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Ya había tenido suficiente de aquellos juegos. Si no podía ocultar su presencia no iba a actuar con miedo, por muy asustada que estuviese. Seguramente no habría nada en las habitaciones que pudiera adelantársele si decidía correr hacia la puerta. Apoyó ambos pies firmemente, haciendo menos ruido de lo que había temido, y se preparó para salir corriendo. No podían atemorizarla abriendo las puertas, trató de convencerse: ya había visto qué aspecto tenían.

Aquella pretensión de tranquilidad podría haber funcionado de no ser porque había olvidado que sus pensamientos podían ser escuchados. Provocó una respuesta inmediata. Los dedos se flexionaron como si acabaran de recordar cómo moverse; entonces abrieron la puerta y el cuerpo caminó tambaleándose hacia ella.

Quizá en respuesta a su pensamiento, parecía querer que ella lo viera como había sido una vez. Si es posible, eso empeoraba todavía más su aspecto. La pelusa enredada y grisácea que cubría el cráneo no era ciertamente pelo. La figura seguía conservando una especie de cara o había reconstruido de alguna manera parte de ella, que parecía en peligro de separarse de los huesos, al igual que los jirones de carne del pecho se despegaban de las costillas para mostrar el corazón y los pulmones marchitos, que se sacudieron como si estuvieran sufriendo un espasmo letal mientras la mirada de Amy caía sobre ellos. Esta solo había tardado un par de segundos, que parecieron prolongarse una eternidad, en percibirlo todo: tiempo insuficiente para retroceder, suponiendo que hubiera podido. Entonces la forma dio otro paso tambaleante hacia ella y alzó su cabeza cubierta de telarañas hacia la luz del sol. Todavía quedaban en sus labios suficientes jirones de carne como para que Amy pudiera ver cómo pronunciaba las palabras que estaba escuchando en su mente:

– Recuerda tu sueño.

Estuvo a punto de comprender, y por esa razón se negó a hacerlo. Se sintió próxima a un terror más espeluznante si cabe que la visión que se encontraba frente a ella. La figura extendió ambos brazos, tan lenta y dificultosamente que podría estar arrancándolos de una telaraña, y vio luz entre sus huesos. Creyó que pretendía lanzarse hacia delante y abrazarla y, a pesar de su lentitud, no estaba segura de ser capaz de retroceder hasta ponerse fuera de su alcance, pero había malinterpretado sus intenciones. Cuando empezó a arrollar lo que de sus dedos quedaba en la mano derecha, supo que estaba llamando a su compañera, que esperaba tras la otra puerta.

Amy escuchó movimientos en la oscuridad, unos pies que se arrastraban sobre la alfombra. A juzgar por el sonido, la criatura parecía lisiada pero rápida, y era más pequeña que su compañera. A pesar de haber supuesto su tamaño, no estaba preparada para su baja estatura, pues apenas levantaba medio metro sobre el suelo. El rostro podría haber sido humano en una ocasión e, incluso ahora, un agujero demasiado grande como para que fuera considerado una boca estaba haciendo lo que podía por simular una expresión, más grotesca si cabe por la lengua ennegrecida y arrollada. Aunque sus ojos habían desaparecido tiempo atrás, asomó la cabeza por la puerta en dirección a Amy y los pedazos de piel que cubrían sus fosas nasales se contrajeron y se hincharon. Caminaba bamboleándose sobre miembros que nunca habían sido del todo manos ni patas y se sentó sobre las ancas, al tiempo que sus incompletos costados subían y bajaban. Estaba esperando instrucciones de su dueña.

El cuerpo de Amy había dejado de obedecer a sus pensamientos. Mientras las manos se convulsionaban para señalarla, no fue consciente de estar retrocediendo hasta que la parte trasera de sus tobillos tocó el primer escalón. La deformada criatura cojeó rápidamente hacia ella, meneando la cabeza como un cachorro con cada paso vacilante, y Amy giró sobre sus talones sin saber en qué dirección estaba huyendo o en qué mano estaba su bolso, o si esa era la misma mano que había tendido hacia el pasamanos. No lo era, y al agarrarse al metal tiro de sí misma hacia arriba casi más deprisa de lo que podía respirar.

¿Se estaba apagando la luz? Casi estaba segura de que había empezado a parpadear. En medio de todo su terror se dio cuenta de que tenía miedo de tocar la pared. Giró bruscamente al llegar al primer descansillo y miró hacia abajo. Su perseguidor ya se encontraba en mitad del primer tramo de escaleras, y su boca se retorcía y mostraba algo más que dientes. Prácticamente voló escaleras arriba hasta llegar al segundo piso, y solo se salvó de caer al suelo agarrándose al pasamanos. Mientras lo soltaba, escuchó cómo se abría una puerta en el pasillo.

Si hubiera estado pensando (puesto que no tenía tiempo de

establecer qué puerta era, ni medio de saber quién o qué la había

abierto), puede que no hubiera gritado.

– Rápido, venga y lo verá -exclamó-. Está en las escaleras. Tiene que verlo, entonces me creerá.

De hecho, se estaba dirigiendo a uno de sus vecinos. Resultó evidente inmediatamente por la manera en que la puerta (Peter Sheen el periodista, ahora se dio cuenta) se cerró con fuerza, dejándola fuera. El silencio fue interrumpido por un olisqueo apagado que sonaba tan próximo que ella no se atrevió a mirar. Agarrándose de forma casi ciega al pasamanos, voló escaleras arriba, tratando de abrir el bolso con la mano en la que lo llevaba para poder tener las llaves localizadas cuando llegara a la puerta.

Todo lo que consiguió fue arriesgarse a soltar el bolso y el pasamanos. En su pánico, apenas era consciente de en qué mano tenía cada cual. Dobló el último descansillo y subió el tramo final de escaleras. Cuando llegó arriba, tuvo que recordarse que tenía las dos manos libres para ocuparse del bolso. Mientras huía por el incierto crepúsculo del pasillo, sujetaba el bolso con una y tiraba de la correa con la otra. Sus anteriores intentos por abrirlo parecían haberlo cerrado por completo. Estaba prácticamente en la puerta, sollozando de rabia y falta de resuello, cuando sintió que la abertura del bolso se abría unos pocos centímetros. La ensanchó con todos los dedos y metió la mano dentro.

El rectángulo rígido y frío de su tarjeta de transporte, un billete arrugado de cinco libras y varias monedas, un paquete abierto de pañuelos de papel que cedió a sus tanteos, una tarjeta de cumpleaños que había olvidado enviarle en su momento a uno de sus amigos y que estaba guardando para el próximo año, la Biblia y las hojas en las que estaba envuelta, una roca que le había parecido que semejaba la cara de un niño sonriente y que Rob había encontrado para ella en los páramos, el bote de píldoras que Beth le había dado, unos papelitos garabateados y por fin, al fondo mismo del bolso, un tintineo metálico. Cerró los dedos alrededor de las llaves. Casi le atravesaron la piel; las puntas metálicas lo hicieron, porque el objeto que había encontrado era su peine, que había chocado contra una moneda extraviada. Sus llaves no estaban en el bolso.

Lo abrió de un tirón hasta el límite de la correa y lo registró desesperada, pero apenas alcanzaba a ver lo que contenía en la oscuridad reinante. Le dio la vuelta y lo vació frente a la puerta. Todo lo que había sentido al registrarlo estaba allí, y nada más. Lo arrojó contra la mirilla de la puerta e introdujo las manos en todos sus bolsillos, pero las llaves no se encontraban allí. Mientras sus pensamientos empezaban a dar vueltas desesperadas alrededor de la última ocasión en la que las había visto y lo que podía haber hecho con ellas, escuchó ruidos al otro lado del pasillo. A regañadientes, sus ojos se volvieron hacia allí y miraron de soslayo hasta que el dolor le obligó a girar la cabeza. Una cara marchita y sin ojos se había asomado sobre las escaleras y parecía esperar su próximo movimiento.