene al salón.

Amy había dicho tanto como podría haber hecho con Rob delante de su padre. Colgó el aparato, se volvió y se encontró con su padre, que seguía mirándola como si no hubiera siquiera pestañeado.

– ¿Algún problema? -inquirió.

– Me parecen una pareja rara.

– ¿Cómo lo sabes? Ni siquiera los conoces. -Amy se estaba preparando para una discusión, cuando se dio cuenta de que eso solo la demoraría. Por un momento, tuvo la impresión nerviosa de que Nazarill la había preparado precisamente con ese propósito.

– ¿Dónde vas? -preguntó su padre.

– A ver a Beth.

– ¿Con qué fin?

– El habitual -sus preguntas habían empezado a alcanzarla, y se estaba dirigiendo hacia el pasillo exterior cuando se dio cuenta de su estado-. No pensarías que iba a salir así.

– No estoy seguro.

Su voz sonaba tan sombría que ella sintió haber bromeado. Entró en su dormitorio para coger un montón de ropa y llevarla al baño, donde se quitó la camiseta que llevaba para dormir y se dio una ducha rápida antes de vestirse. Mientras quitaba el pestillo de la puerta, tuvo miedo de pronto de encontrarse a su padre en la puerta, pero él seguía donde lo había visto por última vez, esperándola con la mirada. Arrojó la camiseta

arrugada sobre la cama y cerró la puerta.

– No voy a llevarme las llaves -dijo.

– Bien. Yo estaré aquí. La cerradura no está echada.

Amy no tuvo tiempo de interpretar su tono porque, mientras llegaba al final del salón, entrevió movimiento por el rabillo del ojo. Beth salía de su apartamento. Amy cogió el picaporte, abrió la puerta y descubrió entonces que se había quedado sin palabras. Un bolso ominosamente grande estaba apoyado contra la pared, al lado de Beth.

– ¿Qué es eso? -logró preguntar.

– Vaya, hola, Amy -Beth se apartó el rubio cabello de su alta frente-. Solo mis cosas de noche. Bueno, de un par de noches.

– Tú también te vas.

– Solo para ver a una tía a la que no he visto desde hace demasiado tiempo. Te refieres a la señora Ramsden.

– No, a los Goudge. Vas a ver a la señora Ramsden al salir -asumió Amy, y entonces una interpretación más siniestra se le ocurrió-. No querrás decir que también ella se marcha.

– El señor Roscommon ha tenido un infarto y ella se va a trasladar con su hijo para ayudarlo a ocuparse de él. ¿Qué pasa?