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– Es lo que tú piensas, ¿no es así? Piensas que yo me inventé todo lo que hay escrito en la Biblia.

– Resulta que no pienso nada parecido. Quizá ahora tengas la amabilidad de decirme de dónde lo has sacado.

– ¿De dónde he sacado el qué?

– No te hagas la inocente conmigo, niña. Te olvidas de que tu amigo me hizo un informe completo mientras tú estabas entreteniendo a las ancianas en el salón de té. ¿Cómo te enteraste de que hubo un manicomio aquí y un incendio?

La mirada de Amy lo paralizó. No apartaría la vista de su propia hija, pero no pudo evitar frotarse el rostro con una mano. Ella parecía tener más de una pregunta para hacer, y la que emergió fue:

– ¿Y tú?

– Me encargué de averiguarlo por si podía ayudarme a curarte de tus fantasías.

Ella miró más allá de él. Podría haber sido un alivio, de no ser porque daba la impresión de estar viendo o esperar ver algo más que el pasillo vacío. Oswald volvió a sentir el hormigueo en la piel y cerró el puño en vez de tocarse la cara.

– No puedes negarlo -dijo, y posó al fin la mirada sobre él-. Estás diciendo que es cierto. Eso es lo que era este lugar y eso es lo que ocurrió.

– Amy, por favor, no trates de hacer como si yo hubiera alimentado tus locuras. Sabes que es cierto e insisto en que me digas quién es el responsable de haber dado tal información a una chica impresionable de tu edad.

– ¿Es que no te oyes? ¿No sabes lo que pareces?

– Tu padre. Te guste o no -dijo él mientras su rostro se volvía hacia la ventana de la cocina, como si lo estuviese incitando-, eso es lo que sigo siendo. Sigues con tus juegos, pero no vas a ganar. Eres tú el objeto de la discusión, no yo.

– Discute entonces.

– Creo que has estado utilizando ese cuento del manicomio como una excusa para comportarte como si… -no podía decirlo. Tener que pensarlo ya era suficientemente malo. Otras palabras acudieron a su boca-. Contando historias absurdas en la radio para que la gente las escuchara, farfullando blasfemias en el mercado, atacando también a la gente en la calle, según he oído. Y mancillando la Biblia, que Dios te perdone, y ahora dañando nuestra casa. ¿Te das cuenta de que todo Partington lo sabe? En el pasado te hubieran encerrado y quizá…

– Sigue. Eso es lo que quiere.

– No tengo la menor idea de lo que quieres decir y no quiero saberlo. ¿Es que no es posible que escuches por una sola vez en vez de decir lo primero que se te viene a la cabeza? Estoy tratando de conseguir que te enfrentes a la verdad que necesitamos ver.

– Tú lo necesitas.

– No me vas a callar mirándome así, así que te sugiero que dejes de hacerlo. Respóndeme a esto, una respuesta directa si es que te es posible. Tiene que haber algún remedio para tu estado. ¿Cuál crees que podría ser?

Vio que ella pensaba en vez de soltar una respuesta y pensó que por fin empezaba a tomarlo en serio. Entonces ella dijo:

– ¿Cuándo crees tú que empecé?

– ¿A volverte como eres ahora? Desde que nos trasladamos aquí. Creo que decidiste desde el principio que no te gustaba. Sé que sentiste dejar nuestra antigua casa, que guardaba muchos recuerdos para ti, pero debes darte cuenta de que era demasiado grande para nosotros dos. Nos hubiéramos trasladado antes si hubiera podido encontrar algo más pequeño que resultara apropiado.

Le estaba ofreciendo una excusa para ella, pero su concentración pareció estarse concentrando en sus últimas palabras. Su rostro empezó a picarle antes incluso de que ella respondiera.

– ¿Sabes lo que estás diciendo? -le dijo.

– Al pie de la letra.

– Has dicho que empecé cuando nos mudamos aquí, pero entonces no sabía que había sido un manicomio.

– Lo que solo significa que una vez que te lo contaron lo utilizaste como excusa para empeorar tu comportamiento.

– No me lo contaron. Lo leí en la Biblia.

– Amy, si persistes…

– Yo no lo escribí. Ni siquiera estaba segura de que fuera cierto hasta que tú lo dijiste.

– Basta. Es suficiente. No te vas a burlar de mí. Puedes quedarte en tu cuarto hasta que estés preparada para mostrar más sentido común, y eso significa que me cuentes quién te suministró esa información dañina que tanto me he esforzado en mantener lejos de tu alcance.

Amy se puso en pie de inmediato, con el rostro sombrío.

– Tendrás que esperar mucho.

– Tómate todo el tiempo que puedas aguantar. Me encontrarás esperando.

Ella pasó alrededor de la mesa, con el rostro brillante de furia. A él le dio la impresión de ser su ángel de la guarda, hasta que se dio cuenta de que permanecía alejada de él todo cuanto el espacio disponible le permitía.

– Deja de comportarte como si yo fuera un monstruo – dijo-. Quizá deberías apreciar el hecho de que me estoy conteniendo. En cuanto decidas comportarte racionalmente… -estaba observando cómo su delgada forma abría una puerta aún más delgada, que se cerró con tanta fuerza que hubiera hecho temblar la pared que la contenía de haber sido un poco menos firme. Mientras se sentía como si parte de su discurso hubiera sido una excusa para castigarla a su cuarto, apagó las luces de la cocina y se dirigió a su habitación.

Al llegar frente a la puerta de su hija, sintió de nuevo el hormigueo en las mejillas. Entró rápidamente en su dormitorio y cayó de rodillas, magullándoselas, pero no fue lo suficientemente rápido. Aun con las uñas clavadas en los nudillos de sus entrecruzadas manos, no fue capaz de rezar… no podía sacarse de la mente el pensamiento de la habitación de Amy atestada de cosas que se arrastraban, alejándose de su cabeza y reptando sobre el edredón, arrastrándose sobre el desorden del suelo. Se apretó las mejillas con los nudillos para apagar el hormigueo, la sensación de que el aire estaba cubierto de telarañas, pero no pudo espantar los pensamientos. En el pasado, las cabezas de los enfermos eran rapadas cuando caían presa del mal, y acaso esa era la razón secreta de que Amy se hubiera cortado el pelo. Mientras la sensación que había invadido la atmósfera de su casa lo hacía tiritar, se le hizo evidente que ella no había logrado desinfectarse con su acto.

Si eso no había tenido éxito, ¿Qué podría tenerlo? Esa era una pregunta con la que no se sentía preparado para lidiar por sí solo. Estaba juntando de nuevo las manos, acariciándose los nudillos con las yemas de los dedos en un esfuerzo por distraerse del hormigueo anticipatorio de su cara, cuando el teléfono lo convocó.

En un movimiento estaba de pie, había abierto la puerta y descolgado el aparato antes de que hubiera completado el segundo par de llamadas. Una voz conocida dijo:

– ¿Hola?

Dejó que repitiera el saludo dos veces mientras cerraba la puerta de su dormitorio detrás de sí, sentándose al borde de la cama. Entonces dijo:

– ¿Sí?

– ¿Podría hablar con Amy, por favor?

– Me temo que no -una sensación de calma, de gratitud por recibir la respuesta, al menos en parte, a la plegaria que no había llegado a poner en palabras, le dejó utilizar el nombre del que había llamado-. Robin.

– ¿No quiere hablar conmigo?

– Imagino que es así. No me ha dado la impresión contraria. Además, esa no es la cuestión -dijo Oswald, que se permitió una sonrisa al observar su inminente mentira-. No está aquí.

– ¿Dónde está?

– Se ha ido.

– ¿Adonde?

Aunque la voz del muchacho empezaba a provocarle un hormigueo de disgusto, al menos se obligó a elaborar los detalles que le diría a cualquier otro que preguntase.

– A casa de una tía.

– No sabía que tuviera tías.

– Apenas sabías que tenía padre, ¿verdad? No me extraña que no te mencionara a la tía Alice -continuó Oswald con suavidad mientras el nombre se aparecía en su cabeza-. Confío en que te des cuenta de que un cambio de aires es precisamente lo que necesita. Debe de haberte dicho que se encontraba tan mal que ni siquiera podía seguir con el colegio.