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– Me alegra saber que también eso se ha resuelto.

La juez frunció el ceño y su boca se abrió, pero solo para decir:

– Buenas noches.

– Sí, buenas noches -respondió Oswald, que se dirigió con aire resuelto escaleras arriba, sintiéndose al mismo tiempo triunfante y alentado por la soledad y el silencio que lo recibían. El piso superior era tan tranquilo como el de cualquier hospital, tan tranquilo que la paz reinante casi podría haberlo persuadido de que su tarea ya estaba hecha. Por supuesto, no era así, y reunió fuerzas para recordárselo mientas abría la puerta.

Pero el apartamento estuvo también en silencio hasta que se deslizó a su interior por la más pequeña abertura que lo admitiera. Entonces, su pie tropezó con un suave sonido contra un objeto que descansaba en el suelo. Una mirada nerviosa le mostró la Biblia, que antes había enviado al salón de una patada; y fue consciente de su falta de respeto. Había dejado que lo engañaran, si bien durante breve tiempo, para comportarse como podría haberlo hecho la chica. Debía estar doblemente alerta frente a esa clase de trucos. Cerró la puerta, dejó la bolsa en el suelo sin hacer ruido y cruzó sigilosamente el salón hacia el cuarto de su hija.

No pudo escuchar nada en su interior, ni siquiera cuando apoyó una oreja sobre la puerta. Colgó el abrigo, puso la chaqueta sobre el respaldo de una de las sillas y se remangó la camisa en preparación de la tarea que lo esperaba. Mientras trataba de desatar con los dedos el nudo del picaporte de la puerta, se recordó tratando de descolgar al gato del roble y se preguntó si era posible que su hija lo hubiera ahorcado en un primer estadio de su locura. Trajo la bolsa con las herramientas hasta su puerta e introdujo el destornillador entre las vueltas del nudo, que cedió de inmediato.

Arrojó las sábanas atadas hacia el baño, donde el otro nudo tendría que esperar, y dispuso las herramientas sobre la alfombra del salón. Cogió el picaporte y levantó el martillo. Antes de ponerse a trabajar debía asegurarse de que no había ninguna interrupción planeada. Giró el picaporte con tal delicadez que no hizo el menor ruido, y apartó unos centímetros la puerta de su marco hasta que pudo distinguir apenas una figura tendida sobre la cama. Al ver que no se movía abrió la puerta un poco más: estaba a punto de abrirla del todo cuando vio que la luz del salón se extendía por el suelo. Antes de poder siquiera respirar una vez más, retrocedió dando tumbos y estuvo a punto de dejar caer el martillo mientras arrastraba la puerta tras de sí.

No había visto mucho, pero tampoco hubiera podido soportar ver más. Aunque la muchacha tendida sobre la cama había cambiado su posición desde la última vez que la viera, no se había agitado al ser tocada por la luz. Pero algo sí lo había hecho. Podría haber creído que eran las sombras de las cosas desperdigadas por el suelo, de no haber sido porque escuchó el rumor de unos pies arrastrados, del movimiento de muchas cosas pequeñas que ya no se molestaban en esconderse. Mientras cerraba la puerta, había visto cómo la perseguía la oscuridad, unas tinieblas tan sólidas que tuvo que decirse que no podía ver cómo destruían el papel de las paredes y resplandecían como humedad sobre los ladrillos que estaban mostrando. El portazo puso fin a estas visiones, pero Oswald retrocedió hasta que sus talones se toparon con el resto de las herramientas que había comprado, que emitieron un sonido metálico semejante a una campanada que lo convocara a su tarea. Ahora que la puerta estaba cerrada, podía apartar de su mente lo que quiera que estuviera en su interior. Quizá eso lograra devolverle el sentido. ¿O podría acaso dar la bienvenida a una maléfica invasión de su cuarto? ¿Por eso había empezado a vivir como una criatura menos que humana en su guarida? El pensamiento hizo que arañara el aire frente a su rostro y luego se arañara las mejillas, que habían empezado a picarle.

El ruido sordo del martillo sobre la alfombra le hizo recordarse a sí mismo, y logró controlar sus manos antes de inclinarse sobre las herramientas. Hundió el cincel en el marco de la puerta a la altura de los ojos y lo sujetó por la empuñadura mientras le propinaba golpes con el martillo. Para cuando hubo logrado excavar un agujero en la madera del doble de la anchura de su pulgar, las manos le dolían y temblaban. Todavía no podía descansar, a pesar de que ningún sonido llegaba desde el interior de la habitación pestilencial… ninguna señal, constató cuando se atrevió a bajar la mirada, de patas arácnidas buscando a tientas bajo la puerta. Arrancó el celuloide de su caja de cartulina y extrajo el cerrojo metálico, que le hirió el índice y el pulgar mientras lo sostenía recto en el astillado nicho abierto en el marco de la puerta y lo aseguraba con un par de tornillos. Vio que la cabeza de cada tornillo estaba grabada con una cruz y pensó que eso debía, sin duda, ayudar a mantener encerrado a lo que quiera que contuviera esa habitación. Deslizó el perno del cerrojo, que era delgado como el dedo de una niña pero mucho menos fácil de romper, en su encaje para alinearlo. Introdujo la punta del destornillador en la puerta a través de los agujeros de la placa de metal, insertó los cuatro tornillos y los giró para clavarlos todo cuanto su dolorida mano le permitió. Solo cuando cada una de las cuatro cruces estuvo absolutamente vertical cedió y dejó el destornillador al pie de la puerta. Mientras juntaba las manos para frotárselas, cayó de rodillas para dar gracias por la fuerza que le había permitido completar su tarea.

Podía rezar mientras trabajaba. Todavía tenía que limpiar el desorden que su hija había organizado y que le había obligado a organizar a él en el salón. Si la pulcritud estaba próxima a la divinidad, ¿a qué le acercaría su opuesto? Guardó las herramientas en el armario que había bajo el fregadero y entonces empezó a llenar una caja de embalaje con toda la basura: las astillas de madera, los pedazos de metal que le había quitado a su hija de la cara, los fragmentos del teléfono que le había obligado a destrozar.

– Demonio enloquecido -musitó, que era todo lo que por el momento parecía capaz de decir. Sin duda podría rezar una vez que recuperara el aliento. Entretanto, la visión de los contenidos de su bolso desparramados por el suelo lo enfureció y cruzó el salón, airado.

Devolvió el billete de cinco libras y las monedas a su bolsillo, de donde habían salido, al fin y al cabo. Arrojó a la caja una tarjeta en un sobre y algunos papeles pintarrajeados, así como un tubo lleno de una falsa medicina, y consideró la posibilidad de meter también la Biblia. Pero a pesar de que había sido mancillada, no fue capaz de hacerlo; que Dios le perdonase, era la única Biblia que había en el lugar. Arrancó las páginas sueltas en las que ella parecía haber garabateado su ficción, las tiró entre los restos de plástico y levantó el libro. Su encuadernación parecía desagradablemente suave. Llevó el volumen rápidamente a la habitación principal y lo dejó en la mesa junto con su gemelo borroso e indistinto. Gran parte de la mesa estaba ocupada por el material escolar de Amy, que podría esperar mientras él terminaba de limpiar el salón.

Todavía había un objeto en el suelo que esperaba a que lo llevaran con el resto de la basura, y pretendía desembarazarse de él sin examinarlo, pues no quería ver sus ojos. Sin embargo, cuando se inclinó para recoger la tarjeta de transporte, se encontró con su rostro vuelto hacia él.

Su respiración escapó temblorosa como si fuera el comienzo de un suspiro, y entonces tomó una larga y áspera bocanada de aire. Casi había dejado que los recuerdos le hicieran flaquear, pero no volvería a dejarse engañar. Por mucho que lo intentara, no podía ocultar que ella ya había sido así cuando le habían tomado esa fotografía. Su cabello no estaba rapado todavía, pero ahora eso le hacía preguntarse de forma enfermiza cuándo habría sido infectada por el mal. Sus ojos estaban haciendo cuanto podían por fingir una inocencia que a su madre le hubiera gustado ver, pero cuanto más los miraba él, más falsos le parecían. Todos esos meses atrás, justo después de que le dijera que había encontrado una vivienda para ellos en Nazarill, su rostro había sido invadido por los emblemas mentales de la testarudez, al mismo tiempo que el veneno se vertía en su sangre. Se sentía como si aquella mirada de plástico lo hubiera obligado a adoptar una postura acurrucada que no era demasiado diferente de una genuflexión, pero él le había enseñado quién tenía el poder. Levantó la resbaladiza imagen de su hija y la dobló hasta que se partió por la mitad.