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Amy se inclinó tan deprisa que la sangre se le subió a la cabeza y pareció extinguir la escasa luz que reinaba en el pasillo. Sabía lo que estaba buscando, y antes de poder ver de nuevo se había incorporado con el peine en la mano. Había sabido cuando lo compró que el extremo puntiagudo podía hacer las veces de arma llegado el caso de tener que defenderse, y ahora era el momento. Se imaginó a sí misma corriendo por el pasillo a toda velocidad para apuñalar salvajemente a su perseguidor, pero no podía soportar la idea de tocar a uno de los habitantes de Nazarill. En vez de ello, empezó a perforar la puerta en el lugar en el que la madera ocultaba la cerradura.

Volaron astillas y oyó y sintió el chasquido del metal clavándose en el duramen. Sin embargo, al cabo de no más de doce golpes, la empuñadura del peine empezó a ceder. Hundió la punta entre la puerta y el marco y trató de coger el cerrojo de la cerradura para empujarlo y sacarlo de su cavidad, solo para descubrir que era incapaz de clavar lo suficiente el peine o, después de cejar en el intento, también de sacarlo. Recorrió el pasillo a sacudidas, sus ojos negándose a miraren dirección a las escaleras, y apretó con ambas manos el timbre de la puerta de Beth, por si hubiera regresado antes de que ella se marchara. Al ver que no obtenía respuesta durante más tiempo del que se atrevía a imaginar, recogió el bolso para protegerse las manos con él, asió el peine y echó todo su peso hacia atrás. El peine se soltó y casi chocó contra la pared opuesta, pero se incorporó a medias y reanudó el asalto contra la puerta, al tiempo que trataba de enderezar el peine con sus golpes. No se dio cuenta de que la tarea estaba abrumando todos sus sentidos, centrándolos por completo en ella, y así no se percató cuando dejó de estar sola en el pasillo.

Al escuchar un ruido más próximo que las escaleras giró sobre sus talones y alzó el peine como si fuera un cuchillo. Su padre estaba en mitad del pasillo, mirándola tanto a ella como a los restos con expresión inefable. Caminó hasta allí, sujetó el brazo de Amy que aferraba el peine y, con la otra mano, introdujo su llave en la cerradura. La giró furiosamente y la empujó contra la puerta, con tal fuerza que se introdujo más de un metro en el salón lleno de ojos saltones. Amy se recuperó a tiempo de verlo metiendo a patadas el bolso y su contenido en el apartamento, mientras sacaba la llave. Al cabo de un momento, la puerta estaba cerrada y él echaba la cerradura.

– No es necesario que hagas eso -dijo Amy con el poco resuello que pudo reunir.

– Sí-dijo su padre en una voz que ella apenas reconoció… que no quería reconocer-. Sí que debo.

21. El último mensaje

Sacó la llave y la guardó en el bolsillo de sus pantalones, y mientras se volvía hacia Amy tuvo tiempo de advertir la mucho que ella lo temía… demasiado hasta para acercarse y recoger sus pertenencias del suelo. Ella no pudo evitar retroceder un paso al ver su rostro, aunque no era del todo capaz de definir lo que había visto. Algún rasgo en el que no hubiera reparado mientras estuviera allí había desaparecido, reemplazado por un brillo inflexible de los ojos. Si dejaba que el miedo se apoderase de su mente podría acabar imaginando que solo estaba fingiendo ser su padre, que las cejas que se habían vuelto más pobladas y grises a través de su infancia y que las mejillas y la barbilla, que el peso de los años había aflojado, eran los rasgos más convincentes de una máscara. No quería volver a oír su voz, no ahora que se había vuelto tan fría y pesada y opresiva como las viejas piedras que la sepultaban. Sin embargo, mucho menos podía soportar el silencio, y vio que él estaba esperando que hablara. Quizá hubiera alguna manera de conmoverlo. Se obligó a respirar de forma regular a pesar de los estremecimientos que recorrían su cuerpo, pero no se le ocurrió nada que decir, solo la verdad.

– He perdido las llaves.

La mirada de su padre se cerró a su alrededor, pero ella no fue capaz de interpretar el brillo. Puede que algo más de sinceridad jugase en su favor, si de verdad él quería protegerla.

– Estaba asustada -dijo, y reprimió otro estremecimiento-. No podía entrar.

– No deberías haber salido. Te comprometiste a no hacerlo.

– Ya sé que lo dije, pero cuando te fuiste no pude… tenía que -la verdad no había funcionado, pero era incapaz de elaborar una historia que pudiera convencerlo-. ¿No has visto nada al entrar? -preguntó, aunque si su terror hubiera sido un poco menos reciente, se habría guardado la pregunta-. ¿No has oído nada en las escaleras?

– Oí cómo alguien le causaba daño a la propiedad y recé para que no fuera mi hija. Quizá tú misma puedas decirme lo que he visto.

– Ya te lo he dicho, estaba tratando de entrar. Hubiera creído que eso te complacería -dijo Amy, dándose cuenta de que incluso a ella misma sus palabras le parecían una locura-. Es lo que te he dicho, había perdido las lleves y no esperaba que regresases tan pronto.

– Esperabas que no lo hiciera, más bien.

– ¿Por qué hubiera esperado eso -dijo Amy, tan confundida que ya no se daba cuenta de que era verdad- cuando te necesitaba para entrar?

Era evidente que él pensaba que estaba tratando de engañarlo; la negrura endurecida que cubría su rostro se movió.

– Tus llaves las tengo yo.

– ¿Dónde las has encontrado? -dijo Amy, extendiendo la mano.

Él contempló el gesto con una incredulidad fatigada y la miró a la cara.

– Donde tú las dejaste.

– ¿Por qué no me las diste sin más? -dijo sin apartar la mano-. ¿Puedes devolvérmelas? Son mías.

– No las hubiera cogido si pudieras tenerlas.

Amy tuvo miedo de temblar de nuevo, pero, por el contrario, el frío que había invadido repentinamente su cuerpo la mantuvo inmóvil.

– ¿Cogido de dónde?

– Me temo que tu descuido ha terminado por ser tu ruina – dijo él mientras empujaba su bolso con el pie-. Puede que recuerdes que dejaste esto olvidado cuando buscaste asilo con una amiga de Sheffield.

– No te creo -dijo Amy con voz intranquila, interpretando su comportamiento-. Me has robado las llaves.

– Quizá deberías recordar que solo las tenías porque yo lo permitía. Esta casa es tu único refugio y solo me estaba asegurando de ello.

– ¿Un refugio de qué? -demandó Amy al ver su oportunidad.

– De los ojos de todos los que han visto en qué te has convertido.

– Si tanto me odias, devuélveme las llaves y no volverás a verme.

– Creo que no. No le voy a dar la espalda a la responsabilidad que me ha sido confiada.

La jaqueca de Amy se estaba agolpando detrás de sus ojos, y cada vez le importaba menos lo que decía.

– Si no hubiera sido por mamá, no me habrías tenido. Trata de pensar en cómo me hubiera tratado ella. Ella nunca se hubiera comportado como tú lo estás haciendo.

– Tu madre está muerta.

Un asco tan total que parecía capaz de extinguir cualquier emoción que quedara en él había llenado sus ojos, pero esa no era razón suficiente para el miedo que Amy estaba sintiendo despertar en su interior. Como si su desprecio la hubiera hundido, su mirada bajó hasta su bolso y su contenido desperdigado por el suelo.

– Limpia este desorden -dijo su padre con voz pétrea.

Al principio Amy creyó que no podría, creyó que no podría atreverse a ponerse a su alcance mientras este miedo nuevo permanecía indefinido, aunque al mismo tiempo tan próximo a la definición, pero entonces vio la Biblia y las hojas que la cubrían a los pies de su padre. Si la perdía, la cosa más parecida a una prueba que tenía habría desaparecido. Se obligó a agacharse para recoger su bolso, el objeto principal, y sintió como si su desprecio estuviera sujetándola de la nuca y empujando su cabeza hacia abajo.

– Si no te importa -logró decir, con más timidez de lo que había pretendido-, dame algo de espacio.