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– Entraste en mi cuarto… -No tuvo tiempo para pensar en ello por ahora, entre otras razones porque la mayor de las camareras había salido de la cocina y parecía dispuesta a intervenir-. Deberías haberlo leído con cuidado y te hubieras dado cuenta de que no es mi letra. Y habrías leído la verdad sobre Nazarill. Rob lo ha hecho, ¿no es así, Rob?

La mirada de Rob estaba puesta sobre dos páginas de las Lamentaciones. Había leído más que suficiente para poder dar una respuesta, pensó ella, y lo miró hasta que él alzó la cabeza y, lentamente, pestañeó dos veces.

– No lo sé -dijo.

– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Qué has leído?.

– Toda clase de cosas -no parecía seguro de si debía dirigirse a ella o a su padre, y por fin dejó que su mirada se hundiera en la Biblia -. Sobre brujas y sobre que aquello era un hospital mental y sobre un incendio. Pero, Aim…

Amy estaba observando a su padre, que parecía desconcertado; parte de ello le había afectado.

– Pregunta en Houseall. Me apuesto algo a que te dirán que hubo un incendio -dijo-. O si no quieren reconocerlo, tendrá que haber algo sobre ello en alguna parte. Lo buscaré.

– Aim.

Rob había bajado la voz, y eso hizo que ella se sintiera inexplicablemente nerviosa.

– ¿Sí, qué? -casi le espetó.

– Puede que todo eso ocurriera, si tú lo dices, lo sacaras de donde lo sacaras. Pero…

– Lo he sacado del mismo sitio del que tú acabas de hacerlo.

– No digas eso. No sé por qué lo dices. Solo jode más las cosas.

Sus ultimas palabras levantaron un murmullo de desaprobación a su alrededor.

– ¿Qué tonterías estás diciendo? -demandó Amy-. ¿Qué estás tratando de…?

– No tiene sentido decir que tú no lo escribiste cuando es evidente para él que sí lo hiciste.

Todas las sensaciones de la habitación parecieron cernirse sobre ella: el calor mezclado con los olores de los polvos y la carne desecada, atravesado por el fino aroma de un té demasiado dulce; el escrutinio subrepticio de toda la clientela, que no la observaba abiertamente; el rascar de una cucharilla dentro de una taza, un sonido que era como el producido por una llave oxidada dentro de una cerradura.

– No lo hice -dijo, como si las palabras pudiera hacer que todo ello se evaporara.

– Mira, Aim, eres tú. No empieza como tu letra pero termina así. Mira, la escritura en estas páginas es la misma que la de tus hojas. ¿Para qué lo escribiste dos veces? Para que…

En cuanto su voz se desvaneció, Amy supo por qué había callado. Debía de pensar, y no quería admitirlo, que ella lo había preparado todo para fingir que había trascrito el diario secreto. Se puso en pie haciendo chirriar las patas de su silla contra el parqué, dobló las hojas sobre la Biblia y la metió en su bolso.

– Muchísimas gracias, Rob -le dijo a la cara, tan cerca que su respiración hizo vibrar sus párpados-. Has sido de mucha ayuda.

– No hubiera servido de mucho que hubiera dicho que no lo veía, ¿verdad, Amy? Todos los demás lo ven.

– Pensaba que no eras como todos los demás.

– Dime qué otra cosa podía hacer.

Debió de ver la respuesta en sus ojos, porque la mano que le estaba ofreciendo se retiró.

– Creo que aquí hemos terminado -dijo el padre de Amy.

Ella supuso que era así. Los olores y los sonidos metálicos y la luz neuróticamente adusta del salón de té empezaban a conformar una jaqueca que muy pronto los volvería insoportables. Rodeó la mesa por el lado opuesto al de su padre y se abrió

camino dolorosamente en dirección a la puerta. El guardia la abrió, dejando entrar la barahúnda del mercado, y se quedó fuera, con aire presumido. Rob había ido tras ella, con una mirada que suplicaba una segunda oportunidad para ayudarla. Ella lo odiaba ahora más que a Pickles. Sin apenas énfasis en las palabras, le dijo:

– Vete a que te jodan, Rob.

Se alzó un coro de chillidos y jadeos asombrados entre las clientas, y la camarera joven soltó una risilla contenida. Su compañera avanzó resueltamente hacia Amy mientras Rob titubeaba. No obstante, el padre de Amy estaba más cerca y tomándola por el codo, la condujo fuera del salón de té.

– Me disculpo por mi hija -dijo sin mirarla-. Les aseguro que no tendrán que volver a presenciar una escena como esta.

Pickles esperó hasta que la puerta se cerró, haciendo sonar la campanilla.

– No quiero preocuparle, señor Priestley, pero la razón por la que la he buscado en primer lugar, aparte de la preocupación que generalmente me inspira, es que alguien se ha quejado de que venía por la calle diciendo obscenidades para sí.

– Nos ocuparemos de ello, puedes decírselo a cualquiera que la haya oído.

– El padre de Amy soltó su brazo izquierdo para poder cerrar ambas manos alrededor del otro-. Dios te bendiga por habernos ayudado en esta hora de necesidad.

– ¿Quiere que lo ayude a llevarla a casa?

– Tengo la impresión de que, ahora que se ha dado cuenta de lo equivocado de su conducta, no causará más problemas. ¿No es así, cielo?

Amy logró, por muy agónico que resultara, concentrar su atención en el mercado. Todo el mundo que había a la vista la estaba observando. Ignoró a Rob, que permanecía de pie dentro del salón de té, como un trofeo exhibido por las clientas, y volvió su atribulada mirada hacia un carnicero cuya atención resultaba demasiado impúdica. Él no tardó en apartar la mirada, pero solo para levantar medio costillar al tiempo que comentaba a un cliente:

– Esa es la chica loca que atacó al guardia de aquí la semana pasada. Vive en la casa de la colina, ¿sabe usted?

Amy supuso que tenía razón: debía de estar loca, Rob le había enseñado que lo estaba. Eso, junto al hecho de que le hubiera fallado, le parecía lo peor que podía pasarle, así que ya no le importaba dónde la llevaban… y no es que pareciese que le quedaban demasiadas alternativas. La jaqueca estaba cayendo sobre ella como una enorme piedra, aplastando sus pensamientos, y casi se sintió agradecida cuando su padre la condujo hacia el Camino de la Poca Esperanza. Al menos, dentro de unos pocos minutos podría estar tendida en su cuarto.

Las tiendas oscilaban a su paso, como cuadros mal colgado en una galería. Las voces del mercado, cuyos comentarios parecían dirigidos a ella en su conjunto, se convirtieron en el rumor de un viento pétreo en Nazareth Row. Un perro salió de la parcela de Nazarill llevando en la boca una pelota que un niño le había arrojado, y Amy lo vio silenciado por una mordaza de goma. Las dos hojas de la cancela la saludaron, primero una y luego la otra, mientras la grava le mordía los pies… mientras Nazarill se buscaba un lugar en su visión como si hubiese abierto un nicho allí tan grande como su cabeza. Aunque era demasiado temprano como para que las luces de seguridad estuviesen encendidas, vio cómo la casa se iluminaba convulsa mientras se cernía sobre ella con cada paso que daba.

Quizá estuviera robándole al cielo su muerto resplandor. Tuvo que cerrar los ojos frente a ella mientras su padre la arrastraba hacia la puerta. Volvió a mirar cuando una de las manos de su padre la soltó para introducir la llave en la cerradura; y descubrió que la oscuridad que la esperaba tras los rectángulos gemelos de cristal cubiertos por el reflejo de la avenida parecía darle la bienvenida. Eso la consternó, tanto como el hecho de sentirse agradecida por la presencia de su padre, y quizá incluso porque le hubieran arrebatado su libertad de elección. En cuanto las puertas se hubieron cerrado detrás de ella, se dirigió hacia las escaleras con tal rapidez que su padre la soltó. Que pensara que estaba ansiosa por estar en casa… que pensara lo que le diera la gana. Si le decía lo que estaba sintiendo él solo pensaría que estaba loca, pero lo cierto es que notaba cómo, detrás de cada puerta, se apretaban figuras para darle la bienvenida, figuras que la hubieran espiado por los ojos de la cerradura si les hubiera quedado algo con lo que espiar.