Acto seguido apretó el botón que rociaba la habitación de desinfectante. Si alguien puede contaminar este despacho, pensó maliciosamente, es ese bocazas pretencioso de Schwartzbaum. Que desgracia que estuviera, aunque fuera tangencialmente, relacionado con aquella operación.
Schwartzbaum había pasado por el departamento de paleontología de Harvard, donde había estudiado con los mejores especialistas. Al principio había sido el clásico hombre de ‹‹huesos y piedras››, hasta que, al igual que su especialidad, había evolucionado. Ahora su objeto de estudio estaba muy próximo a la genética evolucionista. Cada dos años escribía oscuros e ilegibles artículos sobre la fisonomía esquelética y el ADN mitocondrias hasta el punto de que su reputación se volvió un baluarte inexpugnable. Eagleton necesitaba desesperadamente la experiencia de aquel hombre para su proyecto y se vio obligado a nombrarlo director adjunto del instituto, con todas las condiciones extraordinarias que comportaba el cargo: un sueldo de 150.000 dólares, una plaza de aparcamiento y un pase de temporada para los partidos de los Redskins.
Ahora necesitaba a Schwartzbaum para que le ayudara a tomar una decisión o, mejor dicho, para hablar. Eagleton le utilizaba de vez en cuando de caja de resonancia. A veces lo que hablaban no guardaba relación alguna con lo que le interesaba de verdad a Eagleton. Para el era muy útil discutir sobre cuestiones paralelas con un colega, mientras su formidable intelecto navegaba en solitario por las aguas del río principal. Utilizaba a Schwartzbaum del mismo modo que un investigador utiliza el ruido blanco para aniquilar las desviaciones invasoras. Aquella era una de esas ocasiones.
Schwartzbaum entro con aire distraído, cogió una silla y se sentó demasiado cerca de Eagleton, que no dijo nada aunque se sintió molesto, por lo que movió su silla de ruedas hacia delante y hacia atrás como un atleta en la línea de salida; encendió un pitillo y, apuntando como si lanzara un proyectil, echó una bocanada de humo a los mechones de pelo cano que, al estilo de los científicos locos, cubrían las orejas de Schwartzbaum. Dio resultado. Como un hombre atrapado en una nube de gas mostaza, Schwartzbaum retiro la silla medio metro.
– Y bien -dijo Eagleton-. ¿Ha terminado el informe?
– ¿El informe?
– De la sesión en la que intervinieron la doctora Arnot y el doctor Mattison.
En la voz de Eagleton era palpable la irritación, que no hacia ningún esfuerzo por contener.
– Ah, ya. No, todavía no lo he terminado. He estado ocupado en un articulo sobre la obertura nasal del cráneo del hombre de Neandertal. He llegado a la conclusión de que…
– El informe tenia que estar ayer por la mañana encima de mi escritorio. Es preciso saber que piensa usted de las diferentes interpretaciones.
– Bueno, ya sabe lo que dicen: encierre a dos paleontólogos en una sala y obtendrá tres opiniones distintas. Es un colectivo que ni tan solo se pone de acuerdo sobre como hay que escribir el objeto de sus investigaciones. Algunos lo escriben como los alemanes, sin la hache muda: N-E-A-N-D-E-R-T-A-L; otros en cambio…
– Esperaba que en la reunión se hubieran tratado temas de mayor importancia que las variantes ortográficas.
– Ah. Perdone. ¿Sobre que…?
– Para empezar, sobre la teoría de la doctora Arnot acerca del canibalismo.
– Hum… El canibalismo. -Schwartzbaum tiro de los pelos de la perilla con la punta de los dedos. Este gesto le recordó a Eagleton una arana boca arriba, agitando las patas en el aire-. Me temo que no se trata de ninguna novedad. Es la parte mas oscura de la investigación sobre el hombre de Neandertal, una sombra que se extiende desde los trabajos de los primeros arqueólogos en busca de fósiles.
– Explíquese.
Schwartzbaum se recostó, inspiro hondo y fijo la mirada en la pared.
– Si no me equivoco, la primera referencia data de los años sesenta del siglo pasado; aparece en un trabajo de Edouard Dupont, un geólogo belga. Estaba buscando algo en una cueva en… creo que era en Le Trou de la Naulette… cuando descubrió un fragmento bastante grande de una mandíbula inferior. Era sin lugar a dudas humana, pero también muy parecida a la de los monos, porque se inclinaba hacia atrás, de los dientes a la barbilla.
Schwartzbaum se percato de que estaba pasándose la mano por la mandíbula. Turbado, la aparto inmediatamente.
– No olvide que El origen de las especies se había publicado hacia escasos años. La teoría de la evolución luchaba por hallar una prueba que le diera credibilidad y aquel trocito de mandíbula era la primera muestra anatómica sólida que apoyaba las teorías darwinianas. En cualquier caso, ocurrió algo extraño. Se habían desatado los rumores sobre el canibalismo y Dupont se encargo de manifestar que aquel hueso no era en modo alguno ningún resto de un banquete. Pero cuando sus palabras se tradujeron al ingles, fueron tergiversadas hasta el punto de que la gente creyó que había afirmado que si se trataba de los restos de un banquete y que los neandertales eran caníbales. Naturalmente lo creyeron porque deseaban creerlo, y así fue como les colgaron aquel sambenito, que era una acusación infundada.
Schwartzbaum se salto unas décadas y llego a I899, cuando un tal Dragutin Gorjanovic-Kramberger, un croata que era hijo de un zapatero y que nunca gozo de aceptación entre los intelectuales de Berlín y de Paris, descubrió la cueva de Krapina, que albergaba un tesoro de centenares de especimenes neandertales. Lo que le asombro fue que los esqueletos estaban diseminados por todos lados y que huesos grandes estaban astillados, y algunos de ellos incluso quemados. Por otra parte, un gran numero de ellos pertenecían a criaturas. Gorjanovic lo interpreto como una prueba irrefutable de que se trataba de victimas de banquetes prehistóricos.
Eagleton daba la impresión de que estaba mirando a Schwartzbaum con atención, pero sus palabras le llegaban envueltas en brumas. Su mente empezaba a abordar el problema que se había planteado a si mismo en la intimidad; avanzaba ya en su resolución por el río principal y la barquita de su interlocutor desaparecía en las márgenes cenagosas.
Schwartzbaum siguió hablando como un actor borracho bajo las luces de un escenario.
– Todas las teorías y los sombríos rumores llegaron a su punto álgido años mas tarde, en I939, justo en vísperas de la guerra.
Contó la historia de Alberto Blanco, un joven italiano que iba en busca de fósiles y que pasaba la luna de miel en Monte Circeo, al sur de Roma. Unos obreros perforaron el techó de una cueva oculta y se encontraron tanteando en la oscuridad. Uno de ellos cogió un cráneo para dárselo a Alberto. La cuestión era: ¿en que lugar de la cueva lo había hallado exactamente?
– El debate trajo cola y todavía hoy sigue vivo. Ha arruinado no se ya cuantas conferencias.
– Blanco insistió en que habían hallado el cráneo en el centro de un grupo de piedras que formaban un circulo. El lo llamaba "la corona de piedras" con el fin de rodear el hecho de un efectismo teatral.
¿Que era aquella fractura en la sien derecha? La prueba de un antiguo asesinato. El gran agujero que había en la base del cráneo lo habían hecho, según Blanco, con el objeto de extraer el cerebro. Sostenía que, con toda probabilidad, el hombre de Neandertal se acercaba sigilosamente por la espalda a su enemigo, le asestaba un golpe mortal, separaba la cabeza del resto del cuerpo, se comía el cerebro y utilizaba con posterioridad el cráneo de cáliz sagrado para sus ritos; lo colocaba con delicadeza en la "corona de piedras" del mismo modo que hoy día un cura alza el cáliz sobre el altar. Interesante, ¿verdad?
Eagleton gruñó unas palabras evasivas mientras Schwartzbaum seguía hablando como si nada.
– Pero hoy día la mayoría de paleontólogos rechazan esta teoría. Hay demasiados interrogantes. ¿Era el circulo realmente un circulo? ¿Fue un animal el que desgarro el cráneo?
¿Era Blanco algo mas que un simple italiano romántico? Es todo muy apropiado para que salga en los diarios sensacionalitas pero es un tema del que no se habla en una reunión en el comedor de la Facultad de Harvard.