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– Dime que cierre la boca con una pinza para la ropa si quieres, pero no puedo decir que me sorprenda. -Al ver que él solo se encogía de hombros, añadió-: ¿Tenía que ver con ese viejo caserón?

– Últimamente, para ella todo tiene que ver con eso.

– No te preocupes, cariño, estarás en la universidad antes de que te des cuenta.

Rob había empezado a imaginar el consuelo que según implicaban sus palabras le esperaban en el futuro, cuando su padre intervino.

– Puede que una de esas pinzas para la ropa se necesite por aquí, y puedes llamarme un viejo lento y estúpido si quieres, pero si no vas a verla más, ¿por qué estás leyendo ese libro?

– Eres un viejo lento y estúpido -lo complació al punto la madre de Rob-. ¿Es que nunca has tenido su edad? ¿No te das cuenta de que todavía está pensando en ella?

Era cierto, pero le resultaba tan poco doloroso que estaba sorprendido, e incluso bastante complacido consigo mismo. Los nueve meses pasados con Amy estaban retrocediendo hasta situarse a una distancia tolerable, y si no se empeñaba en recordar durante un rato cómo lo había hecho sentir y cómo lo había mirado, se quedarían allí. Si hubiera querido hablar con él, seguramente a estas alturas ya le habría telefoneado, puesto que debía de saber que su padre no iba a darle el número de dondequiera que estuviera. Esa mañana había despertado pensando que, de necesitarlo, telefonearía mientras quienquiera que la estuviese cuidando estuviera fuera. Pero la ausencia de cualquier mensaje en el contestador no parecía tan mala como inevitable.

– He empezado a no hacerlo -dijo.

Su padre hizo ademán de hablar, pero la madre de Rob pellizcó el aire frente a su boca para acallarlo.

– Creo que empiezas a parecerte a mí -le dijo a Rob-. Antes, cuando dos personas rompían lo normal era devolverse todos los regalos, pero yo siempre he creído que debías guardar algo para recordar los buenos tiempos.

En vez de complicar el momento con una explicación, Rob trató de ocuparse de la mirada poco convencida de su padre.

– Es solo una historia sobre cuando Nazarill era un edificio de oficinas. La verdad es que no sé por qué la estoy leyendo. Creo que ya lo he dejado.

Estas palabras le valieron sendas miradas de escepticismo afectuoso que podrían haber terminado por irritarlo si el teléfono no los hubiera interrumpido. Al oír una voz femenina en el contestador, su madre aceptó la llamada y accedió a encontrarse con su última pupila. Para entonces, Rob y su padre estaban limpiando la mesa, y con ella la conversación sobre Amy. Mientras sus padres se sentaban frente a la primera comedia de la tarde al sonido de una audiencia que se reía antes de que ellos tuvieran ocasión de hacerlo, Rob recogió la copia del Nazarill y la llevó al piso de arriba para que no le estorbara mientras hacía los deberes.

Al descorrer las cortinas de su dormitorio vio la mansión, cerniéndose amenazante sobre el pueblo. La luz procedente del mercado resplandecía tenue sobre el alargado y pálido edificio, y le drenaba el color a aquellas ventanas del primer piso que estaban iluminadas. Por un instante tuvo la impresión de que el edificio, en el que las ventanas parecían irrelevantes -rectángulos de cartón pegados a la fachada-, se había convertido en un fantasma de sí mismo, tan muerto como las chimeneas que lo coronaban. Ese era el último rastro de cualquier pensamiento sobre Amy, decidió mientras le daba la vuelta con un estremecimiento. El faro de su apartamento, al que a menudo había mirado antes de irse a dormir, ya no estaba iluminado para él. Apagó la luz y bajó a la mesa de la cocina para empezara trabajar, sabiendo que por lo menos sus padres no lo molestarían mientras estuviera estudiando. Más de una vez durante su conversación había sentido que su madre podría haber dicho más si hubiera querido, pero estaba agradecido por que se hubiera contenido. Fuera lo que fuese lo que no le había dicho, prefería no saberlo.

24. Más de una celda

– Tu madre está muerta y tú estás loca y te vas a quedar aquí, en Nazarill.

Mientras despertaba con la voz de su padre en los oídos, Amy tuvo que recordarse que había sido solo un sueño. Su propio grito debía de haberla despertado, y seguramente sus padres la habrían oído. Solo tenía que yacer tendida con los ojos cerrados hasta que vinieran a tranquilizarla. Si contenía la respiración y dejaba de jadear y temblar, si lograba aspirar largas, lentas y profundas bocanadas de aire, la duración de la siguiente inhalación bastaría para traerlos. Para estar a salvo, dos inhalaciones. Las prolongó todo cuanto le fue posible, aunque hicieron que le doliera la mandíbula, sin duda porque había estado tumbada de forma incómoda sobre ella mientras dormía. Cerró los labios con obstinación después de la segunda bocanada, a pesar de su sabor rancio, y escuchó con atención, pero no oyó otro sonido que el siseo de la sangre en los oídos. Tendría que llamarlos para que la tranquilizaran, y estaba abriendo la boca para hacerlo cuando la clase de dolor que estaba esperando que se manifestara en su frente hizo acto de aparición en su mandíbula. El dolor le hizo abrir los ojos. Tiró del cordel de la luz y vio que se encontraba precisamente allí donde más temía estar.

Quizá no fuera por entero la habitación que había visto en la pesadilla que tuvo después de que su padre la llevara a Nazarill, pero la mayor parte de ella era iguaclass="underline" los cuatro sombreros colgados de la pared, los tres collares que adornaban la aplanada garganta de cristal del espejo. Durante todo el tiempo que tardó en lograr que sus pulmones funcionaran, esperó que la puerta se abriera para mostrar a su padre delante de un incendio, y entonces recordó que ya le había oído decir lo que diría: el eco de sus palabras era lo que la había despertado. Las había pronunciado justo antes de meterla en el dormitorio de un puñetazo y magullarle la mandíbula. Con visión retrospectiva, su dolor de cabeza no parecía más que una premonición de todo aquello, pero, ¿por qué sentía que el nuevo dolor podía ser un presagio de algo peor? ¿Qué podía ocurrir ahora que él había pronunciado las palabras de su pesadilla?

Lo peor, pensó, podría ser yacer allí, tendida e inmóvil, esperando a que algo ocurriera. Empujó el cuerpo hacia la parte superior de la cama, hasta que sus hombros tropezaron con el rechoncho cabecero. Dado que el movimiento no había empeorado los diversos dolores que aquejaban su cabeza, se agarró al borde del edredón y desplazó lentamente los pies hacia el trecho de suelo que siempre mantenía limpio para dar el primer paso al levantarse. Sin embargo, al apoyar las frías y húmedas manos sobre las rodillas y levantarse, tanto ella como la habitación vacilaron, esta última en tal medida que tuvo miedo de que estuviera a punto de presenciar cómo se transformaba. Para conservar el equilibrio extendió una mano hacia su helada y plana gemela de cristal, y los collares danzaron sobre el espejo como si estuviesen tratando de atrapar a su reflejo. Vio un estremecimiento amenazante que recorría la más oscura de las dos habitaciones en las que se encontraba y se apartó de él haciéndose a un lado. Una vez hubo recuperado el equilibrio cerró los ojos con fuerza, y cuando los abrió se sentía lo suficientemente segura como para llegar hasta la puerta.

Apoyó un pie delante de ella y otro a cierta distancia, en un espacio vacío. Después de ahuecar una mano sobre la oreja, apoyó la palma sobre la resbaladiza madera e inclinó la cabeza sobre ella. Todavía no podía escuchar ningún ruido en el exterior. Movió la mano hasta el picaporte y sintió que el metal se humedecía con su sudor, hasta que limpió tanto éste como la mano con un puño sin abotonar de su chaqueta. Cogió de nuevo el picaporte y lo giró lenta, muy lentamente, para que pasara muy despacio a la altura del crujido que solía hacer cuando estaba a mitad del giro completo. Sintió que llegaba al final y cerró las dos manos a su alrededor para controlar el movimiento de la puerta, mientras la abría apenas unos centímetros. O, más bien, mientras lo intentaba; porque la puerta se movió apenas una fracción de centímetro y entonces se detuvo por completo.