A Matt le sorprendió la palabra empleada: ¿los necesitaban?
– ¿Y por que las necesitan? ¿Para que?
– Eso ahora no importa -dijo Eagleton, que lo mando callar con un ademán.
Matt miro a Susan, que tenia la mirada clavada en Eagleton, fascinada. Van estaba sentado en un sofá sin decir palabra. Las paredes estaban cubiertas de mapas y fotografías de reconocimiento hechas desde satélites. En un rincón había un cuadrito de Degas. Matt vio unos títulos académicos enmarcados y enseguida se percato del prestigio en ascenso que representaban: Universidad de Tennessee, Columbia, Harvard, Edimburgo, St. John's Oxford.
Eagleton le siguió la mirada. No se perdió nada.
– Ah, los viejos papeluchos en los que están escritos nuestros pasos -dijo-. Que insignificantes son, ¿verdad? -Hizo una pausa, pensativo-. ¿Por donde iba? -Otra nube de humo-. Si. Recientemente hemos patrocinado bastantes expediciones, algunas más… ortodoxas que otras.
Hace poco nos hemos especializado en el hombre de Neandertal, o mejor dicho, nos hemos visto obligados a aceptar tal decisión. Es un tema muy interesante, que ha despertado nuestro interés. No todos nosotros estábamos especializados en ese campo, como comprenderán, aunque hemos conseguido reunir un grupo reducido de expertos muy buenos, como estoy seguro de que ustedes…
– Me temo que no lo comprendo -le interrumpió Matt-. ¿Por que se han especializado en la investigación sobre el hombre de Neandertal?
¿Que esperan sacar exactamente?
Eagleton cambio de tono. Ahora hablaba con dureza y desprecio.
– ¿Que por que? Pues porque podría cambiar la ciencia de la prehistoria, ¿no se dan cuenta? De hecho, fue su amigo, el doctor Kellicut, quien nos metió en ello.
Estaba muy entusiasmado, por eso le financiamos su proyecto en el Caucaso. Parecía una cosa de locos, pero nunca se sabe, ¿verdad? -Apago el cigarrillo y encendió un interruptor. El humo desapareció por una abertura que había en el techó; luego cayo una lluvia, poco densa, de vapor-. Es un agente antibacteriológico-explico-. Espero que no les moleste.
– Siga, por favor -dijo Susan-. Díganos donde se encuentra el doctor Kellicut en este momento.
– Esa es la cuestión, justamente. Desconocemos su paradero. Por supuesto, sabemos en que zona esta, pero ignoramos el lugar concreto en el que se halla. Por eso están ustedes aquí. Por eso los necesitamos: deseamos que nos ayuden a localizarlo. Como bien saben, para encontrar a un paleontólogo es preciso que intervenga otro paleontólogo.
Eagleton parecía agitado. Su mano derecha dibujo un arco en el aire y se poso en su frente, con los dedos señalando hacia abajo. Se la paso por el pelo, levemente aturdido. Matt empezó a pensar si aquel esnobismo y aquellos aires de profesionalidad no eran puro teatro.
– Quiero decir que esta donde lo mandamos, o mejor dicho, donde el quiso ir… contando con nuestra aprobación.
El caso es que estuvimos mucho tiempo sin saber nada de el, hasta que hace poco recibimos noticias suyas que expresaban su deseo de ponerse en contacto con ustedes.
– ¡Con nosotros!
– Si.
– ¿Con los dos?
– Si. Así es como llegó.
Eagleton abrió un cajón de su escritorio y sacó un trozo alisado de papel de embalar en el que había una dirección escrita de su puño y letra, inconfundible:
Instituto de Investigación Prehistórica
A la atención de la Dra. S. Arnot y del Dr.
Mattison 1290 Brandyline Lane Bethesda, MD og763 USA
– ¿Y donde esta el mensaje? -Preguntó Susan-. ¿Donde esta la nota que escribió?
– No había ninguna nota -contesto Eagleton-, pero creo que se podría decir que si había un mensaje. Estaba dentro del paquete.
Eagleton miro a Van y le hizo un ademán con la cabeza.
Van se acercó a un armario y volvió con una caja de madera cuadrada y magullada de menos de medio metro de altura.
La dejó en el centro del escritorio de Eagleton, la abrió y extrajo un objeto cubierto con un trapo blanco bastante sucio. -Así es como llego -dijo Eagleton, que se inclino hacia delante y quitó el trapo.
A la vista, centelleante y sorprendentemente blanco, había un cráneo. Parecía que les estuviera haciendo una mueca. Van lo cogió de un modo que recordaba a Hamlet.
Que emocionante era reconocer aquellos rasgos: la frente larga e inclinada, la barbilla huidiza y, naturalmente, el arco superciliar ancho e impenetrable en forma de escarabajo.
– ¡Es perfecto! -exclamo Susan, que alargó el brazo para cogerlo, impresionada-. Un espécimen perfecto.
Nunca había visto ninguno tan completo, tan bien conservado. ¡Es el hallazgo del siglo!
Eagleton gruñó.
– Por descontado -dijo.
– Es casi demasiado perfecto -intervino Matt-. No parece autentico. ¿Lo han analizado para estimar la fecha?
– Naturalmente -contesto Eagleton, que encendió otro pitillo.
– ¿Y?
– Eso es lo extraño.
– ¿Que? ¿Cuantos años tiene?
Eagleton exhalo el humo.
– Veinticinco.
– ¿Veinticinco? -preguntó Matt, incrédulo.
– Es imposible -intervino Susan. Matt le echó una mirada-. El hombre de Neandertal no estaba vivo hace veinticinco mil años.
– Veinticinco mil años no -dijo Eagleton, que tuvo un repentino ataque de tos y añadió resollando-: Veinticinco años.
Eagleton agito la mano, disipando la nube de humo que flotaba sobre su cabeza.
Susan se había quedado dormida a su lado. Tenía la cabeza echada hacia atrás y se le veía el cuello. Los pechos le subían y le bajaban al respirar. Matt miro sus pestañas, que le temblaban de vez en cuando. Tal vez estuviera sonando.
Los otros pasajeros estaban en silencio. Matt oía el ruido apagado de la música que procedía de los auriculares de Susan. Era un gimoteo, como el zumbido de un insecto. Debían de ser blues; tal vez Otis Redding o Coltrane. Solía pasarse el día entero escuchando aquel tipo de música. Una imagen del pasado le vino a la cabeza: vio el apartamento en el que habían vivido en Cambridge inundado de música de jazz a todo meter.
Se volvió y miro por la ventana; el avión inclino el ala y vio por primera vez las cumbres nevadas del Pamir. Los picos de roca, puntiagudos y dentados, sobresalían entre la blancura como metal que traspasara la carne. Le dio un vuelco el corazón. Un terreno implacable, pensó; despiadado, inhabitable e irresistible.
Matt aun no se había recuperado del shock. No podía creer que aquel cráneo tuviera veinticinco años; aquello era simplemente increíble. Hacia años que algunos chiflados sostenían que el hombre de Neandertal podía seguir vivo en pleno siglo XX, pero el se había burlado de ellos resueltamente. Con todo, ahí estaba la prueba; aquel cráneo parecía autentico. Por sus maños habían pasado suficientes cráneos de neandertales para no dudar siquiera de su asombroso parecido con los reales. Aunque lo hubieran manipulado, aunque le hubieran dado un baño de acido, estaba demasiado bien conservado. Debían de haberlo hecho con un nuevo tipo de yeso que imitaba el hueso a la perfección. Pero ¿quien tenia suficientes conocimientos para crear aquella falsificación? ¿Y que motivos podían llevar a alguien a hacer una cosa así?
Susan estaba mas abierta a aceptar la idea de que podía ser autentico. En el trayecto de ida al aeropuerto habían mantenido una discusión. El había citado famosos fraudes históricos, desde el monstruo del lago Ness hasta el hombre de Piltdown.
– En su día nadie dudo tampoco de su autenticidad había dicho el.
Pero Susan parecía creer en ella. Tenía los ojos encendidos solo de pensar en las posibilidades que se abrían.
– ¿Y si es verdad? -había dicho ella-. Imagínate…puede que en algún lugar haya un grupo entero de neandertales. Si los encontráramos, podríamos estudiarlos como seres vivos. Ya no tendríamos que contentarnos con nuestras ridículas y patéticas conjeturas basadas en piedras desportilladas o en fragmentos de huesos. Estaríamos en contacto con seres de otra especie. Imagínate lo que esto significaría.