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– Pero la idea era alejarla de ese lugar. Ella no querría regresar, no tan pronto. -Al ver que sus padres no se mostraban en desacuerdo con él, Rob dejó caer la cuchara sobre los reblandecidos cereales y se levantó-. Voy a telefonear.

– Espero que estés satisfecho-escuchó decir a su madre y su padre protestó.

– No podíamos seguir ocultándoselo.

Mientras Rob descolgaba el aparato, su madre apareció en la puerta de la cocina y cruzó los brazos, señalándolo con los codos.

– No empieces una de tus conversaciones de media hora. La escuela es más importante, especialmente este año.

– No para mí-susurró Rob al auricular después de darle la vuelta. Se apartó y marcó el número de Amy. Se le ocurrió que, si su padre se negaba a hablar con él, podría pedirle que le diera noticias de ella a uno de sus padres. Pero la voz que respondió antes de que se escuchara una sola llamada no era la del padre de Amy, sino la de una mujer.

– El número que acaba usted de marcar no ha sido reconocido. Por favor, compruébelo y vuela a intentarlo.

¿Se había equivocado al marcar mientras trataba de ignorar a su madre? Volvió a girar el agrietado dial, y estaba llevando el teléfono a su oreja cuando la voz de la mujer lo interrumpió.

– El número que acaba usted de marcar…

Rob colgó y marcó el número del operador. Mientras esperaba que el cero se convirtiera en una voz, su madre pasó a su lado para posar el peso de su mirada sobre su rostro.

– ¿Te das cuenta de la hora que es? No puedes permitirte el lujo de llegar tarde al colegio. Ven a ayudarme con esto, Tom.

– No llegaré tarde.

– Tampoco quiero que vayas conduciendo como un loco -dijo ella, con tan fiera decisión que Rob estuvo a punto de desistir. Entonces, una voz que podría haber estado estudiando el examen para el anuncio de números imposibles de obtener, habló:

– Operador, ¿en qué puedo ayudarle?

– Estoy tratando de hablar con este número -dijo Rob, dándole el de Amy.

Mientras esperaba una respuesta, el teléfono no dejó de producir un siseo de estática que semejaba una destilación de los reproches de su madre. Por fin el sonido desapareció y el operador habló de nuevo.

– Esa línea está fuera de servicio. Informaré a los técnicos.

– ¿Cuánto tiempo tardarán?

– Me temo que no puedo decirlo, señor.

Rob colgó el zumbante receptor antes de lanzarse corriendo escaleras arriba para lavarse los dientes y recoger su mochila. Consideró la posibilidad de meter Nazarill entre sus libros, pero lo dejó sobre la silla para mentir sobre sus intenciones. Después de todo, no era más mentira que la que sus padres le habían permitido creer. Trató de comportarse cómo alguien que fuera a dirigirse directamente al colegio, pero no fue suficiente para su madre, que le recriminó mientras le abría la puerta.

– Espero que tengas tiempo de sobra para llegar a la primera clase.

– Sí, te lo prometo.

Lo mismo podría no haber dicho nada, porque ella no pareció menos preocupada y arrugó la nariz al percatarse de la presencia de la niebla en el aire. No podía decirle la verdad: que tenía la primera hora de la mañana libre porque uno de los profesores de Psicología estaba enfermo. Ella lo observó mientras abría la puerta del Miera y ponía el motor en marcha y, para satisfacerla, hacía lo propio con los faros. Después de devolverle la mitad del ademán de despedida que él había hecho, su madre cerró la puerta de la casa mientras él maniobraba para esquivar el primero de los socavones que había en la cuesta que conducía a la carretera principal. No había tráfico, así que pudo dirigirse en línea recta y por la calle más cercana hacia Nazarill.

Había niños corriendo por la calle; algunas de las chicas vestían el mismo uniforme que Amy tenía que llevar. El recuerdo hizo que el asiento del copiloto le pareciera desierto, y la oyó diciendo, «Es un bonito y pequeño Microbio». Más allá de la verja situada al final de la calle, la niebla se alejaba a rastras por la propiedad para dejar que la fachada se le encarara con una palidez que parecía haber extendido a toda la luz del día a su alrededor. El paseo de gravilla resplandecía como si fuese el rastro dejado por una plaga de caracoles, y descubrió que empezaba a detestar el lugar tanto como Amy lo había hecho. Si ella se encontraba dentro y no deseaba seguir allí, ya era hora de que alguien la escuchara.

Las ventanas de su apartamento atrapaban la luz del sol y centelleaban para burlarse de él, lo que aumentó aún más su desagrado, mientras conducía bajo la entrada y empezaba a recorrer la gravilla. Estaba a medio camino cuando un coche viró en la esquina izquierda del edificio y se le acercó. Era un Jaguar color bronce conducido por una mujer de cara roja que llevaba una blusa blanca y un austero traje gris. Detuvo el coche frente al de él y bajó la ventanilla.

– ¿Puedo ayudarte?

– Estoy aquí por Amy -dijo Rob después de inclinarse para bajar la ventanilla, que hasta hacía poco había sido la de ella-. ¿La ha visto?

– ¿Es que está en casa? Me pareció deducir por lo que su padre me dijo que estaba bajo tratamiento.

Rob experimentó un escalofrío que le hizo sentirse como si Nazarill hubiera proyectado su pálida sombra sobre él. Podía entender que el padre de Amy le hubiera mentido a él sobre su paradero, pero si también le había dicho a los demás inquilinos que ella no se encontraba allí cuando no era cierto…

– ¿Cuándo le dijo eso?

– Uno de estos últimos días -dijo la mujer, empleando su conducta para asegurarse de que la reconocía como la juez a la que Amy había mencionado en alguna ocasión-. No pretenderás decirme que piensas otra cosa.

– Estoy aquí para averiguarlo. Le pediré a él que le diga cómo están las cosas, ¿le parece?

– Estoy seguro de que todos lo agradeceremos -dijo la juez, que, tras ofrecer a Rob una mirada que duplicó la fuerza de sus palabras, arrancó y se marchó.

Rob avanzó hasta la entrada de Nazarill y se detuvo bajo su sombra. Estacionar al otro lado de la esquina no sería más que una pérdida de tiempo, así que salió del coche. Mientras apagaba los faros, el pasillo que había tras la puerta de cristal se ensombreció, y creyó entrever movimiento en él. Si alguien estaba saliendo, podría pedirle que le dejara pasar, pero cuando se asomó por el cristal no había nadie a la vista. No había visto abrirse o cerrarse ninguna de las puertas; debía de haberse tratado de las sombras, desvaneciéndose al mismo tiempo que sus luces. Subió hasta el amplio portal y llamó al timbre de los Priestley.

Se produjo un silencio, o al menos algo que no se diferenciaba demasiado del habitual rumor sordo de Partington, hasta que una chica gritó. Se volvió para ver cómo corría por el Camino de la Poca Esperanza mientras tres de sus compañeras de clase le arrojaban trozos de basura. Un estrépito metálico se alzó tras las puertas del mercado, como si pretendiera meterle prisa a la muchacha, y entonces Partington ahogó sus protestas tras un vago murmullo. Rob estaba a punto de llamar una segunda vez cuando el micrófono que había junto a las columnas gemelas de los timbres le escupió unas palabras.

– ¿Quién está ahí?

Era la voz de un hombre, así que debía de pertenecer al padre de Amy. Si el intercomunicador distorsionaba de tal manera su voz, era de esperar que hiciera lo mismo con la de Rob, y en el momento en que localizaba el botón bajo la rejilla del micrófono cambió el plan que había concebido.

– Un paquete para la señorita Priestley -dijo.

La respuesta tardó en llegar, lo suficiente como para que Rob tuviera tiempo de lamentarse por haber dejado el coche donde podía verse desde las ventanas delanteras. Por el momento el padre de Amy no podía verlo, y al cabo de unos momentos la pared dijo con algo que no se parecía demasiado a su voz:

– Déjelo fuera.

Rob inclinó la cabeza hacia el auricular, demasiado tarde para estar seguro de si había oído otro sonido; seguramente solo, había sido una distorsión aguda. Apretó el botón en cuanto se le ocurrió una respuesta.