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– ¿Y la doctora Arnot?

La pregunta le dejo sin palabras. A Schwartzbaum le gustaba ver los toros desde la barrera y Susan Arnot era una persona que derribaba barreras.

– Puede decirse que, en líneas generales, su trabajo ha sido ejemplar y es una persona que goza de prestigio, aunque naturalmente no ha publicado nada sobre su ultima… contribución a la teoría de Blanco.

– ¿Y que piensa usted?

– ¿Yo?

– Si, usted.

Schwartzbaum tomo una actitud cautelosa; era como un experto en el banquillo de los testigos a quien finalmente se le pedía que se comprometiera y aportara pruebas.

– Yo no tomo partido por ninguno de los dos bandos. Todavía no me he formado una idea clara al respecto. Pero estoy dispuesto a decir aquí, en este despacho donde nadie nos oye, que no suscribo la hipótesis del canibalismo.

– Usted afirmo que la gente creía que los neandertales eran caníbales porque así querían creerlo. ¿Que quiso decir con ello?

– Bueno, hoy día la teoría de la evolución nos parece lógica y de sentido común; vista retrospectivamente la consideramos incluso obvia. Thomas Huxley es quien mejor lo dijo: ‹‹Que estupido he sido al no haber pensado antes en ello››. Olvidamos lo revolucionaria que era en la época en que surgió, porque echaba por los suelos el concepto básico que teníamos formado sobre la humanidad. De golpe y porrazo ya no éramos una creación divina; el hombre no era ningún ser separado de las bestias, dotado de inteligencia y con una chispa de divinidad. Ya no éramos especiales; de repente nos derribaron del pedestal. Resultaba que éramos un animal como cualquier otro, un poco mas inteligente, eso si, o incluso mucho mas inteligente, pero seguíamos siendo básicamente un animal. Nos impusimos gracias a nuestro intelecto, que se desarrollo en gran parte por azar, porque teníamos un par de piernas, un pulgar prensil y los órganos de fonación. Debemos reconocer que la imagen de una criatura que procede del cienago primordial no es tan ennoblecedora como el arco entre el dedo de Dios y la mano del hombre que este alarga para tocarlo, como vemos en la capilla Sixtina.

– De modo que ya no somos dioses menores sino simplemente monos mas desarrollados. Para empeorar las cosas, se hallaron estos restos fósiles que llenaron los vacíos, por lo que nuestra relación con los monos es todavía mas irrefutable. De acuerdo, el hombre de Piltdown es un fraude pero incluso sin el hay muchísimos "eslabones que se han perdido" y el mas importante es el hombre de Neandertal. De ahí que necesitemos algo que nos separe de el con la finalidad de poder volver a subirnos a nuestro pedestal. Nos es preciso transformarlo en una bestia. Y que mejor manera de hacerlo que acusarlo de violar el tabú mas espantoso de cuantos quepa imaginar, de cometer el crimen mas horroroso que existe, el símbolo de todo lo que nos coloca por encima de los restantes animales en este horrible continuo por salir del estado salvaje: comer a los de su propia raza.

Ahora Schwartzbaum estaba tan encantado de su elocuencia que casi se había olvidado de la persona que estaba sentada frente a el, detrás del escritorio, en la penumbra. Se sobresalto cuando Eagleton lo interrumpió.

– Le felicito. Ha contestado usted todas las preguntas salvo la mas importante.

– ¿Y cual es?

– ¿Por que habrían de ser caníbales?

– Fácil -respondió Schwartzbaum tirándose otra vez de la perilla-. Desde tiempos inmemoriales la razón ha sido siempre la misma: apropiarse de la inteligencia de la victima.

Eagleton lo despacho bruscamente.

El hijo de Caralarga estaba tendido en una losa hecha de tierra prensada en el interior de la choza que había junto al río.

Tenia los ojos cerrados y estaba pálido y desencajado, pero todavía respiraba. Susan le examino el rostro. La protuberancia en forma de mono que tenia en la parte posterior de la cabeza, un rasgo que en los homínidos servía para contrarrestar el peso de sus caras alargadas, le mantenía la cabeza echada hacia delante de forma que la barbilla casi le tocaba el pechó. Aquella postura le daba un aire solemne y pacifico, como si estuviera muerto; parecía una estatua de las que se ven en las catedrales medievales de Europa sobre los sarcófagos. Las largas pestañas se movían. No es feo, pensó Susan. En cierto modo tiene un aspecto noble, aunque no angélico; si, destacaba sobre los demás como un joven príncipe. No debe de tener mas de quince o dieciséis años, se dijo. Susan ya casi no sentía el escalofrío inconsciente de aversión que la sobrecogía cada vez que contemplaba aquellos rostros deformes.

Observó la pintura de la cara, pinceladas salvajes cuya única finalidad era inspirar miedo. Eran universales; las tribus primitivas del mundo entero utilizaban aquellos adornos cuando cazaban o en las batallas, y a veces también en los funerales de los grandes guerreros. Le toco una línea roja y se le quedó el dedo pringado; lo olió: era hematites u oxido, que tiene una tonalidad ocre rojizo. Se empleaba en los entierros prehistóricos como símbolo de la sangre; hacia poco lo había visto en las caras de los salvajes que habían matado a Kudy y que habían intentado atraparlos en la caverna.

Caralarga estaba sentado junto a el en silencio aunque seguía balanceándose ligeramente, como si lo moviera una brisa invisible. Estaba tan ensimismado, sin ningún contacto con el mundo exterior, que parecía que estuviera rezando.

Kellicut aparto a Susan de un codazo; volvió a examinar al chico, esta vez mas atentamente; le levantó un brazo, le palpo la caja torácica y le tomo el pulso. Tenia una actitud arrogante pero Susan le conocía lo suficiente para saber que había que achacarlo a los nervios. Intentaba estrujarse los sesos con el objeto de recordar los escasos conocimientos médicos que había adquirido hacia treinta años, cuando estudio seis meses en una facultad de medicina.

– ¿Que vas a hacer? -le preguntó Susan.

– Ya lo veras -le respondió con brusquedad-. Si sales del medio y me ayudas, claro.

Susan se contuvo para no contestarle. Kellicut le mando a ella y a Matt a buscar toda una serie de objetos cuya utilidad no lograron comprender. Matt llevo una cantimplora y el botiquín. Susan, una botellita de vodka que había guardado y su chaqueta. Al igual que Matt, lo obedecía ciegamente, como en sus tiempos de estudiantes.

Tal y como les ordeno, los dos cavaron un hoyo, que llenaron de ramitas; cogieron una brasa del fuego de la comunidad con el fin de encender el montoncito de ramas que habían preparado. Prendió con rapidez, emanando oleadas de calor tras las cuales los árboles que había mas allá parecía que bailaran, y también una estrecha columna de humo.

– Hierve el agua de la cantimplora unos diez minutos, no mas -ordeno Kellicut-. Tendré que verterla aquí-añadió alzando la botella de vodka-, porque necesito la cantimplora para otra cosa. -Vertió vodka en la frente del chico y después en la parte interior del codo, y la extendió con un trapo. Dejo un dedo de vodka en la botella, la levantó y se lo bebió-. Otra cosa -le dijo a Susan mientras dejaba el frasco y le daba la espalda para inclinarse sobre el chico-. Ves a buscar al chaman, porque lo vamos a necesitar. Ya sabes donde está su choza. No te molestes en llamar a la puerta, el sabrá que estas ahí.

Susan sabia en efecto donde estaba la choza que tan mal olía y que tenia siempre la puerta cerrada. No le gusto nada tener que ir. Estuvo un momento esperando fuera; no había señales de vida en el interior. Finalmente se acercó a la puerta con cautela y la empujo. Estaba hecha de espesas ramas entrelazadas y al entornarla no vio nada: estaba a oscuras; en el ambiente había un olor fétido y sintió nauseas. Se quedó quieta, respirando por la boca, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Poco a poco vio contornos de objetos. En un rincón había un rudimentario estante que era un tronco cincelado; encima había unos cuencos hechos de caparazones de tortuga; estaban llenos de un liquido espeso y de objetos redondos que parecían bolas. El olor era tan fuerte que casi lo sentía en la piel. Dio un paso hacia delante para verlos mejor y descubrió que había trocitos de cuerda flotando en el liquido, que servía para atar los objetos. Al darse cuenta de que eran ojos sintió una incontenible repugnancia. Había cientos de ojos.