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Quizá su mirada había revelado sus intenciones. Cuando su padre se movió fue para acercarse pesadamente a ella, dispersando los objetos con los pies, salvo la Biblia y las páginas, que dejó detrás de sí.

– Deja de darle patadas a mis cosas-gritó ella-. Creía que no te gustaba que las cosas sufrieran daño.

– Esta ya no es tu Biblia -dijo él como si ella no hubiera hablado-. Ya no habrá más profanaciones aquí.

– Yo la encontré. Es mía -mientras hablaba, Amy estaba guardando el peine en el bolso para no caer en la tentación de clavárselo; ¿qué hubiera pensado su madre de ella?-. Tú no la quieres ahora que está pintarrajeada -le dijo, mientras le lanzaba la más dura de sus miradas.

– Es mi deber estar al corriente de tus desvaríos -dijo, acariciándose la mejilla con las yemas de los dedos. El brillo de sus ojos aumentó-. Este es el último secreto que me ocultas.

– Yo quería que leyeras lo que hay escrito en ella. ¿Es que no lo entiendes?

– No voy a escuchar más mentiras tuyas -volvió a acariciarse las mejillas, alargando de tal manera sus ojos que su aspecto rivalizó con los aumentados por el cristal de los marcos de los cuadros; esta vez las uñas de sus dedos dejaron marcas-. Que Dios nos ayude, creo que tú las crees.

Amy agachó la cabeza y cayó casi de rodillas, como si él hubiese logrado sacar lo mejor de ella. Recogió la piedra, que había perdido su cara de niño, y la guardó en el bolso, seguida por el paquete de pañuelos. Ahora la Biblia estaba al alcance de su mano. Si hubiera sido capaz de pensar con más claridad, se hubiera dado cuenta de que fingir que la ignoraba no servía más que para poner en evidencia su plan. Alargó una mano rápida, y hubo tocado el fajo de hojas sueltas; cuando su padre puso uno de sus tacones sobre su frente y empujó.

Fue la brutalidad del gesto, tanto como su fuerza, lo que la hizo caer. El tacón le había parecido duro como un ladrillo, y olió un aroma a vegetación podrida. Mientas sus codos golpeaban el suelo, apretó los dientes para que no la viera encogerse. Por un instante demasiado breve como para que pudiera estar segura de haber visto algo, él pareció consternado por su caída y por su acto, y entonces la negrura se renovó en sus ojos. Parecía como si hubiesen olvidado cómo pestañear.

– No me hagas enfadar-dijo-. Haz lo que se te ha dicho, y ya…

Su voz se alzó hasta convertirse en un grito. Amy había utilizado sus doloridos brazos para ponerse en pie y estaba retrocediendo por el salón. Arrojó su bolso a través del umbral sobre la cama para tener ambas manos libres, y recorrió a la carrera la habitación hasta la ventana.

Bajo un cielo que parecía helado, George Roscommon estaba observando un macizo de flores que había junto a la cerca. Amy dio un tirón al tirador de la ventana y se magulló las yemas de los dedos. No iba a ceder. Incluso cuando logró introducir el costado de la mano izquierda bajo el extremo del semicírculo de metal, mientras golpeaba con la otra el otro punto, desgarrándose casi la piel, el tirador se negó a moverse. Oyó cómo su padre se encaminaba a grandes pasos hacia allí y sintió cada uno de ellos como la amenaza de una nueva magulladura en la frente. Liberó las manos del tirador y empezó a golpear las ventanas con los puños.

– ¡Socorro! -gritó-. ¡Mi padre me está atacando, no sé lo que va a hacer!

El cristal vibró con sus golpes y pareció también que la vista tras él lo hacía, un fenómeno que tornó la presencia del jardinero incluso más lejana y menos convincente. Había dejado de trabajar para anotar algo en su panel, pero a pesar de todo el ruido que ella hacía, que amenazaba casi con ensordecerla, ni siquiera levantó la mirada. No debiera haber abandonado el bolso: tal vez hubiese podido romper el cristal con la piedra. Se volvió, desesperada por encontrar cualquier otra cosa que pudiese utilizar, y se encontró mirando a su padre a los ojos.

Él la observaba desde el salón, con las manos cruzadas frente a sí. Al principio no entendió por qué el hecho de que permanecerá allí debía asustarla, y entonces se dio cuenta de que él sabía que no necesitaba aproximarse, sabía que no sería capaz de abrir la ventana o de hacerse oír fuera de Nazarill. La frente le dolía como si sus anteriores jaquecas hubieran sido una premonición de su herida, pero se aferró a sus pensamientos y tragó saliva amarga.

– ¿Quién te ha dicho que no podrían oírme a través de la ventana? -dijo, y su aguijoneante mirada se endureció sobre su padre.

Nunca hubiera creído que su mirada podría hacerse aún más vacía, pero así fue. No era una respuesta, pensó, era una pretensión, aunque él no lo supiera, así que la aguantó. Enseguida, él empezó a mover la cabeza de un lado a otro como si pretendiera desalojar la idea que Amy había plantado allí. Al ver que la mirada de su hija no lo abandonaba, separó las manos y se arañó las mejillas, y ella tuvo la repentina y terrible impresión de que estaba a punto de ver cómo su rostro se trocaba por el de cualquier otro. Pero antes de que eso pudiera ocurrir, su padre entró en la habitación. En vez de discutir su pregunta o considerar siquiera lo que implicaba, pretendía volcar su confundida rabia sobre ella.

Había recorrido la mitad del cuarto cuando Amy se precipitó hacia el salón. Tuvo que rodear la mesa para permanecer lejos de su alcance, pero no se había dado cuenta del mucho tiempo que eso le daría a su padre para adelantársele, que dio tres pasos deliberados y se encontró entre ella y la puerta, con las manos estiradas de forma negligente a ambos lados. Su rostro pareció haber abandonado todo interés en adoptar una expresión, hasta que ella cogió una silla por el respaldo y la volcó delante de sí. Mientras él se apartaba para no ser derribado, enseñando los dientes con los ojos saliéndose de las órbitas, Amy huyó al salón.

Su primer e instintivo pensamiento fue el de dirigirse hacia el pasillo. Eso no tenía sentido alguno hasta que encontrase sus llaves, si es que alguna vez tenía la oportunidad de hacerlo. Estaba corriendo hacia su habitación y pensando en el mejor modo de bloquear la puerta cuando se le ocurrió otro curso de acción, el único que podría tener éxito. Descolgó el aparato de teléfono de la placa de la pared y se metió a toda prisa en el cuarto de baño, arrojando todo su peso contra la puerta mientras su padre saltaba sobre la silla y corría por el salón. Estaba echando el cerrojo con la mano izquierda, que no parecía poseer la fuerza necesaria para hacerlo, cuando él chocó contra la puerta.

Los apenas dos centímetros de cerrojo que habían entrado en su encaje estuvieron a punto de saltar de nuevo, y Amy creyó ver que empezaba a doblarse. Trató de enterrar los talones en el linóleo y sintió cómo se deslizaban sobre el suelo mientras ella no lograba atrancar la puerta. Entonces la presión de su padre disminuyó y pudo echar el cerrojo por completo mientras la puerta se estremecía por un golpe de su puño.

– Devuélveme eso inmediatamente -gritó él.

Amy apretó el receptor con ambas manos para controlar sus temblores. Apretó el botón de comunicar y esperó, pero el auricular solo le ofreció silencio. Estaba empezando a pensar que Nazarill se había desconectado de la línea telefónica cuando el receptor estableció contacto con una línea, al mismo tiempo que su padre le propinaba a la puerta una serie de golpes que hicieron que la frente le palpitara.

– Abre ahora mismo -su voz entró como un cuchillo afilado a través de la madera.

El ruido le estaba borrando de la cabeza cualquier número al que pudiera llamar. Durante unos escasos e insoportables segundos, la única persona en la que pudo pensar fue el anciano señor Roscommon, pero no lograba recordar su número y, además, ¿estaría en su casa? Se le ocurrió entonces consultar el reloj, tratando de discernir quién podría encontrarse en aquel momento en casa. Su reloj se había parado por primera vez… se había detenido casi en el momento, o acaso exactamente en el momento, en que había abandonado el piso. El tiempo transcurrido desde entonces se le antojaba una incursión en las profundidades de la noche, pero el último vistazo que había echado por la ventana sugería que todavía no había oscurecido, aunque seguramente era lo bastante tarde como para que la gente hubiera vuelto ya. Su padre volvió a golpear la puerta, con tal fuerza que vio cómo se estremecía en su marco. Mientras él gritaba «Esta puerta no es tuya. Ábrela de inmediato», marcó el único número que podía recordar.