Si algo caracterizaba a Eagleton era su fanatismo. Cuando abordaba un tema, se sumergía en el y no pensaba en nada mas durante horas y horas. Sus cavilaciones empezaban en un punto central y después se expandían en círculos cada vez mas amplios, como un perro cuando busca el rastro de su casa.
Por eso su despacho se había transformado durante las ultimas dos semanas con artefactos y tótem. A lo largo de una pared había retratos de los grandes hombres de la paleo antropología y campos afines, desde la geología hasta la psicología cognitiva. También había seguidores de la nueva escuela de arqueología experimental, seres extraños que desaparecían desnudos en la espesura durante meses seguidos, intentando recrear el estilo de vida de sus antepasados primitivos. Estaban representados incluso aquellos que se habían apartado de lo que finalmente constituyo la senda del conocimiento aceptado, los conservadores rebeldes y los defensores de causas perdidas.
A la derecha, contemplando el espacio con escepticismo a través de unas diminutas antiparras, colgaba una fotografía de Rudolf Virchow, el alemán fundador de la patología moderna que había minado su propia reputación combatiendo la descabellada teoría de la evolución. Había un retrato de Alfred Russel Walláce, el autodidacto de clase medía, palabras suaves y acuosos ojos marrones cuyas teorías se anticiparon a las de Darwin. También había fotografías de Thomas Huxley, con el cabello largo y atractivo, sonriendo a la cámara con una mueca de confianza, de Paul Broca, la piedra angular de la antropología física francesa, e incluso de Edward Simpson, el celebre falsificador ingles, sentado en una silla de madera y rodeado por las herramientas de su oficio, un martillo en una mano y a sus pies varias piedras falsas, destinadas, sin duda, a los crédulos compradores victorianos. Por encima de todos ellos, tanto físicamente en la pared como mentalmente en el panteón jerárquico de Eagleton, estaba Ernst Haeckel, el naturalista alemán de aspecto sentimental con largos bucles rubios y un aire de destino trágico, como el general Custer. Había abrazado la teoría de la evolución con una pasión peligrosa, convirtiendo la supervivencia del mas apto en un dogma de la Naturphilosophie, la romántica filosofía mística que condujo a las teorías eugenesicas y a las doctrinas raciales del nazismo.
Eagleton se sentía irresistiblemente atraído hacia aquel hombre, representado aquí con botas y sombrero de ala ancha, y una gran jarra de cerveza junto a su codo.
Sobre una mesa, junto al escritorio de Eagleton, reposaba un abundante surtido de moldes, mandíbulas, trozos de cráneo con números garabateados encima con tinta oscura y diversas herramientas prehistóricas: martillos de piedra, cortadores de una y dos caras, poliedros, raspadores, formas discoidales, esquirlas de pedernal y otros fragmentos. Cuando se perdía en sus pensamientos, levantaba las piezas, les daba la vuelta una y otra vez como si fueran runas y las distribuía formando nuevos esquemas.
En la pared opuesta, tensada y clavada sobre un tablero de corcho, había una reproducción del enigma de Khodzant con los paneles ausentes, el acertijo sin resolver favorito de todos los estudiantes licenciados. Nadie mas que Eagleton, al menos nadie que siguiera con vida, sabia que estaba relacionado de algún modo con los neandertales. Eagleton había establecido la conexión gracias a Zhamtsarano, el mongol que le inspiro el respeto y la empatia que un explorador siente por un colega que recorrió décadas antes la misma ruta sin cartografiar y desapareció. El pictograma había sido descubierto en los archivos de Zhamtsarano, en el Instituto de Estudios Orientales de la Academia de Ciencias. Había un boceto en el que faltaba el ultimo cuadrante, por supuesto, y con una anotación manuscrita en cirílico. De nuevo, Eagleton leyó la traducción impresa en una hoja de papel que reposaba sobre su escritorio:
– Cada tribu tiene su propio mito central. Es el mito del origen o de la supervivencia que delimita la tribu y le confiere su unicidad. Penetrar hasta el corazón del mito es comprender el momento de la creación de la tribu y el alba de su historia.››
El monte Olimpo, Gea y Urano, los Titanes, Cain y Abel, el diluvio y el arca de Noe, Mahoma y la montaña, Krishna, la tribu perdida de Israel… todo incorporaba esta verdad básica que Eagleton había descubierto. Creía que Zhamtsarano había resuelto el acertijo del pictograma, pero no había anotado la solución, típico de alguien que consideraba que el viaje era tan importante como el destino. Eagleton lo contemplaba durante horas, intentando descifrar su mensaje, y a veces, mientras estaba absorto en otra tarea, hacia girar de pronto su silla de ruedas para mirarlo, como si pudiera tenderle una emboscada al secreto y desvelarlo.
A Eagleton se le estaba agotando el tiempo. Tenia que tomar decisiones, pero le faltaba una información sólida sobre la que basarlas. El transmisor de Van seguía mudo. Había muchas probabilidades de que el y los demás estuvieran en apuros. ¿Debía enviar a Kane y al equipo de asalto? Si los paracaidistas llegaban demasiado pronto, arrasándolo todo a sangre y fuego, como era su costumbre, toda la misión podría irse al traste. ¿Pero y si llegaban demasiado tarde? El único problema entonces seria la censura: como evitar que se extendiera el rumor de lo que habían encontrado… si es que realmente quedaba algo por encontrar.
Y en cuanto a los rusos, le había preocupado enterarse, por la ultima transmisión de Van, de que ya estaban en la zona.
Con su sarcasmo habitual, Van había sugerido que Eagleton estaba al corriente de su expedición. Lo cual, naturalmente, era cierto en un sentido general, y no veía motivos para que Van estuviera también en el ajo. Pero no había creído que Moscu actuara tan deprisa, y no tenia ni idea de lo que buscaban los científicos rusos. Habían cambiado de idea respecto a lo de entregar toda aquella investigación y ceder el campo a los americanos, con glasnost o sin ella. Después de todo, ¿por que divulgar una ventaja en un campo innovador?
Los hábitos de la guerra fría tardaban en morir.
Eagleton encendió otro cigarrillo y abrió el expediente de la operación Aquiles con las actualizaciones en la parte superior. No incluían buenas noticias. El sujeto había perdido ocho kilos a lo largo de tres semanas, había dejado de cooperar con los experimentadores, tuvo que ser encadenado con grilletes de maños y pies, y emitía extraños sonidos.
Ojeo las paginas de información experimental referente a Aquiles: resúmenes de las observaciones registradas a lo largo de los meses y que se enviaban a Maryland para ser revisadas una y otra vez desde el momento en que descubrieron los extraordinarios poderes de la criatura. No era exactamente telepatía, es decir, la capacidad de leer la mente, sino un paso definitivo hacia ella: la visión remota, o VR, como la llamaban los científicos, que estaban completamente seguros de que la criatura poseía, al margen de cualquier otro rasgo menor sorprendente que pudiera presentar.
Eagleton se topo con una trascripción de su primera entrevista con el científico que se lo explico. La leyó.
– ¿Es capaz de leer la mente?
››-No, que va. No es lo mismo, en absoluto. Para empezar, el pensamiento, al menos en los seres humanos, es inseparable del lenguaje y en buena parte tiene lugar en el cortex cerebral. Este sujeto no tiene un cortex cerebral desarrollado del mismo modo. No, el don es ocular.
– ¿Significa eso que requiere ojos para actuar?
– Si, los ojos de alguien mas.
– ¿La criatura ve a esa persona?