Las clases de Susan eran legendarias entre el alumnado, de modo que sus aulas estaban siempre a rebosar. De pie en la tarima, con un haz de luz lanzado desde el otro extremo del aula por encima de su cabeza como si fuera un proyector orientable, de los que se usan en los teatros, veía los contornos de los rostros pero no las facciones. En la penumbra se distinguía el resplandor de algunas joyas y un par de gafas que reflejaban la luz cual diminutos faros en la semioscuridad.
Había distendido el ambiente con comentarios jocosos: el habitual repertorio de hallazgos arqueológicos raros, las comparaciones entre el hombre de Java y una eminente personalidad de la universidad, el fraude de la mandíbula de Piltdown y un trabajo de investigación de un profesor. Era un recurso fácil pero funcionaba, y se sentía gratificada cuando ellos se reían justo en el momento en que se tenían que reír.
Bruscamente levantó el puno derecho, flexiono el pulgar y se oyó un zumbido distante. A sus espaldas apareció un mapa enorme dibujado con tinta negra; los ríos estaban representados por unas líneas serpenteantes y las colinas por unas pestañas. Los alumnos fijaron su atención en el; algunos levantaron sus plumas, dispuestos a garabatear apuntes. Topónimos alemanes del valle del Rin: Oberhausen, Solin gen, el rió Dussel. Susan alzo el puntero y se acercó al mapa muy seria.
– Y así llegamos al acontecimiento principal. Para ello hemos de remontarnos al mes de agosto del ano I856.
Tres años antes de que Darwin publique El origen de las especies. Ha estado trabajando en el durante unos veinte años y no tiene ninguna prisa por terminarlo. Pero pronto se entera de que un rival suyo esta trabajando en un manuscrito en el cual expone lo que el denomina ‹‹la selección natural››. Eso provocara que Darwin se ponga a trabajar a un ritmo frenético.
Se interrumpió y miro a sus alumnos; quería asegurarse de que la seguían. Sin saber por que empezó a ponerse un poco nerviosa; era una sensación vaga, desconcertante, y que desde hacia unos días iba y venia de forma inexplicable.
Levantó el puntero y la punta de goma roja rozo el mapa Susan acarició el centro con un movimiento circular y lento.
– Aquí, en este pequeño valle al este del Rin, se va a producir un hallazgo que trastocara las teorías científicas del siglo XIX. Y al igual que en muchos hallazgos importantes, el azar jugara un papel decisivo.
Levantó el puno. Se oyó otro clic y en la pantalla resplandeció una fotografía en color que mostraba praderas y claros umbrosos.
– Este es un pequeño valle tranquilo, sembrado de edelweis y narcisos trompones. En el siglo XVII la garganta recibió el nombre del director de un colegio de Dusseldorf, Joachim Neumann, quien acostumbraba a vagar por el valle en busca de inspiración para sus poemas y sus composiciones musicales, por cierto espantosas. Pero era un personaje querido y, al morir, los habitantes de mayor edad del pueblo decidieron poner su nombre a los campos que el adoro. Joachim era un pedante: prefería que se dirigieran a el utilizando la traducción griega de su apellido, Neander, que significa ‹‹hombre nuevo››.
– Dos siglos mas tarde, en 1856, un día tranquilo de agosto, unos obreros que trabajaban en una cantera descubrieron una cueva en la que había montones de huesos apilados junto a las paredes y esparcidos aquí y allá, aunque la mayoría de ellos estaban amontonados cerca del centro. Los obreros los tiraron todos salvo un puñado. Por algún motivo que desconocemos, el propietario de las tierras, un tal Felix Beckershoff, se intereso por aquellos viejos huesos y salvo unos cuantos: unos brazos, algún fémur, parte de una pelvis y el fragmento de un cráneo.
En la pantalla apareció otra diapositiva: unos trocitos de huesos, relucientes como piedras preciosas y de color marrón oscuro como cajas de cartón mojadas. Algunos eran perfectamente identificables: una bóveda craneal, un fémur inconfundible y una tibia muy delgada. El extremo del puntero no dejaba de moverse entre ellos, dibujando un ocho.
– Afortunadamente, Beckershoff conocía a J. C.
Fulllrott, el fundador de la Sociedad de Ciencias Naturales local. Cuando este tuvo delante los fragmentos, no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. ¿Que clase de huesos eran aquellos? El cráneo ligeramente inclinado, las extrañas e impresionantes protuberancias… ¿que explicación había que darles? Y los miembros arqueados. El cubito lesionado de un antebrazo. ¿A quien pertenecían? Aquellos huesos no eran de ningún animal, pero tampoco pertenecían a seres humanos vivientes ni a ninguna especie humana.
Susan volvió al atril. Ahora los alumnos estaban escribiendo febrilmente. No necesitaba consultar sus notas: había dado aquella clase decenas de veces. Con todo, no podía evitar sentirse vulnerable ni librarse de la sensación de que perdía el hilo. ¿Quienes son todas estas personas que me están escuchando?, se preguntó. ¿Que piensan en realidad?
Pugno por recuperar un tono de voz tranquilo, propio de una conversación distendida.
– Fuhlrott aviso a un anatomista de Bonn, un profesor llamado Schaaffhausen, que fue el primero en sostener la teoría de que aquellos especimenes eran algo absolutamente inimaginable: no pertenecían a ningún simio ni a ningún hombre, sino a un ser anterior al hombre, un ser de algún; especie que tal vez habito Europa antes de los romanos y lo celtas. Intenten imaginarse por un momento el osado salto que esta singular inducción venia a representar.
La reacción de los profesionales no se hizo esperar. La teoría de la evolución estaba en ciernes. Sus gritos de amenaza retumbaban por los pasillos severos y respetables de la ciencia. Los representantes de la comunidad científica dominante se escindieron. Los evolucionistas cogieron el puñado de huesos y los enarbolaron – ¡rápido!-para esgrimir su revolucionaria teoría. Los antievolucionistas se lanzaron al ataque e insistieron en que aquellos huesos eran un hallazgo fortuito e insignificante. Los dos bandos estaban empatados. Incluso llegaron a intervenir pensadores famosos de la época, que aportaron nuevas explicaciones.
La verosimilitud no era un factor primordial que hubiera que tener en cuenta. Rudolf Virchow, el anatomista alemán más famoso de su tiempo, sostuvo que el ser al que pertenecía aquellos huesos era un hombre vulgar y corriente que sufrió raquitismo. El dolor atroz, concluyo, le hizo contraer lo arcos superciliares, los cuales se osificaron y dieron origen a la formación de aquellas extrañas protuberancias. Eminentes científicos tomaron partido en aquella controversia Darwin, por supuesto, también lo hizo. -Susan meneo ligeramente la cabeza y prosiguió-: Pero no debemos ser demasiado críticos. Recuerden que era una época de superstición, de una seudo espiritualidad y de un férreo conservadurismo considerable. Imaginar que el hombre podía proceder de un ser simiesco, por no hablar de un primo de cabeza plana al que parecía que le hubiese pasado un camión por encima, era un anatema.
– En aquel momento, sin embargo, intervino la providencia. Las pruebas se iban acumulando hasta que ya fueron incontrovertibles.
Volvió a levantar el puño y esta vez en la pantalla se vio un mapa de Europa, el norte de Afrecha y el subcontinente indio marcado con cruces negras, que parecían mucho mas profusas en el sur de Francia.
– Se hallaron más fósiles y también huesos de inmensos mamíferos, algunos de ellos extinguidos, como el mamut y el ciervo gigante. Se hacia difícil rebatir aquello.
– El puntero dio unos golpecitos en la pantalla-. Empezaron a surgir huesos como las setas después de la lluvia. En Gibraltar, en Italia, en Bélgica, en Rusia, en Irak, en Israel.
Susan se sonrió. La ansiedad había cedido un poco.
Volvió al atril sin dejar de mirar la pantalla, como si esperara que sucediera algo sobrenatural. Cuando habló, su voz adquirió bruscamente la intensidad con la que se relata el momento culminante de una narración.