Soltó la persiana e hizo girar en redondo su silla de ruedas. Así miente la locura. ¿Había pronunciado aquellas palabras en voz alta? Casi creyó haberlo hecho. Imagino que oía un débil eco en un rincón sumido en sombras.
Regreso a su escritorio e intento concentrarse. Aquel asunto no le gustaba nada. Abrió la carpeta superior con indiferencia. El contenido seguía siendo escueto: varios mapas, informes sobre el pasado de Matt y Susan, partes meteorológicos, los escasos mensajes de Van, las ordenes para Kane. ¿Por que se había plantado en localización automática la radio del ordenador de Van durante cinco días sin moverse de sitio? Había repasado todas las posibilidades hasta la saciedad: lo mas probable, decidió, era que el grupo se hubiera visto obligado a acampar y, por la razón que fuera, Van era incapaz de escabullirse para enviar un mensaje.
Tal vez estuviera enfermo. O quizás el ordenador se había estropeado y lo habían abandonado.
Eagleton sintió un escalofrío. No era que le tuviese la menor simpatía a Van; Dios sabia que ambos llevaban demasiado tiempo atacándose para poder sentir nada parecido a la simpatía. La cuestión era que, sin el, el equipo no tenia la menor idea de a que se enfrentaban. ¿Como iban a tenerla?
¿Quien podía siquiera imaginar algo parecido? Y sin ninguna sospecha de la extraordinaria naturaleza de las criaturas que perseguían, estaban condenados al fracaso. Para el, la misión no seria la salvación, sino su ruina.
Eagleton se inclino y abrió por enésima vez la carpeta rotulada OPERACIÓN AQUÍLES.
Susan y Rudy se asomaron al exterior de la caverna. El sol se reflejaba en la superficie de la nieve, y en la cegadora blancura resultaba difícil ver, pero, a corta distancia, unas masas oscuras surcaban la nieve como sombras.
– Dios -exclamo Susan. El tono de su voz tenia algo de irreverente.
Rudy balbuceo algo en ruso. Matt guardo silencio. Van contuvo el aliento.
Las oscuras siluetas, grises moles que convergían en la blancura total, se movían lentamente. Se aproximaban despacio a la caverna desde todas direcciones: había cuatro, seis, diez, mas de una docena.
Esto es lo que veníamos a buscar, pensó Susan. Por fin les hemos encontrado. Así pues, Kellicut tenia razón: existen.
La científica que había en ella estaba exultante. Imagínate, pensó, la primera oportunidad de un contacto entre especies en… ¿cuanto?… ¿treinta mil años? Entonces en su mente penetro un pensamiento mas sombrío: ¿se sabría algún día?
Aquella escena tenia una belleza fría e indiferente, como un lienzo de Brueghel con figuras austeras ante un telón de fondo blanco. Pero el modo en que las criaturas se habían desplegado y avanzaban hacia la caverna también era amenazador. Una punzada de miedo se propago por sus miembros, una sensación tan opresiva que parecía surgir de un profundo manantial subterráneo de repulsión instintiva.
Matt y Van atisbaban por encima de los hombros de Susan. La entrada de la caverna era tan angosta, debido a su revestimiento de nieve, que apenas quedaba espacio para que los cuatro miraran a la vez hacia fuera. Van dejo escapar el aliento con un involuntario respingo. Matt siguió meneando la cabeza.
– Madre mía. No puedo creerlo-dijo.
Nadie respondió; estaban demasiado fascinados por el espectáculo que tenían ante sus ojos. Matt se sintió arrollado por una oleada de excitación. Por una cosa así no me importaría morir, pensó. Ocurra lo que ocurra, estar aquí y poder presenciar esto merece la pena.
Las criaturas se acercaban con cautela. Parecía que venían de todas direcciones, como si hubieran coordinado su aproximación. ¿Nos están dando caza?, se preguntó Matt. El resplandor del sol hacia difícil fijarse bien en ellos. Había algo sobrenatural en toda la escena: los ventisqueros, la cegadora luz del sol, la oscura roca del interior de la caverna…
Aunque solo se veían siluetas oscuras, las figuras eran ostensiblemente distintas: mas compactas unas, de hombros mas redondeados o con miembros mas gruesos y cortos otras. Mientras se acercaban, una nube paso ante el sol, el resplandor desapareció y sus rasgos se hicieron de pronto completamente visibles. No cabía duda de que eran seres extraños, de otra especie. Llevaban porras talladas de lo que parecían ser gruesas ramas, anchas por el extremo y puntiagudas en la empuñadura. Iban cubiertos con pieles de animales, burdamente modeladas en forma de calzones o ponchos. Sus peludos brazos estaban desnudos. En los pies llevaban un peculiar armazón de palos atados con correas de cuero que les permitían caminar con un lento movimiento de arrastre sobre la gruesa corteza de nieve. A pesar de su considerable peso no se hundían. La nieve se pegaba a sus calzones y a la parte de su torso que quedaba expuesta al viento.
La voz de la científica susurro en la mente de Susan: fíjate en lo bien que se han adaptado a su inhóspito ambiente. Eligio a uno y lo examino minuciosamente. Su físico no era descomunal, pero su cuerpo daba la impresión de densidad.
La sección central y el pechó eran amplios, y los músculos del antebrazo doblaban en tamaño a los de un ser humano normal. Su largo pelo formaba una correosa melena que colgaba en bucles alrededor del musculoso cuello. Pero lo que destacaba de inmediato era el semblante, que era desproporcionado, con los ojos muy separados, la nariz achatada y los rasgos excesivamente grandes en conjunto, como un dibujo sobre un globo demasiado hinchado. La mandíbula era gruesa y la barbilla huidiza, biselada hacia atrás, como si la hubieran rebanado. Y por encima de todo, sobresaliendo de la frente, estaba aquel formidable entrecejo, una protuberancia ósea parecida a un tumor alargado. Comprimía la cara hacia abajo y hacia que los ojos parecieran hundidos en sus enormes cuencas, bajo las gruesas cejas. Realmente era grotesco. Por extraño que pareciese, era imposible no quedarse mirándolos fijamente. Las criaturas caminaban erguidas, pero mantenían la cabeza echada hacia delante de una manera peculiar, como si colgara de unos hilos invisibles. Parecían hombres escudriñando el horizonte.
Para un ser humano, el efecto era indescriptiblemente feo.
A los cuatro que observaban desde el interior de la caverna les sorprendió lo verdaderamente distintas que eran aquellas criaturas, con un aspecto extravagante pero al mismo tiempo natural. Las similitudes solo realzaban las diferencias.
No se parecían en absoluto a ninguno de los bocetos y reproducciones de los científicos, aquellos patéticos intentos de extrapolar un aspecto probable a partir de fragmentos de un cráneo en un laboratorio. Eran diferentes de lo que cualquiera de ellos había imaginado.
Matt se asombro al sentir repugnancia. Oteó el horizonte. Todo lo demás parecía muy normaclass="underline" la nieve, el cielo. De pronto, todo lo que había ocurrido desde el principio-el cráneo del despacho de Eagleton, la larga escalada de la montaña, la cellisca-se le antojaba estrafalario. ¿Como había llegado hasta allí? ¿Que pasos había dado?