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– Con el permiso de Gertrude Stein, ¿cual es la pregunta?

– La pregunta que nos ha traído aquí a todos nosotros: ¿que acabo con el Homo sapiens neanderthalis?

– Lo esta viendo.

– ¿Que?

– Nosotros. Todos nosotros.

– ¿Como?

– Muy sencillo -dijo Susan-. Los exterminamos.

– No corra tanto -dijo Matt.

– ¿Lo ven? -Explicó Susan-. Los que seguimos los pasos del doctor Kellicut estamos divididos en dos campos opuestos, y no nos aceptamos de buen grado.

– Mi campo se llama "El arca de Noé" o "Memorias de África, segunda parte" -prosiguió Susan-. Creemos que mucho después de que el homo erectus emigro de África, se produjo una segunda migración, hace unos cien mil años.

Desde el punto de vista anatómico, esos éramos nosotros, los seres humanos modernos. De alguna manera conquistamos al hombre de Neandertal, gracias a una nueva invención o una nueva forma de organización social. Hubo una lucha darwiniana a gran escala, una guerra entre las especies. Debió de ser, literalmente, una lucha hasta el final.

– El otro campo es lo que yo llamo la escuela partidaria de "haz el amor y no la guerra", a cuyo frente esta el doctor Mattison, aquí presente. Ellos creen que no se produjo una segunda migración desde África, sino que distintas especies evolucionaron de manera independiente en diferentes regiones y luego se cruzaron. Los genes del hombre de Neandertal simplemente quedaron sumergidos en los del hombre moderno.

– ‹‹Sumergidos›› no es la palabra exacta intervino Matt-. Yo diría más bien que el hombre moderno los asimilo, que los absorbió. Por la razón que sea, el Homo sapiens es la criatura con la mente mas dominada por la sexualidad que ha existido en este mundo.

– Y también la más belicosa -agrego Susan.

– Si, y la guerra conduce a un mayor cruce entre las subespecies que, de mantenerse separadas, pasan en efecto a ser una sola. Ganamos por nuestra astucia en la cama, no por nuestros poderes mágicos en el campo de batalla.

La retórica hizo que Susan perdiera el hilo.

– Cualquiera puede trivializar las teorías ajenas dijo.

– Es cierto. Pero lo importante es que, si se da crédito a su teoría, hay que estar dispuestos a aceptar que se produjo la masacre mas cruenta de la historia, que algunos llaman el holocausto del Pleistoceno. ¿Donde están las miles y miles de tumbas? ¿Donde están los cráneos aplastados? A mi juicio, creer que el hombre de Neandertal sigue vivo en cada uno de nosotros exige un esfuerzo de imaginación menos brutal.

– Ya se que es difícil de creer… cuando se mira la frente lisa del doctor Mattison -comento Susan sarcásticamente.

– Se tardo cuarenta mil años en llegar a adquirir una frente de estas características. Cada uno de nosotros tiene vestigios de esta herencia genética.

Sus miradas se cruzaron un momento. Luego Susan tomo la palabra.

– Últimamente hemos hallado restos que creo que son importantes. Me interesan especialmente unos que descubrimos en un escondrijo de huesos del hombre de Neandertal situado en Uzbekistán, cerca del mar Caspio. Los encontré una tarde literalmente debajo de mi comida. Derrame café encima de los huesos, que todavía estoy catalogando. Aunque no los hemos examinado todos, al parecer muchos neandertales murieron a la vez. Podría tratarse de restos de un viejo campo de matanza.

– Lo que convierte aquel lugar en misterioso es que hay cuevas de neandertales por todas partes que contienen miles de huesos animales. Algunos son, sin lugar a dudas, humanoides. Muchos de ellos están abiertos, pero practicaron las escisiones con mucho esmero, como si lo hubieran hecho con herramientas especiales. Hemos llegado a la conclusión de que los abrían con la finalidad de extraer la medula.

Susan se interrumpió un momento para que los asistentes asimilaran la trascendencia de lo que acababa de decir.

– Hay asimismo cráneos que presentan una manipulación que solo cabe achacar a los neandertales: una ligera aunque inconfundible mutilación en el agujero occipital, por el que penetra la espina dorsal. En cráneos hallados en cuevas de neandertales desde al menos I93I se advierten mutilaciones similares. Nadie sabía como interpretarlas. Nosotros creemos que hemos dado con la explicación correcta. -Miro al grupo antes de seguir hablando-. Señoras y señores, los indicios parecen incontestables: el hombre de Neandertal comía cerebros.

Cuando salieron de la sala, acompañados por Van, Matt se volvió hacia Susan.

– Cuanto tiempo -dijo.

– ¿Ah si? ¿Se ha hecho largo? Yo creí que había sido escueta.

Matt meneo la cabeza; deliberadamente Susan hacia como que no lo había entendido. Un viejo truco.

– ¿Como se te ha ocurrido eso de ‹‹haz el amor y no la guerra›? -preguntó.

– Pensé que te gustaría-contesto ella-. Que te recordaría los viejos tiempos.

– ¿De veras crees todo eso de que comían cerebros?

– Quizá se dejaron llevar por perversos impulsos sexuales. Matt se puso de pronto serio.

– ¿Susan, que es todo esto? ¿Sabes que estamos haciendo aquí?

Van los interrumpió sin contemplaciones.

– Esperen un momento y todo se aclarara.

Echó a andar delante de ellos por un pasillo antiséptico. Susan se acercó a Matt.

– Yo se tanto como tu -le susurro-. Simplemente recibí el mensaje de que debía venir, que Kellicut esta en peligro, aunque no se de que peligro se trata.

Van se detuvo ante una puerta maciza de roble, llamo, espero a que le contestaran y entro. La habitación estaba en penumbra y tardaron unos segundos en acostumbrarse a ver en la semioscuridad. Por fin percibieron una figura flaca y estirada sentada detrás del escritorio, que estaba situado junto a la pared y alejado de la ventana. Las cortinas de lamas estaban bajadas. Aquel hombre estaba fumando y sobre su cabeza había una nube de humo.

– Ah, entren… bienvenidos.

Era una voz nasal pero seductora y autoritaria.

Dieron unos pasos hacia delante. El hombre no se levantó pero les tendió la mano por encima del papel secante inmaculado.

– Doctora Arnot, doctor Mattison. Soy Harold Eagleton. Bienvenidos al Instituto de Investigación Prehistórica.

Por el tono de voz era fácil colegir que Eagleton estaba acostumbrado a que las personas reconocieran su nombre. Sostenía el cigarrillo con el pulgar y el índice de la mano izquierda, a la manera de los habitantes de la Europa oriental, y los otros dedos los tenia extendidos como un abanico.

Mientras Matt se inclinaba y le estrechaba la mano a Eagleton, Susan lo observó con detenimiento. Era una persona fuera de lo común; encorvado, increíblemente astuto, de tez pálida, tenia la cabeza erguida y llevaba gafas de montura de acero curvadas. Debajo del escritorio se veía un destello metálico. Era una silla de ruedas de estructuras tubulares de metal redondeadas y de goma negra. Eso explicaba el aspecto desmadejado de aquel hombre; estaba sentado en actitud de total abandono, como un soufflé hundido.

En el aire había un olor extraño, que no fue capaz de precisar. Tal vez fuera desinfectante.

Eagleton le dirigió la mirada a Susan.

– Queridos, les agradecemos que hayan venido con tanta premura. Kellicut necesita su ayuda, y nosotros también.

– No parecía que hubiera muchas alternativas -dijo Matt-. ¿Que ha ocurrido?

Eagleton lo examino.

– ¿Vamos a dejarnos de ceremonias, de acuerdo? -Dio una chupada al cigarrillo y sobre el quedó flotando otra nube de humo-. El instituto… habrán oído hablar de nosotros, ¿si?

Fantástico. -Era difícil decir si estaba contento de veras o si solo lo fingía-. Nos ocupamos de diversos aspectos de la investigación prehistórica… de diversas áreas que otras instituciones no abordan.

Contamos con amplios fondos económicos y concedemos una gran importancia al buen trabajo sobre el terreno. Tenemos en marcha proyectos en todo el mundo y solo nos preocupa contar con los mejores especialistas. Necesitamos personas como el doctor Kellicut.