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18. Respuesta a una llamada

Cuando Amy llegó por fin a su habitación, su jaqueca era tan salvaje que no pudo hacer otra cosa que meterse en la cama: Incluso se tomó el par de pastillas de paracetamol que su padre le ofrecía, que le permitieron conciliar el sueño de forma intermitente. Cada vez que despertaba, él estaba sentado junto a su cama, observándola. En una ocasión, cuando estaba delirando, su madre había pasado toda la noche sentada junto a esta misma cama, y su presencia había hecho sentirse a Amy como hacía ahora la de su padre: pequeña y enferma y apartada de un mundo que remedaba un sueño. Si todo estaba tan distante como parecía, sin duda no podría hacerle daño, en cuyo caso solo ella podría hacérselo; y quizá, si no pensaba en ello, hasta eso podría evitar. Quizá sus pensamientos dementes eran la causa de sus jaquecas; cuando trataba de encontrarles algún sentido, la jaqueca redoblaba su intensidad. Solo detrás de sus párpados podía encontrar refugio al resplandor de la habitación.

En algún momento, su padre apagó la luz y se sentó bajo la poca luz que venía del salón. La primera vez que despertó para ver su silueta sin rostro observándola, se había encogido contra las almohadas con tal fuerza que la luz que entraba por la puerta había parecido brillar con el doble de fuerza, pero muy pronto se acostumbró a su presencia allí de tal manera que dejó incluso de imaginar el aspecto que debía de tener su rostro. Algunas veces, cuando se daba la vuelta en la cama, moviéndose con precaución infinita para no despertar su jaqueca, él se inclinaba sobre ella y le preguntaba si necesitaba algo. Puesto que lo único que ella quería era que su caliente aliento se apartase de su cara, la mayoría de las veces contestaba que no, salvo cuando él le traía más paracetamol. Eso ocurrió dos veces, pero a ella no se le ocurrió utilizarlo para medir el paso del tiempo; incluso tan escaso pensamiento podía doler. Fue incalculablemente más tarde, tras por lo menos un sueño prolongado, cuando su padre se inclinó sobre ella bajo la diferente luz del salón y murmuró:

– ¿Te sientes con fuerzas para pasear un poco?

Amy se dio cuenta de que había esperado que su rostro hubiera cambiado mientras era invisible, había esperado que hubiera perdido parte del aire ceñudo con el que se había enfrentado a ella por el asunto de la Biblia. Movió la cabeza cautelosamente sobre la arrugada almohada y lo observó mientras regresaba a la silla del salón, para la que de alguna manera había logrado hacer sitio.

– ¿Adonde?

– Bueno, a la iglesia.

– ¿Cuándo?

– Dentro de pocos minutos. En cuanto estés levantada y vestida.

– ¿Por qué ahora?

– Porque son las diez de la mañana de un precioso domingo. El Día del Señor. ¿No lo sabes?

Amy se preguntó cómo iba ella a saber esa clase de cosas sin ventanas, y entonces reparó en que esa no era la clase de pensamientos que él pensaba que debiera tener. Además, la luz que provenía del salón debería haberle revelado que era de día. La perspectiva no le resultaba en absoluto atractiva; representaba la amenaza de todo aquello en lo que había conseguido no pensar mientras estaba dormida.

– Todavía no me siento del todo bien -dijo, con el suficiente aire dubitativo.

– Ya lo veo. ¿Quieres que te traiga algo de comer? Debería de haber tiempo.

– ¿Antes de qué?

– Antes de que nos vayamos.

– Yo no voy a ir. Quiero descansar -le dijo, y dejó que sus párpados se cerraran para poner fin a la discusión. Al cabo de un rato, al ver que no se oía sonido alguno, entreabrió los ojos. Él seguía exactamente en el mismo sitio y estaba hundiendo los dedos en el respaldo de la silla, con la suficiente fuerza como para hacer palidecer la tapicería.

– Te he visto espiando, Amy -dijo-. La Iglesia es la mejor medicina para curarte.

– Ahora no. Ve tú -dijo Amy, detectando otra posibilidad de escapar si tuviera la energía necesaria y supiera hacia dónde dirigirse-. Puede que yo vaya más tarde.

– En ese caso iremos los dos, y entre tanto podemos rezar juntos. Eso te recordará los beneficios de la plegaria.

– Solo quiero estar tranquila.

– La tranquilidad proviene de la plegaria, Amy, deberías recordarlo. O bien Dios te ha enviado el dolor de cabeza o bien es algo que has convocado sobre ti misma. En cualquier caso, la plegaria es la respuesta.

– La almohada es una respuesta mejor. ¿No puedo tener un poco más?

– Quizá cuando hayamos rezado, si todavía sientes la necesidad. Ahora vamos. Padre Nuestro…

– Hazlo tú por mí.

– ¿Acaso crees que no lo he hecho? -Había lágrimas en sus ojos, hasta que se los frotó y su brillo aumentó-. Quiero oír cómo lo haces. Cuando eras pequeña lo hacías, antes de que empezases a decir todas esas tonterías sobre nuestra casa. Nos ayudará a apartarnos juntos de cualquier otra cosa. ¿Es que no quieres eso?

– Supongo que sí -dijo Amy, que ya no estaba segura.

– Entonces vamos a hacerlo, y ya basta de tantas tonterías. A tu madre le gustaba cantar Campos de Gracia, si lo recuerdas. Padre Nuestro…

En aquel momento, lo único que ella quería era que él se marchase, o al menos se callara, y el mejor modo de conseguirlo parecía ser responder.

– Padre Nuestro -musitó, sintiéndose avergonzada y atrapada y absurda, y no pronunció las siguientes palabras-. Me duele -protestó en cambio.

– ¿Cómo puede dolerte rezar? -el brillo de sus ojos se hizo por un instante frío y suspicaz-. No te estás concentrando en ello. Cierra los ojos, junta las manos y concéntrate en lo que estás diciendo. Recuerda aquella idea que tanto te gustaba, que tus dedos son una antena que envía tus plegarias al cielo.

Nada de eso aliviaba el dolor de cabeza de Amy. Tanto el esfuerzo de tratar de rezar como la tensión provocada al suprimir las palabras que seguían empeñadas en aparecer en sus pensamientos resultaban dolorosos, y sin la menor duda los gritos de su padre lo serían si pronunciaba la versión que se había formado en su mente. «Mi padre que se pede a todas horas, maldito sea su nombre…». Quizá era él el que le hacía pensar tales cosas al negarse a dejarla a solas, pero, ¿acaso no debían esperarse tales pensamientos cuando una estaba loca?-. No funciona -musitó.

– Por supuesto que sí. Lo único que puede interponerse es la testarudez. Cierra los ojos, junta las manos y sométete a Dios. Siente cómo se alza tu plegaria como una llama hacia él.

Amy cerró los ojos con tanta fuerza como le era posible sin hacer parpadear su mirada, y apretó las dos manos como si pretendiese aplastar algún premio insustancial. Se sentía más pequeña que nunca, pero la sensación ya no resultaba confortadora: parecía encogida alrededor de su corazón, que no era más que un bulto dolorido, inútil y carbonizado. No podía impedir que la voz de su padre penetrara dentro de su cabeza.

– Padre Nuestro… Habla ahora para que Él pueda oírte. Padre Nuestro que estás en los cielos… Sigo sin oírte. Difícilmente podría haber una razón menos importante para mostrar timidez delante de nuestro padre. Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado, que significa santo, si por alguna desafortunada casualidad has logrado olvidar cuanto te han enseñado, santificado sea Tu nombre. Venga a nosotros Tu reino, hágase Tu voluntad -en un momento, Amy pensó que podía decir las palabras en voz alta y al infierno con lo que viniera después. Tenía la vaga idea de que el resultado no podía ser otra discusión, sino algún acontecimiento que era incapaz de concebir… otra idea absurda, concluyó. Sintió que sus labios se separaban y sus ojos empezaban a abrirse. Antes de que pudiera decir palabra, el timbre sonó en el salón.

– ¿Quién es ahora? -Su padre separó los dedos e hizo un gesto imperioso con la mano-. Como sea otra vez esa maldita entrometida con sus remedios… Tú quédate aquí, Amy, ya que no tienes fuerzas ni para ir a la iglesia.