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– Soy Amy. Amy Priestley. Vivía en el piso de encima del de ustedes. Bueno, todavía vivo allí.

– Te recuerdo. Nos conocimos durante la sesión fotográfica. ¿Qué puedo hacer por ti?

– ¿Cómo está el señor Roscommon?

– Es muy amable de tu parte preocuparte, Amy, te lo agradezco. La chica que vivía en el piso de arriba en la casa de la colina, papá. La hija del sujeto que nos reunió a todos… sí…

salvo a ti, por desgracia, estaba a punto de decirlo si me hubieras dado la oportunidad. No está del todo bien, Amy, pero, como puedes oír, todavía es capaz de hablar…

– ¿Podría hablar con él?

Se produjo una pausa durante la cual ella sintió los latidos de su corazón.

– Eso depende -dijo George Roscommon-. Discúlpame un minuto, papá. ¿Sobre qué? -Sobre algo que los dos vimos.

Sobrevino una pausa todavía más larga antes de que él dijera: -No lo sé.

– Es importante. No puedo hablar con nadie más.

Esta vez no hubo respuesta y pensó que su desesperación lo había espantado, hasta que oyó que su padre murmuraba al fondo.

– Pregunta por ti, papá -dijo él-. Ya la oíste en la radio. Será sobre eso.

Más palabras ahogadas… la misma frase, más de una vez.

– ¿Cómo? Tú… -dijo George Roscommon antes de acercar el aparato a su boca-. Hablará contigo. Contra mi consejo, pero yo no soy más que el hijo.

Un silencio que Amy supuso que expresaba más que su renuencia fue seguido por un estallido de crujidos. Debía de estarle pasando el teléfono a su padre. Un crujido más intenso señaló aparentemente que el anciano había cogido el aparato, porque al cabo de unos pocos momentos escuchó lo que le quedaba de voz. Sonaba como si la estuviera forzando a salir por un lado de la boca.

– ¿Quién? -dijo.

Fue también muy lento y Amy esperó que dijera algo más, pero solo consiguió que él repitiera, enfurecido por su estado o por su falta de respuesta.

– ¿Quién?

– Amy. Amy Priestley. Como ha dicho el señor Roscommon, su hijo, vivo…

– Te ayude.

Amy no había comprendido sus palabras, hasta que se dio cuenta de que habían sido precedidas por un «Que Dios» apenas musitado. Se había quedado en silencio cuando empezó a escuchar más palabras.

– Te conozco. Te vi fuera. Debería haberme quedado allí.

– Por lo que hay allí, se refiere usted. Nadie salvo yo cree que haya algo.

– Te escuché en la radio. Hubiera llamado de no ser porque no estaba hablando con ese, ese…

Su voz se estaba apagando. Quizá sus pensamientos lo estuviesen haciendo también.

– ¿Qué hubiera dicho? -intervino ella.

– Salid todos y quemad el lugar. Está infestado.

– Papá -protestó su hijo.

– No puedo hacer eso -dijo Amy.

– Entonces sal por lo menos.

– Mi padre no me lo permitiría. Él no puede ver lo que nosotros podemos.

– Sal por ti misma.

– He visto más cosas desde que estuve en la radio -dijo Amy, que entonces se percató de lo que conllevaba su advertencia. No era la clase de advertencia que hubiera esperado de un pariente.

«¿Por qué solo yo?»

El anciano suspiró, haciendo sonar la garganta.

– Si puedes ver a esas cosas -dijo, con más lentitud que nunca-, también ellas pueden verte.

– Papá -repitió el hijo, ahora más cerca. Amy tenía miedo de que el joven pudiera arrebatarle el teléfono, aunque de ninguna manera era todo lo que temía. La respuesta del anciano le había hecho sentir a la vez que la observaban y la escuchaban. Miró a su alrededor, primero hacia la ventana a la que la noche empezaba a adherirse, y luego por el pasillo, hacia el salón que en su mayor parte no podía ver. Estaba a punto de hablar, ansiosa por que otra persona la escuchara a pesar de que no tuviera demasiado que decir, cuando el anciano inquirió:

– ¿Qué? ¿Qué dice?

– ¿Quieres que lo coja, papá?

– Se han cruzado las líneas. Una mujer loca que dice… eso no es una plegaria. Dile que se vaya. Me está dando otro ataque. Lo siento en la cara.

Parte de esto podía haber estado dirigido a Amy, pero fue incapaz de responder. No podía oír ninguna otra voz y sabía que no era un cruce de líneas lo que se había producido. Estaba obligando a su boca a abrirse para decírselo, a pesar de que la perspectiva de que la escucharan le daba más miedo que nunca, cuando su hijo cogió el teléfono.

– Mi padre no puede seguir hablando contigo.

Su tono dejó claro que la culpaba por el agravamiento del estado del anciano: quizá asumía que la voz responsable había sido la de ella. Antes de que pudiera responder, la conexión se cortó, tan abruptamente que no estuvo segura de que hubiera sido él. El aparato zumbó para sí con suficiencia hasta que lo apagó. Sosteniéndolo como si fuera un pequeño y frágil garrote, se asomó por la puerta de la habitación.

El pasillo estaba desierto, pero no por ello se sintió menos observada. Miró de soslayo la cocina antes de recordar que no había ya ningún árbol por el que algo pudiera escalar. Los ojos planos que había a lo largo de la pared condujeron su mirada hasta la mirilla de la puerta de salida, tras la que estuvo casi segura de haber vislumbrado algún movimiento.

– No puede entrar -dijo, en voz tan alta como se atrevió, tratando de sentirse animada. Apretando el receptor en la mano, fue capaz de dar el primer paso. Avanzó lentamente por el pasillo y, rodeándose con ambos brazos, inclinó el rostro hacia la mirilla.

Al principio pensó que todas las luces del pasillo habían fallado. Entonces, el objeto que estaba apretado contra la puerta retrocedió lo suficiente como para que ella viera un agujero en lo que podía haber sido una boca arrugada a la que todavía se adherían jirones de los labios. Mientras retrocedía otros pocos centímetros, un agujero similar en la marchita y parda superficie apareció junto al primero, bajo el orificio alargado en el que había estado la nariz. La cabeza retrocedió un poco más y la enorme mandíbula apareció a la vista. Quizá era tan grande porque gritaba ante los contenidos de la boca, que pululaban sobre la agrietada piel sin carne. Amy se apartó de la puerta tambaleándose, mientras el teléfono en su mano arañaba el panel de la puerta. La imagen menguó, pero no lo bastante deprisa como para que ella no viera cómo la forma que había al otro lado de la puerta alzaba, a ambos costados de lo que quedaba de su cabeza, los palos sin manos que eran los brazos.

Amy retrocedió hasta que el movimiento en las lentes no fue más grande que un insecto debatiéndose en una telaraña.

– No puedes entrar -se escuchó repetir y repetir, casi tan a menudo como-: No puedes tocarme.

Los ojos de las paredes la observaron como los espectadores de un manicomio. Por fin, el movimiento retorcido desapareció del bulboso cristal, pero tardó un buen rato en atreverse a acercarse lo suficiente como para determinar que todo el pasillo que alcanzaba a ver estaba vacío. Eso solo significaba que la figura que había visto se encontraba en otra parte, y la repetición de las cosas que no podía hacer no parecía ya un encantamiento tan poderoso. Abrió todas las puertas interiores y encendió todas las luces, y entonces, después de dejar el teléfono en una silla, cogió el mando a distancia de la televisión y empezó a pasar los canales. Tres comedias y una congregación que se balanceaba y cantaba y daba palmas en una iglesia, un espectáculo que la hizo pensar que la televisión podía ser algo suficientemente moderno para ayudarla a mantener el pasado lejos de sí, uno de los pocos pensamientos que su jaqueca no le había arrancado del cráneo. Con esa misma idea puso una cinta de Resurrection Merchants, y entonces no pareció quedarle nada más que hacer que sentarse en un banco de la cocina con el teléfono en la mesa, delante de ella, y contemplar el incierto salón, esperando que la puerta permaneciera cerrada e inexpugnable. La mirilla estaba demasiado lejana como para permitirle ver nada tras ella, pero siguió imaginándose cómo una cosa sin cabeza se movía al otro lado de la puerta, buscando a tientas el picaporte.