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Más que la profusión de estanterías esqueléticas, era el olor metálico de la gran habitación lo que estaba confundiendo a Oswald, pues le recordaba al de la sangre, así que nombró los objetos según se le fueron ocurriendo.

– Un martillo, por encima de todo. Clavos… creo que no. Un cincel podría resultar útil, y, por supuesto, un destornillador. Hoy en día los hacen con puntas, ¿no?

El más joven de los dependientes estaba registrando la tienda en busca de lo que había dicho. Se detuvo para añadir un destornillador con puntas a su pedido y examinó a Oswald con una paciencia tan visible que era su propia contradicción.

– Eso es lo que más necesito -dijo Oswald, cogiendo la caja.

Su insistencia en pagar en metálico le valió una mirada de desaprobación del encargado, presumiblemente por haber aumentado el papeleo, pero un instinto le había vuelto reacio a firmar con su nombre.

– Dejémoslo en trece -dijo el encargado, ahorrándole a Oswald algunos peniques y a sí mismo la necesidad de perturbar el cambio de la caja. Su ayudante envolvió las herramientas y precedió a Oswald a la puerta, donde le entregó el paquete como preámbulo al cierre de aquella.

Pickles se encontraba fuera y se ajustó la gorra sobre la frente a modo de saludo.

– ¿Todo bien? ¿Le importa si vamos con un poco deprisa? Es hora de cerrar las puertas.

Oswald no necesitaba que le metiesen prisa; de hecho, le hubiera gustado entrar directamente en Nazarill al salir de la tienda. Estaba tan concentrado en llegar al coche que había abierto la puerta antes de darse cuenta de que Pickles lo había seguido y le estaba hablando.

– Lo que quería decir, señor Priestley, es que si quiere que le eche una mano, en casa yo me encargo de todas las chapuzas.

– Crees que tendrías la oportunidad de ver a la chica.

Al instante, el rostro del guardia redobló su rubor.

– No quiero, es decir, si hay algo que yo pueda… -tomó aliento, lo que le dio más aire para barbullar-. No pretendo meterme donde no me llaman, pero viendo al otro río, el que iba con…

– No quiero que se acerque a mi propiedad. Ya no hay razón para ello -Oswald había entrado en el coche y estaba hablando sobre la ventanilla bajada-. Puedes prohibírselo si llega a ser necesario.

– Confíe en mí, señor Priestley -dijo Pickles con un vigor que le falló de inmediato-. Y en cuanto a ella, ¿está…?

– Está con un pariente que sabe cómo ocuparse de ella -dijo Oswald, subiendo la ventanilla. El guardia se agachó.

– ¿Le dirá que he preguntado por ella?

– ¿Quién sabe cuándo volveré a tener noticias? -murmuró Oswald, que arrancó el coche marcha atrás bruscamente para recibir un golpe urgente en el techo, propinado por el guardia. Giró hacia delante y estuvo a punto de chocar contra el escaparate de una tienda, pero entonces el coche lo llevó hacia la seguridad. Recorrió veloz Nazareth Row frente a un vehículo cuadrado que marchaba de vuelta a casa, y cuyos furiosos faros significaban para él infinitamente menos que la manera en que Nazarill se iluminaba a sí misma para recibirlo. Mientras entraba en esa luz, le pareció sentir que sus ojos iluminaban todo el camino hasta el estacionamiento.

Ya no estaba vacío. Tres coches habían aparcado y de uno de ellos estaba bajando una mujer a la que no tardó demasiado en reconocer como la juez. Todo lo que iba a hacer era legal porque era necesario, así que no sintió el menor escrúpulo al ver que ella esperaba para hablar con él. Cuando su estruendosa bolsa y él llegaron por fin a su lado, después de que Oswald se hubiera vuelto al recordar que no todas las luces que había en sus faros emanaban de Nazarill, la pregunta que pasó hasta él sobre la sombra de la mujer le pilló desprevenido.

– ¿Algo va mal?

– ¿Qué podría ir mal?

Aunque pareció desconcertada por su rudeza, respondió con educación.

– Veo que está pesando en hacer algunas reparaciones.

Podría haber replicado que veía que ella estaba pensando en embriagarse, como era su costumbre todas las tardes, teniendo en cuenta el apagado coloquio que mantenían las botellas de la bolsa que cubría su pecho. En cambio, respondió:

– Nada que vaya a molestar a mis convecinos. No creo ni que se enteren.

– Puede estar seguro de que yo no estaré escuchando – dijo la juez, que jadeó tras Oswald mientras este se apresuraba para poder llegar a la entrada de Nazarill cuanto antes-. Supongo que tendrá usted las suficiente preocupaciones sin necesidad de que nadie las aumente -dijo con tal esfuerzo que no alcanzó a terminar la última vocal mientras Oswald llegaba a la puerta.

Ya estaba dentro de Nazarill. Metió una de las llaves en la cerradura y abrió de par en par la puerta de cristal para poden volver a ser el hombre que había visto en el discretamente iluminado pasillo. Una vez se encontró al otro lado del umbral, dejó de sentirse impelido y se detuvo para abrirle la puerta a la juez.

– ¿A qué preocupaciones se refiere? -preguntó mientras las puertas glaseaban la luz.

– Ninguna, supongo, si usted considera que no las tiene. -La juez lo observó como si no estuviera del todo segura de lo que estaba viendo en aquella penumbra-. Solo quería que usted supiera que conozco gente que podría ayudarle si considera usted que es necesario.

– ¿Qué ayuda considera usted que me hace falta?

– Le ruego que me lo diga si estoy hablando de más. -Al ver que Oswald guardaba silencio, continuó-. Mi trabajo me pone en contacto con profesionales que tratan con lo que en su caso podría llamarse… ¿problemas mentales?

– Eso requeriría que yo identificara al sujeto de la discusión.

– Señor Priestley -la voz de la juez sonó tan acusadora que Oswald creyó que contenía la respuesta-. ¿No estamos hablando de su hija?

– Ah, ahora entiendo el malentendido. Ella ha dejado de ser un problema.

– Si usted lo dice.

– De hecho, así es. -Eso debiera haber sido suficiente, pero se dio cuenta de que tenía sentido satisfacer su curiosidad-. Ya está recibiendo los cuidados apropiados -dijo.

– Perdóneme, no lo sabía. ¿Puedo preguntar dónde…?

– Se encuentra en un lugar en el que atienden tales problemas.

– Oh, querido. Lo siento. Creo que ninguno de nosotros se había dado cuenta de que la situación fuera tan grave. ¿Cuándo cree usted que podremos volver a verla?

– Cuando esté preparada para que la vean -dijo Oswald, consciente de que le había ofrecido a Pickles una versión diferente de los acontecimientos. Era poco probable que ambas versiones llegaran a ser comparadas y, en cualquier caso, nadie tenía derecho a demandar la verdad o a interferir. Se quedó mirando a la juez para indicar que no deseaba seguir hablando del tema, y vio que ella refrenaba una pregunta más. En vez de formularla, murmuró:

– Confiemos en que haya más gente para cuando regrese a casa.

– Con lo cual quiere usted decir que…

– Pensaba que estaba preocupada por las habitaciones vacías.

– Dudo que eso vuelva a preocuparla.

– Eso está bien. -La juez no pareció convencida por entero, pero al ver que Oswald no se daba por enterado, añadió-: ¿Subimos?

– ¿Con qué objeto? -Por el espacio que medió entre dos latidos de corazón, Oswald pensó que como juez ella tenía derecho a revisar los arreglos que pensaba hacer, y entonces se dio cuanta de que solo estaba ansiosa por volver a su apartamento-. Claro, subamos -dijo.

Las botellas revelaban su presencia todo el camino hasta su piso, mientras que el contenido de la bolsa de Oswald estaba audiblemente impaciente por ser utilizado; tenía un comentario preparado por si a ella se le ocurría hacer alguna pregunta; Mientras la juez llegaba a su pasillo, se volvió hacia él.

– Le agradecería que, cuando la vea, le diga, naturalmente si es que se siente así, que no debería culparse por lo de mi pobre Brinco. He visto un gatito que me gusta mucho.