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– Os vais todos. No es solo una coincidencia.

– ¿Y qué otra cosa crees que podría ser? -dijo Beth con una brusquedad impropia de ella, antes de recuperar la simpatía en la que su profesión trocaba su natural timidez-. Amy, no dejes que eso te preocupe. Algunos de nosotros vamos a regresar, y luego están también los Stoddard y el señor Greenberg y la señorita Blake y el señor Shrift y el señor Inky Doughty y nuestro músico, el señor Kenilworth, ¿no?, y ese, ¿cómo se llama?, como se llame, el periodista.

Todo ello sirvió meramente para recordarle a Amy lo poco que conocía de esa gente, o lo poco que ellos conocían de ella. Ahora Nazarill estaba medio vacía, al menos de sus habitantes vivos, y creyó sentir cómo se reorganizaba la vaciedad frente a sí, cómo se hacían más pequeñas y más oscuras las habitaciones y, lo que era peor, cómo aumentaban sus habitantes.

– Ya he cerrado pero, ¿puedo hacer algo por ti?

– Venía a verte a por más pastillas. Se me han acabado.

– Oh, querida -Beth empezó a hacer un gesto que parecía destinado a consultar su reloj, pero en vez de ello terminó sacando las llaves del bolso-. ¿El problema habitual?

– Estaba leyendo de noche y me dio una jaqueca.

– Quedarse despierto leyendo no es la mejor idea del mundo, me parece. Cosa de la luz artificial, ¿sabes? -Como si pretendiera demostrar sus inconvenientes, miró fijamente las llaves en la oscuridad del pasillo antes de meter una de ellas en la cerradura-. ¿Qué libro era? Algo picante, supongo.

– Una especie de… -el áspero ruido de la llave le dio tiempo a Amy a reconsiderar lo que pretendía explicar-. Sobre las brujas que hubo aquí.

– Ah. -No resultaba evidente cuánto de eso había oído Beth, o cuánto había querido escuchar, sobre el ruido de la cerradura. Entró en el piso como una exhalación y Amy escuchó desde el interior el ruido de otras dos puertas que se abrían. Entonces, mientras volvía a sacar las llaves, Beth colocó un bote de pastillas en sus manos-. Tómate dos cuando las necesites y trata de evitar lo que te moleste.

– Puede que algunas lecturas tengan que molestar.

– Puede -asintió a medias Beth y, después de haber dejado caer las llaves dentro de su bolso, alargó un brazo hacia su equipaje-. ¿De dónde has dicho que eran esas brujas?

– De aquí. De Nazarill, cuando era una institución mental. Debieron de encerrarlas aquí porque la gente pensaba que solo estaban locas.

– Supongo que tiene sentido.

Ahora Amy se dio cuenta de que no quería que fuera así.

– ¿A qué te refieres?

– La gente dejó de torturar a las brujas aproximadamente al mismo tiempo que empezaron a construir manicomios. He oído que este lugar había sido un hospital. Probablemente, las pobres criaturas que estaban encerradas aquí no encontraban mucha diferencia con las torturas. La lectura de la historia de la medicina fue lo que me decidió a explorar el tratamiento alternativo -dijo Beth, que se rascó una arruga que había aparecido repentinamente en su frente-. ¿Y dices que la gente pensaba que esas brujas tuyas solo estaban locas?

Eso requería una gran explicación por parte de Amy, y estaba considerando cómo empezar cuando la mirada de Beth parpadeó y pasó sobre ella, y entonces la mujer trató de parecer despreocupada.

– ¿Puedo intervenir? -dijo el padre de Amy a su espalda.

– Oh, señor Priestley, solo estábamos…

– Ya las he oído.

– Oh, nos ha oído-su brusquedad había chocado a Beth, al igual que el hecho de que se hubiera abierto furtivamente la puerta lo había hecho con Amy-. Y…

– Le estaría de lo más agradecido sí en el futuro se abstuviera usted de discutir tales asuntos con mi hija.

– En realidad, señor Priestley, era…

– Además de lo cual, ¿puedo preguntarle lo que le ha dado usted?

– Solo sus pastillas. -Al ver que él parecía esperar alguna explicación adicional, Beth dijo-: Las que toma.

– Quizá podría usted explicarme qué propósito tienen.

Amy cerró el puño sobre el bote.

– Hacen que mi cabeza mejore. Ya lo sabes.

La mirada de su padre no dejaba que Beth se marchara.

– Lo que no sé, o puede que sí, es qué hizo que empeorara, para empezar.

– Señor Priestley, si pretende usted sugerir que…

– Es algo malo que ha estado tomando, eso lo sé perfectamente. Si no se lo ha dado usted, lo habrá obtenido de esa perniciosa tienda a la que nunca se le hubiera debido dejar abrir, aunque no me sorprendería descubrir que fuera una combinación de ambas.

Amy vio que la confianza de Beth empezaba a flaquear.

– Te acompaño, Beth -dijo-. Voy a coger mi abrigo.

En cuanto estuvo en el salón, su padre se interpuso entre la puerta y ella.

– ¿Adonde vas?

– A casa de Rob.

– No creo que esté despierto.

– ¿Cómo lo sabes? Yo no lo sé -Amy alzó la voz y gritó, frente a su cara-. Vámonos, Beth.

– De hecho, Amy, tengo mucha prisa. Dije que a estas alturas ya estaría en camino -mientras hablaba se iba alejando, y sus palabras se perdían por el pasillo-. Estaré de vuelta la semana que viene -se despidió a voz en grito y se marchó.

Amy irrumpió en su habitación, apartó la almohada y la arrojó a un lado. Arrancó del cuaderno las páginas que contenían el material que había copiado, envolvió la Biblia con ellas y estaba guardándolo todo en su bolso mientras sacaba un abrigo del armario-. ¡Espera, Beth! -gritó y cerró la puerta de su habitación al mismo tiempo que trataba de meter los brazos en las mangas sin soltar el bolso.

Su padre seguía entre el pasillo y ella, esbozando una sonrisa levemente arrepentida, tan fija como su mirada.

– Ya está bastante lejos. Parece que por fin se ha decidido a ejercitar la discreción, así que no hay razón alguna para correr, que yo sepa.

Amy terminó de ponerse el abrigo con un movimiento brusco y caminó con aire decidido hacia él.

– ¿Cuánto tiempo has estado espiando por tu rendija?

– Más que suficiente -dijo, extendiendo los brazos. Podía estar esperando a que corriera hacia él para abrazarlo, como hacía antes muy a menudo, años atrás, salvo que en aquellas ocasiones su semblante no había sido nunca la máscara pétrea que era ahora. Estaba retrocediendo hacia la puerta para impedirle el paso. Amy se abalanzó sobre él y, en el último momento, se agachó bajo su brazo derecho. Su padre lanzó hacia ella una mano, que golpeó una de las ilustraciones de ojos saltones, y Amy oyó cómo se quebraba y casi se hacía añicos el cristal al tiempo que salía al pasillo.

Mientras su mano libre se apoyaba contra la pared opuesta, la esquiva iluminación pareció aumentar y luego retroceder como el brillo parpadeante de una antorcha. Se apartó de un empujón del panel, que al menos parecía hecho de madera, y corrió por el pasillo.

La voz de su padre la persiguió.

– Vuelve, Amy. Quiero hablar contigo. Vuelve inmediatamente. Te prohíbo que salgas de esta casa -estaba en el pasillo, que amplificaba sus gritos, como si fuera una enorme boca rígida. Se fueron desvaneciendo mientras ella huía escaleras abajo, aunque continuó oyéndolos en el piso medio y tuvo la terrible sensación de que podrían despertar a los moradores de las habitaciones abandonadas. Se obligó a recorrer a la carrera la persistente oscuridad hasta llegar al más terrible de los pisos, donde se precipitó hacia la puerta. Después de abrirlas apresuradamente, salió al patio de grava bajo un cielo sellado por las nubes, a una luz apagada que se parecía demasiado a la iluminación del interior de Nazarill, y corrió frente a la pálida fachada en dirección al aparcamiento.

Beth se había marchado. Amy vio por un instante la parte trasera de su coche blanco, ondeando como una bandera al final de Nazareth Row antes de desaparecer. Sin embargo, había algunas personas entre los coches aparcados; Paul Kenilworth se estaba despidiendo de Peter Sheen y preparándose para subir a su Honda, tras el cual Amy vio un estuche negro con forma de violín que le sugirió un pequeño ataúd.