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Pero podría ser distinto entre ellos.

– ¿Es posible engañar al sistema? ¿Que ocurre si se mantienen los ojos cerrados?

– En teoría, eso cambiaria las cosas. ¿Si un campo receptor no funciona o solo ve oscuridad, como puede alguien penetrar en el? Pero es imposible saber cual seria la diferencia en la practica.

– Si un ser humano se acerca a un neandertal, ¿advertirá este automáticamente su presencia?

– De nuevo es imposible saberlo. Ahora bien, si tuviera que hacer conjeturas, diría que probablemente la facultad no es pasiva, como el oído, que siempre esta activo, incluso durante el sueno. Creo que eso provocaría una sobrecarga de estímulos; uno se volvería loco intentando clasificar todos los mensajes que recibe. Lo mas seguro es que el ojo interno deba ser orientado conscientemente, como ocurre con nuestros ojos externos. No es un sistema de alarma, a menos que lo actives.

– Si estas en lo cierto respecto al tálamo, ¿cuales son las repercusiones?

Wilkinson se encogió de hombros. Ahora había penetrado en el reino de la especulación pura.

– No sabemos gran cosa sobre el tálamo, pero su posición sugiere dos cosas: es delicado y extraordinariamente importante. Las personas que creen en los poderes extrasensoriales se fijan a menudo en este punto; es posible que los seres humanos tengamos una capacidad rudimentaria o todavía por desarrollar. Es lo mismo que hacen los que intentan establecer alguna plantilla sicológica para el ego, la conciencia del yo. Y, por supuesto, hay algo mas.

– Adelante.

– Esta ligado inextricablemente a todas las sensaciones…incluyendo de una manera muy notable el dolor. ¿Nunca ha tenido jaqueca por forzar la vista?

Matt estaba preocupado al ver que Susan y el adelgazaban demasiado. Sabia que una dieta de frutos secos, bayas y vegetales estabilizaría su peso tarde o temprano, pero le preocupaba que mientras tanto su constitución se debilitará. No parecía haber muchas enfermedades entre los homínidos, pero ¿quien sabe que anticuerpos habían acumulado en su existencia independiente?

Una mañana temprano había escarbado en su mochila mientras Susan dormía. Encontró diversos artículos que podrían resultarle útiles algún día -una navaja militar suiza, el botiquín de primeros auxilios, las bengalas de Van-, y finalmente localizó lo que buscaba, un rollo de cable. Rompió un cierre de metal de su mochila y lo sostuvo en alto para examinarlo atentamente. Perfecto. Extrajo una lima de la navaja multiusos, apoyó el cierre sobre una roca y lo limo hasta reducirlo a un gancho. En el extremo recto perforo un diminuto agujero, después corto varias cerdas de un cepillo, añadió un retal de tela amarilla, ato el minúsculo fardo con un fuerte nudo, justo por encima del gancho, y finalmente introdujo el cable en el agujerito y lo ato. Talo un árbol joven, le arranco las ramas y se puso en camino.

Remonto la corriente del arroyó hasta llegar a un estanque de aguas profundas y oscuras. Una brisa vacilante levantaba ondas que se propagaban por la superficie del agua.

Otro día perfecto en el paraíso, pensó Matt mientras se colocaba sobre un promontorio rocoso de la orilla. Ahora veamos lo incautos que son los peces aquí. Arrojo el sedal hacia el centro del estanque y tiro de el lentamente para recuperar el anzuelo, dando breves y suaves tirones al cebo de vez en cuando, una técnica que había perfeccionado a lo largo de incontables mañanas de verano junto a los lagos de Nueva Inglaterra.

No tuvo que esperar mucho. A la tercera pasada captó un rápido chapoteo, un destello plateado, y el cebo se hundió.

El tirón fue brusco e insistente. Matt le dejo un poco de sedal, luego lo retuvo con firmeza y lo fue recuperando. La cola del pez abofeteo el agua cuando Matt lo sacó del arroyó y lo sostuvo en alto: una trucha de unos tres kilos, calculo, que se contorsiono sobre la hierba hasta que Matt le aplasto la cabeza con una piedra. Por la boca abierta del pez goteo un poco de sangre y la cola se agito, por lo que Matt lo golpeo otra vez.

De regreso, Matt se sintió satisfecho por su ingenio.

¿Como debía ofrecérselo a Susan? ¿Envuelto en hojas? ¿Ceremoniosamente, con una profunda reverencia, como el maître de un restaurante francés? Cuando llego al poblado no vio a nadie, ni siquiera a los niños. Era muy extraño. Fue hacia la hoguera, deposito el pescado sobre una pena cercana y llevo su improvisada cana de pescar al emparrado. Susan no estaba allí. Cuando volvía al poblado oyó que ella lo llamaba. Le respondió con un gritó, y al instante cayo en la cuenta de lo extraño que era oír gritos en el valle.

Susan parecía trastornada.

– Dios mío, Matt. ¿Que has hecho?

– ¿A que te refieres?

– Están todos escandalizados. Kellicut ha desenterrado el hacha de guerra.

– ¿Por que?

Cuando llegaron al poblado, donde hacia un instante no había nadie, Matt vio que se había congregado una multitud. Debieron de ocultarse cuando el lo atravesó poco antes, pensó. Los homínidos lo miraban estupefactos. Matt advirtió con una sensación ominosa que concentraban su atención en la pena sobre la que había dejado la trucha. Al acercarse caminando junto a Susan, el grupo se abrió para evitar todo contacto con el, y los niños lo miraron fijamente, con los ojos desorbitados por la angustia.

Kellicut estaba en el centro, rodeado por los ancianos, farfullando toda clase de sonidos y agitando los brazos.

Cuando vio a Matt, su rostro se ensombreció.

– Acércate -ordeno.

Matt fue hacia el. Para entonces ya sabia que su trasgresión había sido monumental.

– No digas nada -dijo Kellicut-. Y no porque puedan entenderte si hablas. Del mismo modo, tampoco me entienden a mi. Pero de algún modo es como si lo captaran en parte. Pon cara de arrepentido aunque no lo estés.

Matt estaba arrepentido de verdad, así que no tuvo que fingir la emoción. Bajo la vista, pero por el rabillo del ojo vislumbro a Susan; parecía avergonzada.

– Eres increíble -prosiguió Kellicut-. Vienes aquí y lo alteras todo. Esta gente no entiende que se pueda matar. ¡Que idea, guitar deliberadamente la vida a alguien! Como concepto, sencillamente no existe para ellos. ¡Pero para comerlo! No me imagino como reaccionaria si supieran que eso era lo que pretendías.

– Cielos, lo siento-dijo Matt-. No se me ocurrió.

– Es evidente.

– ¿Que puedo hacer?

– Bueno, de entrada, arrodíllate y no levantes la vista.

Matt obedeció.

– Ahora mírame.

Kellicut apoyó la palma de su mano sobre la cabeza de Matt y miro al cielo silenciosamente durante largo rato.

– Ahora levántate -dijo finalmente.

– ¿A que venia ese numerito?

– He visto como lo hacían en determinadas ocasiones, creo que cuando tienen algo muy importante que comunicar. Así quizá crean que hacíamos lo mismo. Estoy demostrando mi disgusto hacia ti.

Durante una fracción de segundo, Matt creyó detectar una chispa del antiguo humor de Kellicut recorriendo su expresión.

– ¿Y ahora que? -preguntó Matt.

Era como si volviera a ser el estudiante de postgrado y Kellicut el catedrático omnisapiente.

– Ahora iras donde esta el pescado, le vaciaras los ojos cuidadosamente y los envolverás con mucho cuidado en hojas de enredadera. Después iras a donde yo te diga, treparas a un árbol y lo dejaras allí.

– Estas de guasa, ¿verdad?

– Nunca he hablado mas en serio. Es un culto a la muerte. ¿Recuerdas haber leído sobre esas cosas? Bueno, ahora vas a participar.

– ¿Que hago con los ojos? Espero no tener que comérmelos.

– No tiene gracia.

Cuando Kellicut avanzo hacia el pescado, la multitud se aparto y disperso. Su mirada se encontró con la de Matt y, por primera vez, le sonrió.

Había llegado el momento de elaborar un plan. Al principio, Matt y Susan habían albergado la esperanza de que Kellicut aceptara la idea de formar un equipo de investigación integrado por tres miembros, que llevaría a cabo un trabajo sobre el hombre de Neandertal absolutamente original y de gran repercusión en la evolución de nuevas ideas. Pero estaba claro que no iba a ser así. Kellicut había cambiado; la ciencia ya no le interesaba. Estaba tan fascinado por el misticismo, y embebido en el, y por la pureza de los homínidos, y estaba tan obsesionado con la idea de adquirir poderes especiales, que había perdido toda objetividad. Ya no le atraían la observación y el estudio de la comunidad, sino que su deseo era integrarse en ella. Todavía podía serles útil, y aun imprescindible, para comunicarse con ellos, pero estaba completamente en contra de que alguien publicase una obra relacionada con aquellas criaturas. A veces insistía en que el mundo exterior jamás comprendería a aquellos seres; otras, en un tono melodramático de orador callejero, afirmaba que si se conocía su existencia, acabarían con ellos.