Matt se puso en pie.
– Deberíamos irnos.
A un lado, un poco alejadas, había tres figuras. Eran Ojos Azules, Levítico y un tercero que tenia los dientes muy grandes y que Susan había bautizado con el nombre de Dienteslargos.
– Os acompañaran… hasta que vean adonde os dirigís -predijo Kellicut.
El grupo se puso en marcha, con Matt y Susan a la cabeza. A cierta distancia de ellos los seguían los tres fornidos personajes, que andaban a grandes zancadas.
Cuando se detuvieron a descansar, el sol estaba casi en su cenit. Los tres escoltas se aproximaron a ellos y comieron bayas. Matt saco su cantimplora y se la paso a Susan, que bebió un poco de agua y luego se la dio a Levítico. El homínido la cogió con ambas maños, la alzo a la altura de la boca y la inclino, tal como le había visto hacer a Susan. Se llevo un buen susto cuando el agua fría se le metió en la boca y le resbalo por la barbilla. Matt se echó a reír, pero Susan se acercó a el y le acarició el brazo. Levítico no se aparto sino que le paso la mano por la parte interior del codo, haciéndole cosquillas.
Volvieron a ponerse en marcha. Medía hora mas tarde, el terreno empezó a empinarse. A mitad de camino, Susan noto que faltaba algo. No se oía el piar de los pájaros. Se volvió y miro hacia atrás; no vio en ninguna parte a los tres homínidos. Mas arriba había unos árboles a los que les habían arrancado la corteza, dejando a la vista la carne amarilla de los troncos. Susan dedujo que se trataba de indicadores que delimitaban una zona.
Miro a Matt, que estaba con el entrecejo ligeramente fruncido.
– Tal vez no ha sido muy buena idea venir -dijo Susan-. Deberíamos haberle hecho caso a Kellicut.
– Tal vez deberíamos pensar por nosotros mismos -replico Matt-. Kellicut no lo sabe todo.
En lo alto del cerró el terreno formaba una meseta. Susan tenia la impresión, que se hacia sentir con fuerza, de que les observaban; al desviar la mirada noto que la cabeza le pesaba. Era una sensación extraña. Cuando llevaban andados unos metros por la altiplanicie, vieron el primer cadáver. Estaba en un árbol, recubierto de enredaderas. Habían caído algunas hojas secas, dejando al descubierto un hueso blanco de la pelvis.
Siguieron andando y comprobaron que los fardos que había colgados en las ramas de los árboles, como si fueran nidos insólitos, se multiplicaron. Algunos de ellos estaban deteriorados; partes de los esqueletos estaban albergadas en las horcaduras de los árboles. En el suelo había montones de huesos que parecían cáscaras de frutos que hubieran caído; por todas partes se veían cráneos que daba la impresión de que hicieran muecas. En el aire flotaba un vago olor a putrefacción. La mayoría de los restos son viejos, pensó Susan.
El camposanto era enorme; precisaron medía hora para atravesarlo. Avanzaban furtivamente, como ladrones, y se sentían expuestos y vulnerables, como si en cualquier momento pudiesen hacerles pagar el sacrilegio que estaban cometiendo. A su alrededor todo estaba en calma. Susan no vio a los encargados de cuidar las tumbas, aunque sabia que los estaban observando.
Una vez en el otro extremo, llegaron a la ladera rocosa del valle, que era muy escarpada, casi perpendicular. Anduvieron en una dirección y luego en otra hasta aproximarse a una hendidura que formaba la roca. Matt se metió primero, seguido de Susan. Caminaron un buen rato, hasta que estuvieron seguros de que podían llegar a la pared exterior de la montaña. Susan sintió un gran alivio -que no había previsto-al comprobar que efectivamente se podía salir por allí.
Deshicieron lo andado y regresaron al valle.
No habían avanzado mucho cuando Susan cogió a Matt del brazo y le señalo la parte frontal de la roca, en la que se veía un agujero: era la entrada de una caverna. Aunque no podía explicar por que, Susan tuvo la pasmosa certeza de que conducía a los túneles de los que ella y Matt habían logrado escapar con vida dos semanas atrás.
Volvieron a cruzar el cementerio.
– Tengo la sensación de que no deberíamos hacer lo que estamos haciendo -comento Susan-. Kellicut tiene razón.
– Matt -dijo Susan al día siguiente, por la tarde, en un tono de autosatisfación-, si bien se mira, creo que soy muy buena. Mis teorías se han confirmado; las tuyas, en cambio, han sido refutadas.
– Ni muchísimo menos.
Estaban tendidos en un prado; Susan había arrancado una brizna de paja y le hacia cosquillas a Matt debajo de la barbilla.
– Creo recordar que sostuviste que el hombre de Neandertal tenia una faringe incompleta que no le permitía pronunciar ciertos sonidos. ¿No era la ge uno de ellos?
– ¿Cuantas ges has oído aquí? -respondió el.
– Ninguna, pero como no hablan no tiene mucho sentido la pregunta, ¿no crees?
– Se trata de una rectificación menor. Una nota a pie de pagina. De todos modos, yo nunca sostuve esta teoría, era una mera hipótesis.
– Ya.
Ahora le tocaba a Matt.
– Si no me equivoco me parece que tu estabas de acuerdo con una teoría que sostenía que las pelvis alargadas indicaban que el embarazo de los neandertales duraba once meses.
– Susan enrojeció un poco-. Recuerdo también que esto tenia implicaciones asombrosas: al estar mas tiempo en el vientre de la madre, el feto alcanzaba un desarrollo mas complejo. Yo no veo complejidad por ningún lado, ni mujeres con vientres exageradamente hinchados.
– Era tan solo una hipótesis vaga, que pronto abandone.
En cualquier caso, no parece que haya muchas mujeres. ¿Como te explicas esto?
– Se debe a los ataques por sorpresa de los homínidos que viven en la montaña -dijo Matt.
– Yo también lo he pensado.
Se quedaron callados un momento, pero Susan volvió enseguida a la carga.
– ¿Y que me dices de los entierros?
– No se a que te refieres.
– Negaste rotundamente que tuvieran ritos funerarios.
Siempre decías que hallar un esqueleto completo era un feliz accidente geológico.
– No, no siempre. Quizá recuerdes que acepte que enterraban a sus muertos en cuclillas. Y reconocí que en algunos casos el hombre de Neandertal colocaba utensilios de piedra, comida y otras cosas en las tumbas. Lo único que ocurre es que yo no descartaba ciertas ideas como hacías tu.
– Te refieres al enterramiento de Shanidar, ¿verdad? -comento Susan haciendo alusión a un deposito de Irak en el que los huesos aparecían rodeados de sedimentos de granos de polen, hecho que fue interpretado por algunos como una prueba de que habían enterrado a los muertos cubiertos d¿ guirnaldas de flores.
– Si. Sigo creyendo que la explicación que se dio no era mas que un cúmulo de tonterías románticas. Los granos llegaron allí por casualidad; tal vez los llevo un animal que vi en una madriguera o quizá su presencia se explique por un cambio estratigráfico, igual que ocurrió en Teshik-Tash.
Tu sostienes que aquellos cuernos de cabra fueron enterrados junto con el cuerpo del niño con el objeto de devolver le la vida; yo, en cambio, creo que los colocaron con la finalidad de proteger el cadáver de los animales carroñeros.
– Que prosaico. Eres incapaz de creer que pudieran con ceder importancia a los ritos.
– Susan, admito que nunca pude imaginarme que envolvieran a los seres queridos como capullos de gusanos de seda y los colocaran en los árboles. Pero no hemos presenciado ningún entierro y no sabemos si practican ritos o no.
– A veces no se que pensar de ti; nunca ves el lado épico de las cosas: las grandes batallas, la lucha por la vida, el hecho de que una especie desplace a otra. Tu lo único que ves es el sexo.
– Pues si.
– Si tu teoría es valida, si mezclamos nuestros genes y los propagamos hasta borrarlos a ellos del mapa, entonces tu y yo deberíamos desear unirnos con ellos, ¿no?
– Quizá no Tal vez ahora hayamos recorrido un largo camino que nos ha alejado demasiado de ellos.