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– Que matara a Rudy así. Matas cuando estas asustado, ¿verdad? Por lo menos los seres humanos lo hacemos. ¿De que tenían que asustarse ellos?

– De nosotros -respondió Susan.

– Pero el no los amenazaba-observó Matt-. Lo superaban en numero claramente. Lo tenían a su merced.

– ¿Y que? -preguntó Van.

– Que no tiene sentido, a menos que todo su sistema de motivaciones funcione de un modo diferente. Matan por el placer de matar, o bien porque no significa nada para ellos.

– Tal vez no tengan el concepto de la muerte -intervino Susan.

– O tal vez la glorifican, convirtiéndola en un culto. Recuerda tu propia investigación: los neandertales comían cerebros.

Era la primera vez que uno de ellos se refería a las criaturas con ese nombre.

– No estoy segura de que en realidad sean tan diferentes de nosotros -dijo Susan-. Mataron a Rudy porque les daba miedo. Y nosotros también los asustamos.

– Pero aun así, es una locura. Si alguna cosa te da miedo, te alejas de ella. Si temen el mundo exterior, ¿por que construyen un puente que los comunique con el?

– Es posible que lo necesiten -dijo Van-. Para comerciar.

– ¿Comerciar? Pero entonces, ¿por que matan a los primeros comerciantes que ven?

– A lo mejor no somos los primeros -dijo Susan-. Y quizá tienen algún otro motivo que los expulsa de sus montañas. Algo nuevo, algo relacionado con la brutalidad que acabamos de ver.

– Es una posibilidad -dijo Matt, poco convencido-. Pero eso no encaja con lo que explicaba Kellicut. Las criaturas sobre las que el escribió eran aparentemente pacificas, casi amistosas. Estos son simios homicidas. No cuadra.

– Tal vez ese gran doctor no era un observador tan perspicaz, después de todo -dijo Van hablando por encima del hombro sin apartar el revolver del fuego-. Les diré algo: no voy a permitir que ninguno de esos cabrones se acerquen a mi. Así de claro.

Susan lo fulmino con la mirada. Sus ojos fríos y húmedos, su rostro sin afeitar, su postura encorvada, de rodillas junto al fuego, embutido en su anorak y sudando como un loco, le conferían el aspecto de una bestia.

Matt intervino.

– ¿Cuanto tiempo va a tardar ese maldito cacharro en descongelarse?

– Ya casi esta. Apenas gotea.

– ¿Visteis sus raquetas de nieve? -preguntó Susan.

– Si-dijo Matt-. Eran muy primitivas, un manojo de palos atados, pero resultaban eficaces.

– Esos tipos probablemente eran los cazadores. Parecían mejor equipados de lo que creíamos. Sin embargo no estar tan avanzados. Creo que uno de ellos llevaba una lanza. Vi cuando se quedaron inmóviles dentro de la caverna. Por la mayoría solo llevaba porras.

– Si son cazadores -dijo Matt-, probablemente haya muchos otros por aquí, encargados de cocinar, de mantener el fuego encendido, de curtir las pieles y todo eso. Si esto es su guarida, lo mas lógico es que estén todos por aquí cerca. A menos que sea algún tipo de destacamento.

– No es un destacamento -asevero Susan con firmeza-. Esas pinturas, los túneles, esto -añadió señalando la hoguera-, todo apunta en la misma dirección: este es su hogar.

Matt empezó a decir algo, pero se detuvo al oír un chasquido a sus espaldas. Van había apartado el revolver del fuego y estaba haciendo rodar el tambor. La empuñadura estaba caliente, por lo que había encogido el brazo dentro de la manga y utilizaba el puno del anorak para sostenerlo.

Lo probó oprimiendo el gatillo. Clic. Después lo dejo en el suelo, saco las balas de su bolsillo, escupió en el tambor para enfriarlo y las introdujo una por una en las recámaras, quemándose los dedos. Saco de su mochila una caja de munición y se la guardo en el bolsillo.

– Ya vuelve a funcionar -dijo sonriendo como un poseso.

– Justo a tiempo -comento Susan-. Alguien viene hacia aquí.

Había acercado la oreja a la entrada de un túnel y lo señalaba; todos pudieron oír unas fuertes pisadas que resonaban avanzando hacia ellos. Iban corriendo, y su apresuramiento dio pie a una idea inquietante: de algún modo saben donde estamos, pensó Susan. No están solo buscándonos, nos están rodeando.

Matt echó una ojeada hacia los demás túneles y habló en voz baja.

– De acuerdo. Escojamos uno. Tenemos todas las posibilidades de cagarla.

– Este parece mas amplio-dijo Susan-. Quizá deberíamos tomarlo. No nos conviene estar perdidos aquí abajo para siempre, y ahora tenemos el revolver.

Matt miro a Van.

– ¿Has disparado alguna vez esa cosa?

Van gruñó por toda respuesta.

Se internaron por el túnel que Susan había elegido y que resulto ser mas ancho que los que les habían conducido hasta aquel punto. Notaron una ligera brisa y oyeron una cacofonía de ruidos confusos y sin una procedencia clara, como el sordo bullicio de una ciudad. La ambigüedad del sonido era inquietante y se agruparon instintivamente, sin apartarse de una de las paredes. Cada pocos segundos, Matt encendía la linterna el tiempo suficiente para que vieran por donde caminaban.

De pronto, elevándose por encima del rumor, oyeron claramente nuevos sonidos, cada vez mas próximos, producidos por las criaturas al acercarse -gruñidos, pisadas, roces-, y aunque aguzaron el oído en ambas direcciones, les resulto imposible determinar de donde venían.

Empezaron a correr sin estar seguros aun de si se alejaban precipitadamente de los ruidos o si se precipitaban hacia ellos a toda velocidad. Entonces se aclaro la duda: los pasos se oían delante.

Matt se arriesgo a utilizar la luz y enfoco ante el durante un segundo. El trozo de pared iluminada presentaba una zona oscura a un lado, una rendija de medio metro de ancho que conducía a un callejón sin salida, no mayor que un armario ropero. Bastaría para ocultarse. Corrieron hasta el y se apretujaron en su interior uno por uno; Van fue el ultimo, y esperaron con el corazón desbocado.

Van alzo el revolver y lo sostuvo apuntando hacia la entrada.

– Cierren los ojos -ordeno bruscamente.

– ¿Te has vuelto loco? -susurro Matt.

– Habló en serio. No hagan preguntas. Solo cierren los ojos.

El ya los había cerrado. Matt miro a Susan, que también había hecho lo propio.

Segundos después, los pasos aumentaron de volumen, y a medida que se aproximaban las antorchas, la pared que se erguía frente a su escondite se tino con un resplandor anaranjado cada vez mas intenso. Matt cerró los ojos, pero percibió las llamas a través de los parpados entornados y noto el calor a escasos metros de distancia. Poco a poco, la luz y el ruido empezaron a alejarse, y Matt se dio cuenta por primera vez de que podía olerlos; era un acre olor a grasa animal y secreciones humanas que invadió sus fosas nasales y le produjo una arcada. Enseguida, la confusión de movimiento, colores y sombras se desvaneció, el ruido ceso y todo volvió a quedar en silencio y a oscuras. Matt se echó a temblar.

Van dejo escapar el aire de sus pulmones ruidosamente y Susan soltó un pequeño suspiro.

– Demasiado cerca -dijo.

– ¿A que venia eso de cerrar los ojos? -preguntó Matt.

– Después -dijo Van-. Primero será mejor que encontremos una manera de salir de aquí, antes de que lleguen mas.

Salieron trabajosamente uno por uno y emprendieron la huida por el túnel, en busca de una salida.

Quince metros mas adelante llegaron a una desviación que se abría en un lado. La siguieron y entraron en una gigantesca bóveda decorada con pinturas. La parte superior de las paredes estaba cubierta de cenefas azules y negras, y la parte inferior estaba decorada con gráciles figuras y volutas.

El techó abovedado, muy alto, estaba erizado de estalactitas que apuntaban hacia el suelo como puñales, con la punta impregnada en pinturas del color de la sangre. Las estalagmitas se elevaban del suelo como conos a lo largo de las paredes de la bóveda y estaban ribeteadas de tiras de cuero y cuentas. Se percibía un intenso olor a animal. En el centro, extendidas en el suelo, había pieles de animales, cerca de un montón de huesos.