Выбрать главу

– ¿Cuánto tiempo va a pasar fuera?

– Todo el que sea necesario. Yo me encargaré de explicarlo en la escuela.

– ¿Tiene usted su dirección?

Por un instante, esto pareció una demostración de astucia por parte de su mal elegido amigo; entonces Oswald recuperó el control por completo.

– Ni siquiera yo me pondré en contacto con ella hasta que no mejore.

Había asumido que esto silenciaría a su interlocutor, pero no había tenido en cuenta la testarudez de la juventud.

– Si se pone en contacto con usted -dijo el muchacho-, ¿podría decirle…?

– Creí que había dejado claro que eso era imposible. Por favor, no llames más aquí -dijo Oswald, cortándolo en seco.

Escuchó el zumbido casi monástico de la línea durante unos segundos antes de volver a colgar el receptor en el aparato, junto al cual la puerta de Amy permanecía cerrada. ¿Estaba dormida o había escuchado el teléfono y lo había ignorado? Confiaba en lo segundo. Su tozudez podría tener algunas ventajas, después de todo… de hecho, ya las había tenido. Recordaba haber llegado por el pasillo en medio de un apacible silencio solo para verse recibido por su enloquecido estrépito. Con ello le había mostrado mucho más de lo que había pretendido. Ocurriera lo que ocurriese dentro de su apartamento, nadie se enteraría fuera de sus paredes.

20. Los guardianes

Amy fue despertada del último de sus intranquilos sueños, por un sonido sigiloso más allá del pie de su cama. Abrió los ojos bruscamente y vio que la puerta se estaba entreabriendo y que su padre la espiaba desde allí. Su rostro no cambió mientras sus ojos se encontraban con los de ella; su expresión parecía tan inmutable como la de cualquiera de los cuadros del salón. Estaba tan vacía como un esbozo al que le faltaran los detalles. Sus brillantes pupilas se posaron sobre ella y entonces, no habiendo visto aparentemente nada que quisiera ver, retrocedió. Mientras la puerta se cerraba, ella supo que tenía que salir de la habitación.

Ya no le parecía un refugio. Aunque había tenido la luz encendida toda la noche, eso no la había ayudado a dormir; solo la fatiga lo había logrado. Cada vez que, con un sobresalto, había despertado, se había sentido compelida a examinar sus alrededores en busca de evidencia alguna de intrusión, en busca de la prueba de que su padre, u otra cosa menos viva, hubiera invadido su habitación mientras ella dormitaba agitadamente. En una ocasión, al abrir los ojos había visto cómo se deslizaba una chaqueta vaquera desde lo alto de un montón de ropa en una esquina del cuarto, y por un momento había creído que una forma sin cabeza estaba a punto de arrojarse sobre ella, de rodearla con los brazos y de inmovilizarla en la cama. La idea la había perseguido hasta el sueño, donde la esperaban peores pesadillas, todas las cuales sucedían en Nazarill y, cada vez más, en su dormitorio. Ahora la puerta estaba a punto de encerrarla con ellas, lejos de la luz, si bien débil, que incidía de forma imperceptiblemente más vertical, sobre el salón.

– Espera -lo llamó.

La puerta se detuvo, enmarcando el lado derecho del rostro de su padre. Su ojo se volvió de nuevo hacia ella y la mitad de una boca separó los labios para abrirse.

– ¿Has decidido contarme la verdad?

– Sí.

– ¿Toda la verdad?

Podía estar atrapada en un cuento de hadas en el que un malvado guardián le impedía atravesar la puerta hasta que no respondiese a más preguntas.

– Antes solo querías saber de dónde saqué la historia.

– Muy bien, empecemos por eso. ¿Quién te la contó?

– No fue una persona, sino una cosa. Un libro en el mercado. La leí allí, pero no lo traje a casa -ni la puerta ni el rostro de su padre mostraron la menor respuesta y ella estaba registrando su mente, vacía de improviso, en busca de un título por si se lo preguntaba, cuando él dijo:

– Después de que se te ordenara explícitamente que no investigaras el pasado.

– Quería saber por qué había visto… la clase de lugar en el que vivimos -su cambio de explicación a mitad de frase no pareció influir en su ánimo, así que obligó a otras dos palabras a abandonar sus labios-. Lo siento.

– A eso al menos sí le doy la bienvenida. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo dijiste -abrió la puerta del todo y mostró su rostro. Mientras se movía, se pareció por un instante al padre que había sido mientras su madre estuvo viva. Entonces su mirada se posó sobre lo alto de la cabeza de ella y su rostro revertió a la máscara que había sido, mientras la observaba por la rendija de la puerta-. Deberíamos pensar en tu contrición. ¿Puedo confiar en que te contendrás mientras estoy en el trabajo?

Amy no podía recordar cuándo había consultado por última vez su reloj, pero ahora, después de lo localizarlo en el suelo, lo hizo.

– ¿Por qué no me has despertado? -exclamó mientras se incorporaba y se apoyaba sobre el cabecero-. He perdido el autobús. Quería ir al colegio.

– No creo que hubiera sido adecuado.

– ¿Por qué no? ¿Qué quieres decir?

– Vaya, tan pronto después de que tu estado te impidiera ir a la iglesia…

– Ya no me siento tan mal -trató de asegurarle Amy, a pesar de que su jaqueca yacía agazapada detrás de sus ojos, esperando cualquier excusa para constreñir su cerebro-. Todavía puedo ir. Llegaré un poco tarde, nada más.

– No.

Él sujetó el borde de la puerta con tanta rapidez que Amy escuchó cómo arañaba una uña la madera, y volvió la cabeza hacia la cocina. ¿Acaso estaba buscando algún objeto con el que atrancar la puerta?

– Está bien -dijo Amy, que tuvo que contener el aliento para mantener firme la voz-. Está bien, papá. Me quedaré en casa. Trabajaré allí.

Los ojos de su padre parecieron cerrarse alrededor de sus palabras y cobraron mayor brillo por su sustento.

– ¿Dónde?

– Aquí -dijo Amy, dándose cuenta de que debiera haber utilizado esta palabra para aplacar a su padre-. En el piso, me refiero. Sobre la mesa, la del salón. En mi dormitorio no tengo sitio.

– Sin duda, pretendes contaminar el aire de nuestra casa con tu diabólico clamor.

– No lo haré -dijo ella, y vio que los ojos de él se entornaban aún más; no debería haber parecido tan ansiosa por complacerlo-. Solo baja. Pondré mi música muy baja.

Quizá le había recordado alguna idea que encontraba positiva; asintió para sí antes de permitir que sus ojos adoptaran un brillo casi indulgente.

– Escucha esa música de baile, aunque solo Dios sabe qué clase de baile pretende sugerir, si eso te ayuda a permanecer aquí hasta que yo regrese.

– Oh, así será -dijo Amy, devolviéndole la mirada con toda la inocencia que pudo reunir.

Cuando por fin se apartó él de la puerta, abandonó la cama de inmediato y empezó a llevar sus libros y cuadernos al salón. Estaba en medio de su segundo viaje cuando él reapareció en la puerta de su dormitorio, abrochándose el abrigo.

– ¿Cuándo vuelves? -le preguntó al tiempo que ordenaba el montón de libros que llevaba entre los brazos.

– Cuando me haya encargado de algunos asuntos.

– Cosas de negocios, te refieres -dijo ella, no tanto por dejarlo claro como porque le molestaba esa forma de hablar, lo que hizo que él pareciera enfurecido e incluso perplejo-. ¿Cuándo será eso más o menos?

– En cuanto me sea posible, te lo aseguro.

Ella podría haber concluido que la idea de abandonar el edificio lo confundía. Sea como fuere, caminó hasta la puerta y la abrió.

– Por el momento, tengo responsabilidades más allá de estos muros.

Estaba cerrando la puerta tras de sí cuando Amy, después de dejar caer los libros sobre la mesa, cruzó corriendo el salón y sujetó el picaporte. El rostro de su padre se volvió hacia ella, los ojos tan brillantes como los focos de Nazarill.