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Este, al contrario que su dormitorio, pero al igual que el de enfrente, tenía una ventana. A través de los marcos de las ventanas esmeriladas, Amy veía todo Partington, las calles que discurrían colina abajo igual que tentáculos oscuros de la plaza del mercado para capturar la serpiente luminosa que era la carretera principal, con la cabeza y la cola cortadas por la oscuridad de los cotos. Varias estrellas se habían prendido del cielo oriental, pero la noche que cubría la plaza del mercado siempre era lisa. Cuando dejó el sobre encima de la superficie de cristal de la bruñida mesa ovalada, vio al guardia veterano cerrando las puertas de hierro con volutas bajo las bombillas apagadas de principios de la Navidad. Echó las cortinas de terciopelo y metió una cinta con un concierto de Vile Jelly en la platina de la torre de alta fidelidad. El indicador del volumen le salpicó las manos de rojo cuando se enderezó para encaminarse a la cocina, con la intención de prepararse una taza de té de hierbas.

Al encender el fluorescente, las ramas más altas del roble se agitaron al otro lado de la ventana de la cocina, contra la oscura joroba que coronaba la colina, el primer peldaño que comunicaba con la oscuridad más pronunciada del coto. El árbol continuó manoteando al viento mientras ella colocaba un sobre de té en su taza y despertaba el ojo rojo de la tetera eléctrica. La luz de la cocina debía de haber sobresaltado a un pájaro que había renunciado a su asidero. Vile Jelly cantaban «No somos más que una chispa en las tinieblas del tiempo» mientras ella recogía su mochila del lugar donde la había tirado en el salón. Para cuando el solo de mandolina eléctrica hubo terminado, ella ya había desparramado sus libros de texto encima de la mesa del salón. La tetera la llamó con un silbido de vapor y el chasquido de su interruptor al apagarse y, en el silencio entre canciones, escuchó un movimiento cerca de la puerta del salón: un sigiloso rechinar metálico y el sugerente murmullo de una respiración… el radiador comenzaba a llenarse. Se hubo callado antes de que Eve Exman pronunciara «Quédate conmigo hasta la próxima vez que nos veamos», mientras Amy llenaba su taza de agua. Por fin consiguió rescatar la bolsita fláccida y tirarla al cubo de plástico, esperó a que las ramas dejaran de mecerse al otro lado de la ventana y, como tardaban, apagó la luz de un manotazo. «Hinca los codos», se dijo, y se encaminó con paso lento pero seguro al encuentro de los deberes de clase.

El arte de Shakespeare se apoya en la inconsistencia y en el contraste. Arguméntese tomando Macbeth como referencia. Amy se acordó de cómo había enfurecido al profesor de inglés al insistir en que le explicara cómo era posible que Lady Macbeth pudiera haber dado de mamar cuando no tenía hijos, pregunta que, según él, era la más antigua, aburrida e irrelevante que podía hacerse acerca de la obra. Paseó la mirada por el cuarto, ya que no en busca de inspiración, al menos para distraerse y no pensar en aquella eterna pregunta sin resolver. Vio el juego de sofás de piel sintética, cuyas orejas parecían brazos de gitano esculpidos; el cuero auténtico se reservaba para ensalzar algunos de los libros encuadernados por su madre. Vio el televisor agazapado encima del reproductor de vídeo junto a un par de baldas llenas a rebosar con las cintas de música que había grabado de la televisión. Se inclinó para retirar del brazo del sofá el mando a distancia que controlaba todo el equipo de audio y vídeo, y habría bajado el volumen de la música si la pista no hubiese comenzado su último minuto de silencio, lo cual le permitió cerciorarse de que había oído cómo llamaban a la puerta.

Apartó la silla de patas estevadas de la mesa y se apresuró a recorrer el recibidor para espiar por la mirilla. Una figura cubierta hasta los tobillos por un vestido negro enhebrado con plata comenzaba ya a menguar dentro de la sección globular del pasillo. Amy reconoció aquella melena, recogida con fuerza en la cabeza con una cinta para resaltar los rizos y los distintos tonos rubios que se derramaban hasta la mitad de la esbelta espalda. Le dio un pellizco al pestillo y empujó la puerta.

– Estoy aquí, Beth.

Beth Griffin se volvió, con una llave medio apuntando a la

cerradura de la última puerta del pasillo.

– No quería interrumpir, que a lo mejor estás con amigos.

– Estoy sola.

Beth se frotó su amplia frente y dejó que la mano corriera por su larga nariz hasta pasársela por los labios, tan delgados que se diría que eran la timidez encarnada.

– Me pareció que hablabas con alguien cuando salías.

– Qué va. Sería la cinta.

– Sería eso. -Acababa de terminar el punteo de bajo que anunciaba la siguiente canción, pero Beth no parecía del todo convencida-. En fin -dijo, descartando aquel tema con un vigoroso zangoloteo de cabeza-. Ya sé que, a tu edad, escuchar música a ese volumen no tiene por qué significar que no te duela la cabeza pero, ¿no habrás tenido fiebre de un tiempo a esta parte?

– Desde la semana pasada, no.

– Y, cuándo te… -Beth miró de soslayo en dirección al sonido de una puerta que se abría, aunque no era en aquella planta-. Te toca.

– Después del fin de semana, espero.

– Y me decías que los dolores de cabeza te asaltan, por lo general, durante el día.

– Se llaman profesores, algunos de ellos.

– Igual que antaño, cuando yo iba al colegio -dijo Beth, tras bizquear al salón de los Priestley como si esperara encontrar allí la puerta que se cerraba-. Tú sigue con el nat mur. Toma una pastilla cada vez que te haga falta y, si eso no te alivia, ya sabes dónde encontrarme.

– Si quieres pasar, la bajo.

– Ahora no. Llego tarde, ¿no? Espero que la reunión siga en pie.

– Debería.

– Valdrá la pena, ¿no? -dijo la homeópata. Cuando Amy omitió su respuesta entusiasta, añadió-: Por fin vamos a conocernos, todos los que somos.

– A lo mejor salgo.

– Qué pena. En fin, será mejor que… -Beth balanceó las llaves en un gesto que daba a entender que su puerta se había convertido en un imán que tiraba de su mano y, por fin, del resto de ella-. Espero que nos veamos más tarde -se despidió, antes de abandonar a Amy a la discreta luz del pasillo.

Mientras cerraba la puerta, Amy pensó que, lejos de su oficina, la inseguridad que sentía Beth en compañía de otras personas podía llegar a resultar alarmante, lo que sin duda explicaba su nerviosismo durante toda la conversación. En cualquier caso, en cuanto tuvo el mando al alcance de la mano, subió el volumen. «Así es como se acaba tu mundo», voceaban Eve Exman y el resto de Vile Jelly, «no hagas planes…». La música no le dejaba pensar, pero puede que fuese capaz de trabajar cuando se le hubiese despejado la cabeza. Las guitarras aullaban igual que misiles y sirenas hasta que, en el preciso instante en el que comenzaban a volverse insoportables, enmudecieron. Una broma de la banda; al cabo de cinco segundos, atacaban de nuevo, más salvajes que antes. Aquel ínterin le permitió escuchar cómo una llave giraba la cerradura. Se apresuró a esperar en el recibidor y no tardó en encontrarse dando la bienvenida al recién llegado.

2. Además de los invitados

– He convocado una reunión de mis amigos nazarenos para esta tarde -dijo Oswald-, pero antes de irme quisiera asegurarme de que nos hemos entendido.