– ¿Que es esto? -preguntó Susan con voz temblorosa.
– Algún tipo de santuario -dijo Matt impresionado.
Las pieles estaban cuidadosamente distribuidas formando un semicírculo, como si se utilizaran para la oración o la meditación. Matt se volvió y enfoco la linterna sobre la superficie de la pared hacia la que miraban las pieles. Lo que vio lo dejo sin aliento, y oyó que Van silbaba suavemente.
El haz iluminaba un retablo de vivos colores que ocupaba toda la pared de lado a lado, un enorme rectángulo con figuras realistas meticulosamente pintadas en paneles. Estos parecían representar un relato, como los pergaminos etíopes, y los colores se superponían en múltiples capas, como si hubieran sido pintados y repintados durante generaciones.
Lo contemplaron un buen rato antes de hablar. Las figuras estaban bellamente representadas. Era evidente que se trataba de guerreros, armados con porras y otras armas y divididos en dos bandos enfrentados. Unos tenían la frente abultada y el aspecto achaparrado de los neandertales. Los otros combatientes eran mas altos y flacos, con el mentón prominente y el cráneo estrechó: Homo sapiens.
Matt trazo un circulo con el haz de luz, absorto en la artesanía, el talento artístico que se adivinaba tras las líneas y los colores, intentando descifrar el relato: la saga de alguna clase de batalla. Si, eso era. Las dos subespecies estaban en guerra, un conflicto primordial de alguna clase. ¿Pero por que le resultaban tan extrañamente familiares?
De repente lo comprendió.
– Susan, ¿sabes que es esto?
– Si -respondió ella, que se había dado cuenta de que se trataba casi al mismo tiempo. Su voz sonó sofocada por la sorpresa-. El enigma de Khodzant.
– Y fíjate, esta completo. No le falta ni un fragmento. Probablemente es el original.
– ¿Que diablos esta haciendo aquí?
No habían advertido que Van se había alejado furtivamente, internándose por otro pasadizo que se habría en una pared. Mientras ellos se interrogaban sobre el retablo, tratando de averiguar la conclusión de su mensaje, el gritó los interrumpió:
– ¡Eh, vengan aquí! ¡Deprisa!
Doblaron la esquina a la carrera. Matt se tranquilizo al ver que Van no estaba en apuros. Era la admiración, no el miedo, lo que había provocado su gritó. Contemplaba, lleno de asombro, el principio de una vasta caverna, el cubil mas intimo de aquellas criaturas que los perseguían.
Parecía desierto, pero por todas partes había signos de ocupación. El humo de tres pequeñas hogueras se elevaba en volutas y desaparecía en la brumosa oscuridad del techó.
Las paredes estaban chamuscadas en todo el recinto con manchas negras que llegaban a gran altura sobre la roca como el hollín de una chimenea. Aquello eran fogones, concluyo Matt, que seguramente utilizaban para cocinar y curtir pieles. Sus ojos buscaron cualquier indicio de movimiento de una manera instintiva. No lo encontró, pero un sexto sentido le aseguraba que la caverna había estado abarrotada de criaturas apenas unos minutos atrás, y que podían regresar en cualquier momento.
A base de fuerza de voluntad, Matt se calmo y empezó a buscar detalles a conciencia. Cada rincón y cada hendidura estaban repletos de pieles de animales. Las había en los salientes y cornisas, en el suelo de roca, amontonadas en las esquinas: pieles de oso pardo, búfalo lanudo, ciervos y alces, liebres gigantes, marmotas, antílopes monteses y otros que no pudo identificar. Observó que estaban colocadas en grupos.
– Parece como si estuvieran divididos en unidades familiares -dijo Susan. Alrededor de sus pies había huesos esparcidos-. Fíjate en eso -añadió señalando unos amontonados a un lado. Conservaban pedazos de carne y cartílago, trozos de animales irreconocibles, medio podridos y aun goteando sangre-. Ahora sabemos con toda seguridad que son carnívoros.
Cerca de otra pared había un montón de armas y Susan se inclino para examinarlas. Había leznas, hachas, lanzas y varias herramientas para cortar y triturar. Alrededor de un pedrusco aplanado que podía servir de yunque se veían esquirlas de piedra. Fascinante, pensó Susan, una pequeña fabrica de herramientas. Para unos homínidos primitivos era muy avanzado preparar de aquel modo el núcleo de la piedra antes de laminarla; la técnica de levalloisiense, recordó.
Había otros instrumentos de cuarenta o cincuenta centímetros de longitud que jamás había visto.
Encontró un pequeño corral, una oquedad natural de la roca que se había cercado con un semicírculo de piedras y forrado COII pieles de animales. Reflexiono un buen rato antes de conseguir determinar su función.
– Aquí viven varias familias, no cabe la menor duda. Fíjate en eso.
Admirado de ver que la curiosidad de Susan superaba su miedo, Matt se acercó y aguzo la vista, advirtiendo al instante el fuerte y desagradable hedor de las pieles raídas y el penetrante olor de la orina.
– Es un parque infantil -dijo ella-. O mejor un foso, en realidad, pero tiene la misma función. Dejas ahí a los niños y ya puedes bajarte de los zapatos y guisar un poco de mamut lanudo.
Investigaron un rato mas. Sobre una cornisa se alineaban varias armas con la punta cubierta de sangre. Matt cogió una y la olfateo. El olor era tenue e indescriptible. Volvió a dejarla en el mismo sitio.
– Si esto es su hogar-dijo-, ¿adonde han ido todos? Parece que estuvieran aquí hace apenas un minuto.
– Quizá los hemos asustado. Habrán dado algún tipo de alarma general y habrán evacuado a las mujeres y los niños para protegerlos.
– Es posible que sepan que estamos aquí. Podrían estar observándonos o preparando alguna clase de trampa.
Van estaba nervioso. Se había situado en el centro de la caverna y les hacia senas con una mano para que se acercaran, mirando hacia arriba con ojos desorbitados.
Se colocaron uno a cada lado de Van y levantaron la vista. Sobre la pared de roca, elevándose hacia la cúpula de la caverna, se alzaba un enorme icono tallado en un promontorio irregular: una especie de estatua recubierta de mechones de pelo blanco y negro. Parecía algún tipo de animal, quizá medio homínido, medio oso. Tenia el hocico estrechó de un oso de las cavernas v relucientes colmillos; por encima del morro, un par de minúsculos ojos les observaban maliciosamente desde sus cuencas hundidas. A la escasa luz que llegaba a aquella altura creyeron detectar una frente abombada y, encima, mechones de pelo negro que colgaban y se fundían en una alfombra confeccionada con pieles de oso, de unos seis metros por cada lado. La aparición recordaba a una gigantesca estatuilla de vudu, con el arte y la crueldad suficientes para sugerir una mezcla de esplendor y horror.
– Debe de ser su deidad, el busto de un dios zoomorfico -dijo Susan-. Fíjate, transmite una sensación de… de odio.
Quienquiera, o lo que fuera, que creara a este engendro es malvado, pura y simplemente malvado. Es un dios pagano del mal y la muerte.
– Esto es un santuario, de acuerdo -concedió Matt. Observó las manchas rojas incrustadas en las rocas de los alrededores y coloco un madero erguido justo debajo de la estatua-. No me sorprendería que celebrasen sacrificios aquí mismo.
No tardaron mucho en descubrir los cráneos. Estaban junto a la pared, a un lado del icono, en un rincón oscuro y discreto. El haz de la linterna de Matt los recorrió lentamente, iluminándolos uno por uno como pavorosas mascaras colgadas en la pared de una galería de arte. Eran claramente cráneos humanos, con la ancha frente reluciente y los maxilares alargados. Uno estaba ligeramente ladeado, lo que les permitió descubrir un revelador orificio en la base de la espalda, justo por encima de la espina dorsal. El cerebro había sido extraído.
– ¡Matt! -Exclamó Susan-. ¡Son devoradores de cerebros!
La luz de Matt siguió su recorrido y vieron otra cosa que les hizo contener el aliento. En una punta había una cabeza nueva, el trofeo mas reciente. Había sido arrancada brutalmente y de la mejilla colgaban jirones de arterias y huesos ennegrecidos. Estaba casi irreconocible porque le habían arrancado demasiada carne, pero no cabía duda de que se trataba de Sharafidin.