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– No puedo dejarlo. Tiene que firmarme.

– En este momento no puede firmar.

La voz parecía increíblemente enfocada en el micrófono, y lo llenaba hasta la exclusión de cualquier otro sonido. Rob se imaginó al padre de Amy apretando los labios contra el otro lado del metal para producir el cercano susurro electrónico y no pudo impedir estremecerse, como si la boca de la roca le hubiese echado el aliento.

– ¿Y no puede usted firmar por ella? -dijo.

– ¿Qué clase de paquete pretende usted entregar?

Rob no había esperado tal pregunta.

– Un… un libro -improvisó-. O varios, por lo que parece.

– Aquí no tenemos ninguna necesidad de más libros.

– Tendrá que firmar para que me los pueda llevar -dijo Rob, cada vez más desesperado.

– Entonces déjelo donde le he ordenado que lo deje.

– No puedo hacer eso. Las órdenes son que si no se puede entregar en mano hay que enviarlo a otro destino, y para eso necesito una dirección.

– Dejaré que usted decida la que le parezca más apropiada.

– No. Quiero decir que necesito una dirección de usted, la dirección a la que pueda enviárselo a ella.

– Su paradero no es asunto de nadie salvo mío.

– También de ella, ¿no?

Rob no estaba seguro de si se había traicionado; quizá era razonable creer que un cartero hubiera dicho precisamente eso. El micrófono crujió con una estática que le pareció la risa más seca que jamás hubiera escuchado, y entonces esta se transformó en un susurro que sonó como si surgiera de las mismas piedras de Nazarill.

– Creo que no. Ya no -dijo, y entonces quedó tan en silencio como la pared.

Amy estaba arriba; ahora Rob estaba seguro de ello.

– ¿Hola? -dijo después de que desfilaran por su imaginación los interminables personajes abandonados por teléfonos en las películas. Se inclinó sobre la campanilla de la puerta, y al ver que no obtenía respuesta, golpeó la más cercana de las hojas de cristal con el envés de la mano. Una nota grave y ominosa resanó por todo el pasillo, y creyó ver que la vibración hada agitarse todas las puertas. Eso no bastaría para franquearle la entrada a Nazarill, así que apretó varios timbres a la vez y pulsó el botón del intercomunicador. ¿Iba a decir «Entrega especial», o su tapadera estaba arruinada por completo? Sería mejor decir, «Tengo que hablar con alguien sobre Amy Priestley». Podría decir que venía de parte del colegio… de un amigo de sus padres, un profesor que le había pedido que se interesara por su estado. Solo que no había nadie a quien pudiera persuadir; el micrófono ni siquiera se estaba molestado en responder a sus llamadas con estática.

Entonces se dio cuenta de que, en su apresuramiento, y no es que el apresuramiento le pareciera una explicación completa, había pulsado todos los botones del primer piso. Se frotó las manos entre sí para quitarse el frío que parecía emanar de la pared, y estuvo a punto de apretar los primeros timbres del segundo piso cuando dos globos blanquecinos aparecieron al otro lado del pasillo y se deslizaron hacia él.

No eran los ojos sin vida que aparentaban ser, por supuesto. Eran los faros de un coche que se acercaba por el paseo, a su espalda, un coche que se movía tan despacio que el crujido apagado de la gravilla bajo sus ruedas parecía un estallido creciente de estática procedente del intercomunicador. Rob se volvió para encontrarse con el conductor mientras se decía que, fuera quien fuese, iba a lograr que le franquease el paso al interior del edificio.

– Me envían de su colegio -se oyó decir en su cabeza. El Triumph, que era marrón como un sello oficial, se detuvo detrás de su coche y estuvo a punto de chocar con él antes de que el conductor saliera con un doble golpe de las botas contra la gravilla.

– ¿Qué haces merodeando por aquí, Hayward? -dijo.

Era Shaun Pickles, de uniforme. Bajo un pelo muy corto, su rostro huesudo estaba acolchado con ángulos pesados, como un puño enrojecido por la impaciencia de propinar un golpe. Rob se dijo que no debía permitir que su antipatía se interpusiera entre él y la posibilidad de conseguir la ayuda del guardia.

– Estoy tratando de hablar con Amy -dijo.

– Será mejor que hagas lo que ella te dijo, y deprisa.

– Ella te diría lo mismo si te viera -dijo Rob, y por un momento estuvo tan confundido que se preguntó si Pickles podría estar allí a instancias de ella. Pero no podía haber cambiado tanto-. Además, ¿a ti qué más te da?

– Mucho. Somos amigos de su padre.

– ¿Y? -replicó Rob, que se obligó a formular una pregunta que casi bloqueó su garganta-. ¿Te preocupa ella?

– Mucho más que a ti. Todos lo saben salvo tú.

– Entonces ayúdala ahora. Ayúdame a hacerlo. Está ahí arriba y no quiere.

– No sabe lo que quiere, más bien, y no es de extrañar con tipos como tú tratando de meterle locas ideas en la cabeza, junto con Dios sabe qué más por lo que podrían arrestarte.

– No ha sido idea mía. Ella me llamó.

– Me extraña después de que te dijera aquello. ¿Y qué te ha susurrado al oído?

– Yo no hablé con ella, sino mi madre.

– Entonces tu madre debe aprender a dar mensajes. Tu ex novia se ha marchado. No me extrañaría que para alejarse de ti.

– Tu padre te dijo que se había marchado, ¿verdad? No sé si era cierto o no, pero ahora ella está aquí.

– Cuidado con quién llamas mentiroso. -Conforme las mejillas de Pickles enrojecían, a Rob le iba pareciendo cada vez más un niño disfrazado con el uniforme equivocado-. ¿Quién dice que está aquí?

– Yo. La he oído antes.

– ¿Qué es lo que oíste, estúpido bocazas?

– A Amy. Cuando llamé al timbre. -Rob era consciente de que no debía mostrar ni la menor inseguridad, y, de hecho, con cada palabra que decía se convencía un poco más a sí mismo-. Ella respondió, pero estoy seguro de haber oído cómo me llamaba antes de que su padre le tapara la boca o algo parecido. La está reteniendo contra su voluntad.

– No me parece mal.

– Hablo en serio. Alguien debería comprobar cómo se encuentra.

– Yo también hablo muy en serio, no te equivoques. Alguien se va a ocupar de que esté bien, tal como ella necesita.

Rob resistió la tentación de abofetear aquel rostro al que empezaba a asociar con la impenetrabilidad de Nazarill.

– Si eso es lo que piensas, no tengo tiempo de hacerte cambiar de opinión. Solo permíteme que piense de otra manera.

– No puedo hacerlo. Su padre me pidió que vigilara su propiedad.

Una oleada ardiente de furia atravesó a Rob antes de ser abrumada por el frío.

– Amy no es ninguna propiedad.

– Todavía no es mayor de edad.

Rob apretó los puños y le dio la espalda para mantenerlos lejos de él. Estaba ignorándolo para decidir qué botón debería pulsar a continuación, cuando vio que no era necesario. Varias personas bajaban por las escaleras. En la oscuridad reinante que se mezclaba con la luz del sol sobre el cristal, pensó al principio que la chica del centro era Amy. Al apoyar la cara contra la puerta pudo ver que era más joven, entre otras razones por el modo en que se encogió al verlo. Enderezó la espalda, sonrió y levantó las palmas, pero su padre se dirigió airado hacia él mientras la muchacha seguía caminando tímidamente junto a su madre. El hombre abrió la puerta con brusquedad al tiempo que dejaba de caer una de las esquinas de su boca, como si quisiera compensar la asimetría de su cara y asegurarse de que no resultaba por entero cómica, un objetivo que no alcanzó ni por asomo.

– ¿Qué quieres? -demandó.

– Amy. Amy…

– Sé a quién te refieres. No está aquí.

– Le dijo a mi madre que sí. Voy a subir para comprobarlo. No pasa nada, ya he estado antes aquí.