La luz volvió a aparecer al final de un largo túnel. Susan la vio acercarse cada vez mas, casi como un tren, excepto en que era un tipo de luz diferente y era ella quien se movía.
Cada vez estaba mas cerca y, en el momento en que salio a la cegadora luz del día, oyó voces a su alrededor.
– ¡Vos! ¡Arriba! -aullaba Matt.
– Intentó a ponerse en pie y medio cuerpo la acompaño, tenía que seguir el rastro hasta la abertura. Matt se sorprendió de que le pareciera tan próxima. Después volvió atrás en busca de Rudy y finalmente de Van, y todos se desplomaron en el suelo de la profunda caverna.
Cuando Susan se despertó no tenia la menor idea de cuanto tiempo llevaba durmiendo. Notaba una agradable sensación de calidez y arropamiento y cuando abrió los ojos vio una hoguera. Rudy mariposeaba a su alrededor mientras preparaba la comida. Las llamas se reflejaban titilantes en las paredes de roca, proyectando sombras en todas direcciones. Rudy sonrió, le llevo una taza de café y le acarició el pelo.
A su lado, Matt empezó a agitarse.
– Ah, el heroe se despierta -dijo Rudy.
Matt parpadeo varias veces y lo miro sin comprender durante un segundo. Pasaron varios mas antes de que pudiera hablar.
– Tu eres el heroe. Fue tu canción lo que me impulso a seguir.
– Justo lo que pretendía.
Susan se inclino, coloco su mano en la nuca de Matt y le sonrió.
– No se como, pero lo hiciste -dijo.
Matt recordó su visión del cabello de la mujer ondeando al viento; después volvió la vista hacia Van.
– Esta bien -dijo Rudy-. Ya se ha despertado. Usted es el único que ha dormido hasta tarde. La sopa ya esta en marcha.
Matt se puso en pie y se dirigió a la entrada de la caverna. Los cantos estaban recubiertos de nieve, pero la cellisca había cesado. Por fuera del portal enmarcado en blanco vio un prístino paisaje de una blancura resplandeciente que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Era tan tranquilo y hermoso que resultaba difícil imaginarse que por poco se convierte en su tumba.
Los cuatro comieron con apetito tiras de buey con alubias y café caliente. Después de aquello, Van recupero el color y afirmo sentirse mucho mejor. No dejaba de darse palmaditas en la pierna izquierda.
– Estaba convencido de que se me había congelado-dijo.
Estaban sentados en silencio alrededor del fuego cuando Rudy habló de repente:
– ¿No quieren saber donde he encontrado la madera?
Todos levantaron la vista.
– Justo aquí-dijo, en respuesta a su propia pregunta, señalando hacia un rincón de la caverna.
– Es extraño -comento Matt-. Y el humo asciende en línea recta. Debe de haber una chimenea natural.
– Eso no es todo -añadió Rudy-. ¿Están preparados? Esta hoguera no es la primera que se enciende aquí. Cuando la prepare, encontré cenizas.
Matt fue hacia su mochila y saco una linterna. Van hizo lo propio y ambos examinaron las paredes de la caverna, esquivando con cuidado las estalactitas y las estalagmitas.
Algo llamo la atención de Matt y se acercó mas.
– ¡Hostia!
Van corrió hacia el y enfoco el haz de su linterna ampliando la zona que iluminaba Van.
En el centro de los haces había unas pinturas bastas, manchurrones de ocre, marrón y rojo. Al principio era difícil identificarlas, pero finalmente tomaron forma: algunas parecían representaciones de seres humanos, otras de animales; unas de cacerías, otras de batallas.
– Dios mío -dijo Van finalmente-. Estas pinturas… son prehistóricas. Como las halladas en las cuevas de Lascaux.
– Mira esas figuras -dijo Matt-. Están cazando. ¿Ves esa?
– Acercó un poco la linterna-. ¿Estas viendo lo mismo que yo? Mira esa frente.
La figura tenia una enorme prominencia de lado a lado de la frente. Como todas las demás.
Van toco la pintura y se miro el dedo. Estaba manchado de rojo.
– Esta recién pintado -dijo en voz baja.
Justo en aquel momento oyeron un alarido apenas contenido a sus espaldas, la clase de sonido que escapa involuntariamente cuando ocurre algo inimaginable.
Susan y Rudy estaban acurrucados a la entrada de la cueva. Miraban hacia el exterior, y allí, en la nieve, vieron unas siluetas oscuras, humanoides pero no humanas, que surgían de la blancura circundante. Se dirigían hacia la caverna.
Eagleton desplazo su silla de ruedas hasta la ventana y subió la persiana con un delicado dedo índice. Era la hora del ocaso, siempre inquietante en los suburbios de Washington.
Las farolas de la calle se iban encendiendo entre destellos, las luces de los edificios del campus se iban apagando rápidamente y los coches salían del estacionamiento, llevándose a casa a los fatigados cabezas de familia. Estos empleados no son de los que se entretienen junto a sus mesas, pensó Eagleton. Todos tenían una familia que estaba esperando que regresaran. El no tenia ninguna.
De hecho, no tenia a nadie. Había intentado evitar aquel pensamiento. Sabia que lo estaba acosando; lo hacia normalmente a aquella hora del día. De joven, aun entusiasmado con luchar en la guerra fría como si se tratara de un gigantesco partido de fútbol, dio por sentado que todo el mundo estaba tan comprometido como el mismo, y eso es lo que parecía, pero en algún momento del camino habían ido acumulando esposas, hijos, casas de veraneo, caravanas y perdigueros canelos que lamían sus maños cuando llegaban a casa. El no tenia nada y se sentía estafado. Nadie le había ensenado las reglas, nadie le había dicho que ocurrían otras cosas además del partido de fútbol que se desarrollaba justo ante sus ojos y que tanto le había absorbido.
Era extraño que hubiese tenido que entregar su vida entera a la compañía. Se había convertido en una leyenda, empuñando el látigo durante veinticinco años en calidad de subdirector adjunto, al frente del departamento de contraespionaje. Pero el final de la guerra fría había llegado, se había creado demasiados enemigos, su carrera se había consumido. ¿Que sabia este nuevo reemplazo acerca del puente aéreo de Berlín, de bahía Cochinos, de Vietnam? ¿Que les importaba el honor? Por eso lo habían relegado a una sección estancada, al extraño asunto de investigar fenómenos paranormales. Pero seria el quien riese el ultimo. Se había dado de narices con algo tan gordo que les haría crecer los dientes de envidia. En comparación, colocar un micrófono oculto en el Kremlin parecería un juego de niños.
Dio otra chupada a su cigarrillo. Naturalmente, una vida normal no habría sido fácil. Estaba su enfermedad; aun le daba miedo conocer a otras personas, especialmente mujeres.
Se sentía humillado siempre que tropezaba con unas escaleras en la opera o con un bordillo demasiado alto. Llevaba así medía vida y todavía no se había adaptado. El no era como esta nueva generación, los activistas que exigían ascensores, rampas especiales y un trato igualitario. Tenían tanta confianza… El los odiaba y al mismo tiempo los envidiaba.
Con todos los complejos que tenia, el sexo era muy difícil.
No era un completo inexperto. Había contratado prostitutas, pero solo cuando su desesperación superaba su vergüenza.
Con ellas había experimentado una oleada de inseguridad: saber que no sentían nada por el, el embarazoso momento de trasladarse en peso de la silla a la cama, la sensación de que lo estaban compadeciendo, nunca temiendo… todo aquello convertía una erección en algo problemático.
Y, por supuesto, eso también se convirtió en un miedo, barriendo otras preocupaciones y cubriéndolo todo con un manto de horror.
Entonces apareció Sarah, su secretaria. Al principio le había parecido un ángel de la misericordia. El día en que llego, su perfume inundo el despacho y el olvido su miedo a los microbios. El progreso hacia la intimidad pareció alga natural. La tarde de finales de verano en que ella se acercó a el, apoyó su mano en el pliegue de su codo y después se inclino para besarle suavemente en la mejilla aun ardía en su ser, aun tenia la capacidad de acelerar su pulso. Las noches en el apartamento de Sarah, la picara mirada de reojo que le dirigía su chofer cuando lo dejaba en su destino. ¡Vaya, ella llego incluso a cocinar para el! Entonces surgieron las dudas, aquellos murmullos satánicos que susurraban en el interior de su cerebro y que según ella procedían del asco que sentía por si mismo. En todo caso, las dudas crecieron y se convirtieron en certezas. Ella no tenia el menor interés por el. Todo había sido una fea mascarada, una maniobra para trepar profesionalmente. Coloco a un agente novel tras su pista para espiarla. En realidad no descubrió gran cosa -una frase despreocupada por un teléfono ‹‹pinchado››, una carta de interpretación cuestionable-, pero fue suficiente para Eagleton. El orgullo siempre había sido su ruina.