Выбрать главу

– Pero deja la puerta abierta.

Él vaciló al otro lado del umbral, mirándola con expresión vacía, como si pretendiera encerrarla. No obstante, se apartó sin cerrar la puerta y un tintineo de llaves reveló que estaba abriendo la cerradura de muesca después de haber quitado la cadena.

– Vaya, señora Stoddard -dijo-. Y Pamela, de nuevo. ¿Van a misa?

– Hoy vamos antes, sí.

– Las acompañaríamos, pero mi querida jovencita se encuentra mal y está en cama.

– Es una pena -dijo Lin Stoddard sin la menor simpatía que Amy pudiera detectar. No la necesitaba de los Stoddard, y estaba enterrando la cabeza en la almohada cuando oyó que Lin añadía-. Queríamos hablar un momento con ella. ¿Cree usted que será posible?

– ¿Con respecto a qué?

– Me gustaría que terminara el trabajo que dijo usted que haría.

– Estoy seguro de que lo hizo si se lo dije. Recuérdemelo si es tan amable.

– Persuadir a esta jovencita de que no hay nada que temer.

– Por todos los Santos, claro. ¿Por qué? ¿Es que no lo ha hecho?

– No, teniendo en cuenta cómo estaba esta pobre niña la pasada noche.

– Entonces entren, se lo ruego. Sospecho que mi hija no está tan enferma como parece. Quizá el obligarse a hacer buenas obras la ayude a recuperar la salud.

La almohada estaba permitiendo a Amy fingir que nada de esto tenía mucho que ver con ella, pero al escuchar cómo se le acercaba una serie de pasos, se incorporó apoyándose sobre los codos, lo que hizo que un dolor sordo y tenso se instalase en su cabeza. Había acomodado la espalda contra el acolchado cabecero de la cama cuando Pam, que era la única parte de cualquiera que fuera su nombre ahora que Amy pretendía reconocer, apareció en la puerta, sujeta de los hombros por su madre. Lucía más cintas y lazos que de costumbre, pero, aparentemente, esa no era la única razón de su aparente fragilidad. Cuando su madre la sacudió como para hacerle cobrar fuerzas, su rostro pareció a punto de desmoronarse.

– Vamos, Pamly -dijo su madre-. Díselo.

– Hazlo tú.

– Se supone que fue a ti a la que te ocurrió, jovencita -dijo Lin, que suspiró por encima del más alto de los lazos-. Estaba disgustada de antes. Su pequeño Perejil murió la pasada semana.

Amy se sintió acusada sin fundamento.

– Lo siento -dijo a pesar de todo.

– No es culpa tuya, eso no. Para ser un hámster era un anciano. Pero luego… Te toca, Pamly. Debes decírselo.

La niña se mordió el labio y entonces juntó y separó las manos delante de sí, como si estuviera tratando de decidir cuál de las dos debía frotar con la otra.

– Creí haberlo oído la pasada noche. Me despertó y estaba a punto de encender la luz cuando recordé que no podía ser él.

– Y ahora sabes que no podía ser nada -dijo Lin mirando directamente a Amy.

– Lo oí, estoy segura. Corriendo de un lado a otro, como él cuando tenía su jaula en mi cuarto, solo que era demasiado grande y sonaba como si estuviera cayendo y cayendo -la mirada de la niña vagó por la habitación, pero eso no logró librarla del recuerdo-. Sonaba…

Por mucho que Amy no lo deseara, tenía que saberlo.

– ¿Cómo?

– Disculpa, Amy, pero se supone que tendrías que decirle…

La chica no debía de querer quedarse a solas con el recuerdo. Alzó la voz para interrumpir a su madre.

– Estaba haciendo ruidos con la boca. Sonaba como si quisiera que lo alimentaran.

Lin respiró ruidosamente por la nariz.

– Habías estado pensando en Perejil antes de dormirte y por eso tuviste una especie de pesadilla. Eso es lo único que podía ser. Amy, díselo tú.

– ¿Viste algo? -preguntó Amy a Pam.

– No, oh no.

– Claro que no -dijo Lin-. Eso lo sabemos todos, ¿no es así, señor Priestley? No había nada que ver.

Presumiblemente, el grupo al que se refería incluía a Pam, pero Amy podía ver que no era así, había podido ver cómo palidecía el rostro de Pam ante la idea de ver la cosa que solo había oído.

– Tú también lo sabes, ¿verdad, Amy? -insistió Lin.

– Yo ya no sé lo que sé.

– No es lo más propio para una persona que se supone que lee tantos libros y que quiere ir a la universidad.

– Si no cree usted que sepa algo, ¿por qué le preocupa lo que diga? -Amy estaba cansada de los juegos de palabras; quería que la dejaran sola, para ver si podía pensar a pesar del dolor de cabeza-. No sé si ella oyó algo o no. Yo no estaba allí.

– Tu influencia sí. -El rostro de su padre apareció tras el hombro de Lin-. Haz lo que se te pide por una vez.

– Mejor escucha a tu madre, Pam -dijo Amy-, si quieres tener un poco de paz.

– Pero, ¿tú crees que podía haber algo? -suplicó la niña mientras se sujetaba la mano izquierda para mantenerla quieta.

– Es posible.

El rostro de Pam intentó decidir cómo debía sentirse mientras los de los adultos se endurecían.

– Lo ha dicho porque no se encuentra bien, porque no quiere que la molesten -dijo Lin a su hija, al mismo tiempo que le apretaba los hombros para subrayar su afirmación-. Supongo que su cuarto está así porque ella no se encuentra bien, ¿no crees? No es como la tuya, ¿verdad? Una casa desordenada significa una mente desordenada, como solía decir mi madre. No deberíamos haber esperado nada de aquí.

Mientras empezaba a conducir a Pam por el pasillo, el padre de Amy se demoró en el umbral, mirándola. Se volvió cuando Lin dijo:

– Gracias por intentar ayudarnos, señor Priestley.

– Lamento no haber podido hacer más. Quizá lo haga. Entretanto, ¿puedo pedirles que recen por nosotros mientras están en misa?

– Bueno, ah, sí -dijo Lin, evidentemente incomodada por una petición tan directa-. Tú puedes hacerlo, Pam, si quieres.

Amy escuchó cómo se cerraba la puerta tras los Stoddard y cómo echaba su padre la cadena y regresaba casi corriendo por el pasillo.

– Confío en que estés satisfecha -dijo, mientras bloqueaba su puerta-. Ahora has conseguido asustar a una niña pequeña.

– Creía que no querías que siguiera en la cama al ver que seguías insistiendo con toda esa charla religiosa.

El rostro de su padre se trocó por una máscara y el brillo de sus ojos se hizo más intenso.

– Prefiero no oírte cuando estás así.

– Estupendo. Entonces saca tu silla de mi habitación, y después de haber hecho eso puedes cerrar la puerta.

Su respuesta inicial fue abrir la puerta un poco más; entonces entró en la habitación, tan lenta y resueltamente que, sin saber por qué, Amy alargó el brazo y encendió la luz. La luminosidad pareció allanar sus ojos, que de pronto se parecieron a los apretados y vidriosos del cuadro que había tras él. Tomó la silla por el respaldo y la levantó del suelo; el gesto le recordó a un domador de circo enfrentándose a un animal peligroso. Su padre no le dio la espalda hasta que estuvo fuera de la habitación y hubo depositado la silla bajo la mirada de ojos saltones de la mujer que era arrojada en una cesta. Casi al instante se volvió de nuevo para mirarla.

– Te dejaré para que pienses un poco en tus modales -dijo, encerrándola con sus pensamientos.

Amy miró los rostros de los Nubes como Sueños, pero no le fueron de más ayuda que la anciana. Fuera cual fuese la verdad sobre lo escrito en los márgenes de la Biblia, Pam había recordado a Amy que no era la única que había visto algo que no debiera haber visto. El viejo señor Roscommon lo había hecho, y en los ojos de la niña Amy había descubierto que también a ella le había pasado. Dominic Metcalf debió también de verlo y la visión le había parado el corazón. Ahora, la deserción de tantos inquilinos de los apartamentos estaba entregando a los inquietos moradores el gobierno del edificio, ¿o acaso era la exploración realizada por su padre en el primer piso lo que los había atraído? Estuvo tentada de abrir la puerta porque ya no sabía si su habitación era un santuario o una celda, pero primero quería volver a examinar la Biblia sin que su padre la vigilara.