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Le llego la confirmación rutinaria: CONF-OK. Cerró el portátil y lo apago. Un oficial de comunicaciones, un viejo colega al que le gustaba beber, le había dicho que aquellos aparatos habían sido reprogramados de tal modo que, cuando se apagaban, automáticamente se activaba el sistema de rastreo del satélite y podían ser localizados en cualquier parte del mundo. Era típico de Eagleton querer engañarlo. Van, de momento, lo mantenía apagado ex profeso, porque de lo contrario empezarían a sospechar que el sabia como funcionaba el sistema.

Guardo el ordenador en la mochila y bajo sigilosamente.

La nota de Kellicut tenia muy preocupado a Matt, y no solo por el contenido de la misma, sino por el simple hecho de que hubiera creído necesario mandarla y de que hubiera escogido una forma tan indirecta de hacérsela llegar a ellos, bueno, en realidad, de hacérsela llegar a Susan, porque iba dirigida a ella. Supusieron que se la había entregado a Sharafidin junto con el paquete y que el chico la había dejado en la habitación de Susan la noche anterior. Esto tal vez explicaría su extraña pregunta sobre si Susan y Kellicut se conocían; sin duda no había entendido bien la orden de Kellicut de que la carta iba dirigida exclusivamente a Susan.

Cuando por la noche Matt oyó que llamaban flojito a la puerta de su habitación, supo instantáneamente que era Susan. Dejo el magnetófono y abrió con el corazón a punto de estallarle, pero en cuanto vio la cara de confusión de Susan comprendió que no había ido por la razón que el había deseado. Sin decir ni una palabra, ella le entregó la carta. Matt la despegó de nuevo -estaba muy arrugada-y volvió a leerla.

Susan:

Debéis venir urgentemente. Solo tu y Matt podréis valorar la enormidad de lo que he descubierto. No os retraséis. Se me acaba de ocurrir otra cosa: no habléis de esto con nadie. Mantenedlo en secreto. Solo nosotros, los hombres de ciencia, debemos contactar con ellos. Hay demasiadas personas que no son dignos representantes de nuestra especie. ¡Por el amor de Dios, daos prisa! Lo que vamos a experimentar juntos sobrepasa cualquier otro descubrimiento de la historia de la humanidad.

¡Oh, dioses! Mañana será un día de ajuste de cuentas.

Kellicut no la había firmado. Típico de el, pensó Matt mientras miraba la letra infernal, egotista y enigmática de aquel hombre. Tampoco estaba fechada y no hacia referencia a ningún lugar. Pero por la forma en que estaba doblado el papel y por las arrugas, era evidente que la había escrito a todo correr. La finalidad era prevenirlos de que no hablaran de la expedición con nadie. Pero ¿por que? ¿Quería ser el quien lo diera a conocer al mundo? Esto no seria impropio de el. La frase que había utilizado, ‹‹hay demasiadas personas que no son dignos representantes de nuestra especie››, era una forma curiosa de expresarlo.

Fantástico. Nos dice que estamos a punto de realizar el descubrimiento mas importante de la historia y nos prohíbe hablar de ello con nadie, cuando no esta en nuestras maños hacer nada. ¿Por que no se tomo la molestia de conseguir nuestras direcciones si estaba preparando algo tan trascendental? Kellicut, el flautista de Hamelin, que sigue fascinándonos y arrastrándonos hacia lo desconocido después de tantos años. Solo que ahora no se había propuesto iniciarnos en la teoría cuántica ni en Jung, sino en algo que solo sabia el.

Había otra cosa inquietante: aquella carta daba a entender que en el paquete que mando había otra nota. No lo decía con todas las palabras pero el tono parecía el de un post scriptum: ‹‹Se me acaba de ocurrir otra cosa››, decía. Era coherente. Kellicut era teatral, le gustaba el efectismo, pero en el fondo era un científico. No iba a enviar el cráneo de un hombre de Neandertal de veinticinco años de antigüedad sin dar ninguna explicación. Había demasiado en juego y muchas cosas de suma importancia podían irse a pique. Era escalofriante pensar que podía haber ocurrido con la carta que faltaba; Eagleton o Van podían haberla retenido. Pero ¿por que? ¿Que era lo que Matt y Susan no debían saber?

A Matt no le cabía la menor duda de que la carta era de Kellicut. Respondía a su forma de proceder, a su forma de engatusar. Casi podía verlo al escribir la apasionante promesa de que su hallazgo sobrepasaba ‹‹cualquier otro descubrimiento de la historia de la humanidad››. Y la cita griega del finaclass="underline" ‹‹ ¡Oh, dioses! Mañana será un día de ajuste de cuentas›› Que rebuscado. Susan logro localizarla: pertenecía al parlamento de Aquiles, después de que Patroclo cayó muerto en el exterior de las murallas de Troya.

Incluso en una situación como aquella, cuando cree que esta a punto de realizar un descubrimiento de la máxima trascendencia, y pone en peligro la vida de sus íntimos colegas, no puede dejar de ser pedante, pensó Matt. Su propio resentimiento le choco un poco.

Después de desplegar los pertrechos en el patio, Van cogió un portafolios y empezó a dar ordenes a voz en gritó a Rudy, quien metía cuidadosamente cada uno de los objetos en el coche a medida que Van los iba tachando de la lista.

Matt estaba exasperado por la enorme cantidad de cosas que iban a llevar: tiendas, sacos de dormir, botas, chaquetas de polipropileno, un botiquín, linternas, utensilios de cocina, hachas, navajas, cantimploras, cámaras fotográficas. Y comida de toda clase: latas, lonchas de carne y abundantes verduras deshidratadas envasadas al vacío, que tenían un aspecto de lo menos apetecible.

– Dios mío -exclamo Matt al ver aquella montaña de objetos-. ¿Vamos a buscar a los alma o vamos a abrir una tienda?

Apareció Susan, muy despeinada, con una taza de café humeante en la mano. Matt señaló una bolsita de lona.

– ¿Que hay ahí dentro? -le preguntó a Van.

– Bengalas.

– ¿Y para que las queremos?

– Por si tienen que evacuarnos.

– ¿Y quien va a evacuarnos?

– Nunca se sabe. Mas vale prevenir que curar.

Susan miro a Matt, frunció el entrecejo, meneo la cabeza y se alejo de allí.

Cogieron la carretera del Pamir, una pista negra de asfalto que atraviesa las montañas hasta Khorog, que se encuentra en la frontera de Afganistán, y luego sigue hasta la población de Osh, una antigua parada de caravanas. Rudy conducía sin dejar de cantar un popurrí de canciones que habían estado de moda el ano que paso en Nueva York. Van, que iba sentado a su lado, estaba inexplicablemente tolerante.

Pasaron por unas aldeas fantasmagóricas, formadas por cabañas de barro apiñadas que estaban situadas en las empinadas laderas de las colinas, bajo los árboles, en las que no había ni rastro de vida. En las afueras vieron lo que habían sido en el pasado campos de maíz e incluso una granja colectiva abandonada; las inmensas naves de piedra estaban semiderrumbadas y el tejado hundido. Había carros y arados abandonados.

– ¿Que ocurrió? -Preguntó Matt-. ¿Hubo enfermedades? ¿Hambruna?

– Ninguna de las dos cosas -respondió Rudy-. Este era un asentamiento del gobierno junto al rió Vaj. En I98I, después de tres terremotos, tuvo que ser evacuado. Aquí estaba el epicentro. Murieron unas doce mil personas. Toda la región sigue siendo inestable.

Mas tarde subieron por las colinas que hay al pie de las montañas, donde los cauces de los ríos van llenos del agua torrencial que baja al fundirse la nieve y donde la hierba parda se vuelve de color verde.

Al mediodía se detuvieron para comer. Rudy aparco cerca de un riachuelo y, cuando hubieron terminado, Matt anduvo por la ribera y llego a un punto donde el rió, tras un meandro, formaba una pequeña laguna. Impulsivamente se quito la ropa y se metió en el agua. El suelo era de arena; poco a poco se dejo caer de espaldas y se mantuvo a flote moviendo los brazos.

Sentía que iba a la deriva, como una hoja. Durante toda la mañana había tenido fantasías sexuales, cuyo único objeto era Susan. Se había parado para esperarla, sin dejar de observar su cuerpo, en el sendero que llevaba al riachuelo. Había dejado que ella fuera delante y se había quedado mirando fijamente las gotas de sudor que le resbalaban por los muslos. Había sonado con abrir aquellos muslos y esconder su cuerpo en ellos, como solía hacer en el pasado.