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Matt reflexionó sobre lo que le acababan de decir.

Dejo volar la imaginación un momento. ¿Y si de verdad había otra especie que no se había descubierto, un grupo que habitaba una región no hallada por el hombre? De pronto cualquier cosa parecía posible. Se imagino a Susan, a Kellicut y a el trabajando juntos. Verían cosas que ningún ser humano había observado, hallarían respuestas a las preguntas que parecían destinadas a permanecer sin contestar, publicarían artículos que dejarían pasmado al mundo entero. No solo cambiarían nuestros conocimientos sobre el hombre de Neandertal, pensó Matt, sino que además modificarían la idea que nos hemos hecho de nosotros mismos. Van había mencionado a Galileo. Aquello seria mas impresionante que lo que el había visto por el telescopio.

Volvió a la realidad. Una parte de el, la científica, seguía sin poder concebir la existencia de aquellas criaturas, pero tenia que admitir que su resistencia empezaba a disminuir.

La azafata se acercó con un whisky que no había pedido y, al dejarlo sobre la bandeja de Matt, le dedico una sonrisa.

– Dime una cosa -le dijo a Van-. ¿Por que Kellicut nos envió el paquete a nosotros?

– Suponemos que el pensó que ustedes sabrían que debían hacer. Es solo una suposición.

– ¿Y por que no nos lo dijo? ¿A que vienen todos estos juegos?

Van no contestó.

– ¿Y por que no mando ninguna nota?

– Eso no lo se.

Van se quedó callado un buen rato. Cuando finalmente habló, lo hizo despacio.

– Me parece que les ha llegado el mensaje que el quería que recibieran. Después de todo, han venido.

– Volvió a mirar por la ventana-. Y vamos a buscar a esta dichosa criatura.

– Yo creía que habíamos venido a buscar a Kellicut.

– A el también. Los buscamos a los dos.

Matt apuro el whisky. Vio que Susan movía la cabeza; gruñó unas palabras, se levantó y se fue al pasillo. Susan estaba desperezándose, estirando los brazos. Estaba despeinada, adormilada y momentáneamente perpleja. Al verlo, le sonrió abiertamente por primera vez.

Se había quitado los zapatos. Matt le miro los pies, enfundados en calcetines negros. Que delicados, que perfectamente formados parecían, que suaves eran las curvas y cuan maravillosamente esculpidos parecían los arcos, comparados con las fotografías de las huellas que acababa de ver.

Al llegar a Tadzhikistan la suspicacia de Matt y Susan fue en aumento. El viaje se les hizo interminable; el aterrizaje en el aeropuerto de Dushanbe, después de un primer intento fallido, había sido accidentado. Hacia poco que el país se había declarado independiente y estaba sumido en una guerra civil. Soldados adolescentes de tez olivácea, con los pómulos característicos de los mongoles, dormitaban en sillas de metal; vestían uniformes de camuflaje y sus AK-47 apuntaban indiferentes hacia el suelo.

Los oficiales de aduana, que llevaban puestas nuevas y resplandecientes insignias en los uniformes viejos, examinaron los equipajes, mas por curiosidad que por otra cosa, y cogieron el magnetófono de Matt y el casete de Susan con mucho respeto. Después agarraron a Van y lo arrastraron hasta una habitación trasera, desde donde oyeron una fuerte discusión, a pesar de que la puerta estaba cerrada.

– Tiene un revolver-comento Susan.

– ¿Que? ¿Como lo sabes?

– Vi la caja y solo puede ser la caja de un arma.

Esto no me gusta nada.

– A mi tampoco -respondió Matt.

– Que yo sepa, los científicos no llevan armas.

Matt intento disipar sus temores.

– Pero, si no me equivoco, nunca se había montado ninguna expedición como esta.

– ¿Que clase de persona es? ¿Va en busca de grandes triunfos? ¿Piensa recurrir a la violencia con tal de conseguir sus propósitos?

– Es un vaquero, ya sabes como son.

– Un vaquero con Ray-Bans. Hay algo extraño en el, aunque no sabría decir que es exactamente.

– Ya se a que te refieres -respondió Matt-. No es nada ortodoxo. He leído algunos de sus artículos y lo he escuchado en el avión. Cree a pies juntillas en los fenómenos paranormales.

– Sigo sin comprender por que Kellicut no nos escribió directamente a nosotros si quería que nos reuniésemos con el.

– Quizá no sabia donde localizarnos -observó Matt. Me consta que no tiene mi dirección. Hace tiempo que habíamos perdido el contacto.

– Es posible. ¿Pero que hacia con estos tipos? Ya sabes lo esnob que es. En aquella sala no había ni un solo profesional de renombre, excepto Schwartzbaum, pero últimamente se ha quedado atrás, no está al día. Y los demás tampoco están muy al corriente que digamos.

– Yo sigo sin saber que clase de instituto es este.

¿Por que esta afiliado a un college sin importancia del que nadie ha oído hablar nunca?

Susan se quedó cavilando.

– He llegado a pensar que nos hemos metido en una especie de secta… que he dejado mi trabajo serio y he arriesgado mi reputación por una quimera.

Aunque la verdad, poco importa quienes sean. Si andan buscando algo, el premio es demasiado grande para dejarlo escapar; no podemos rechazarlo solo porque corremos el riesgo de equivocarnos.

– Creo que si mantenemos los ojos bien abiertos y vamos con tiento, podremos llevar a cabo nuestros planes -dijo Matt.

Van salió de la habitación con la caja debajo del brazo. Le habían pegado unas etiquetas rojas y unos adhesivos.

– Es increíble lo que se puede lograr soltando una pequeña propina -comento haciendo una mueca.

– ¿Que clase de arma es? -preguntó Matt.

– Un mágnum tres-cuarenta y cinco.

– ¿Para que la quieres?

– Para protegerme.

– La dichosa seguridad.

En Dushanbe cogieron una avioneta que les llevo hasta las colinas que se hallan al pie de las montañas y que están a considerable altura. Atadas a los brazos de los asientos, en el pasillo, había cabras. Paso una azafata, cuyo rostro estaba cubierto con un velo, que repartía caramelos. La avioneta giro al sobrevolar la pista de aterrizaje, que no era mas que un trozo de asfalto en medio de un prado, y aterrizo dando sacudidas como un guijarro que cae por un terreno pedregoso.

Al bajar sintieron que la altitud les dejaba los pulmones sin aire. Los recibió Rudy, su guía y factotum, un ruso cuyos servicios habían sido contratados con antelación. Estaba esperándolos en la puerta. En cuanto los vio empezó a agitar los brazos; después se precipito a su encuentro, les estrechó la mano enérgicamente y recogió el equipaje; cuando se encamino bamboleándose al Land Cruiser, visto de espaldas, recordaba a Chaplin.

– Por aquí, por favor, señorita -gritó volviendo la cabeza.

Rudy era alto, corpulento, y tenia una cara de persona franca y una nariz de boxeador. El pelo, largo y rubio, le cubría las orejas, y sus manos eran inmensas. Susan sintió una simpatía inmediata por el. Se sentó a su lado; Rudy conducía como un loco, agarrando el volante con las dos maños y levantando los brazos, que parecían las alas de una gallina. El coche iba de un lado a otro y el hacia comentarios a voz en gritó porque el ruido del motor no permitía hablar bajo; movía la cabeza con violento entusiasmo y miraba por el retrovisor para mirar a Van y a Matt a los ojos.

Rudy paso su brazo peludo por el parabrisas sin miramientos y se vieron las piedras grandes, los montones romos de hierba de color pardo y las colinas yermas.

– En mi país tenemos árboles de verdad, no estas cositas ridículas. Y hierba. Uno la siente bajo sus pies. Las vacas dan una leche buenísima. Y hay rábanos grandes como… -Se quedo atascado.

– Puños -intervino Susan.

– … como puños. Y los ríos siempre van llenos de agua.

No como estas inundaciones bestiales que hay aquí cuando se funde la nieve, y luego nada de nada. Aquí todo es o blanco o negro.

– ¿Por que viniste, entonces?

Se encogió de hombros.

– La vida es extraña. -Contó su pasado. Su padre construyo un embalse en el Kazajstan, se caso con una mujer tadzhik y paso a ser funcionario del cuerpo diplomático. Se fueron a Nueva York y Rudy estudio allí en un instituto-. Estaba en el East Side. Julia Richmond. Era en el ano I976.