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– Preparaos para recibir una noticia que os causara una conmoción -dijo-. Lo se por el hijo de Caralarga, quien, por cierto, no se fugo para reunirse con los renegados sino que lo secuestraron en un sendero de esta ladera de la montaña. Estaba en la caverna cuando vosotros salisteis huyendo. Al parecer, provocasteis un buen alboroto.

– Sigue-le apremio Matt.

– Bueno, capturaron a la persona que iba con vosotros, y sigue retenido allí.

– ¡Dios mío! Van.

– Si. Y lo que es peor: tarde en visualizar la imagen pero por fin lo conseguí. Los renegados han cogido el ‹‹palo que retumba››. Os felicito. Habéis introducido la tecnología asesina del siglo XX en la Edad de Piedra.

De niño, Van había veraneado una vez junto al lago Michigan. Se pasaba las horas caminando a lo largo de la orilla, al pie de los acantilados, buscando minúsculos embudos, trampas en miniatura dispuestas para atrapar a las hormigas león que vivían enterradas y ocultas bajo la arena. Cuando encontraba alguna, la dejaba caer en un embudo, y disfrutaba contemplando como se esforzaba por salir, como resbalaba con los granos de arena y como caía hacia atrás dando volteretas, hasta que finalmente se quedaba exhausta en el fondo y era arrastrada bajo tierra por un par de pinzas.

Ahora Van, en el fondo de una zanja, era como una de aquellas hormigas. Podía trepar por las paredes hasta tres cuartas partes de su altura, pero solo para caer de nuevo.

Por un punto casi podía llegar hasta arriba, pero cuando intentaba encaramarse al borde, sus guardias se acercaban y lo empujaban hacia atrás sin contemplaciones. En una ocasión lo golpearon con una porra. Por supuesto tenían una ventaja: podían ver lo que el hacia sin mirarle siquiera. Era imposible escapar y pronto dejo de intentarlo.

Se encontraba en un estado lastimoso, agotado, hundido y famélico. Raramente dormía de un tirón; tenia pesadillas y, cuando despertaba, habría deseado volver a la pesadilla. Su cuerpo estaba cubierto de cardenales, llagas y erupciones.

Habría sido mucho mejor, pensó, haber muerto en el desprendimiento; por el contrario, había recuperado la conciencia en este foso, revolcándose de dolor. La cabeza le dolía continuamente, parecía que tuviera un anillo de dolor que se la oprimiera constantemente, como el aparato de tortura medieval que rodeaba las sienes con una banda de metal que se apretaba hasta que el cerebro estrujado se salía por las cuencas oculares. Rezaba por la liberación.

Le constaba que el dolor procedía del sanguinario cabecilla que había matado a Rudy y de sus seguidores. Naturalmente, el poder de los homínidos incluía algo mas que la visión remota; eso lo sabia por la operación Aquiles y las jaquecas que sufrió allí. Pero entonces trataba con un solo homínido; ahora estaba sometido a los sondeos de decenas de ellos a la vez y al mas fuerte de ellos, su jefe y dictador, cuya simple presencia provocaba agudos ruidos de terror. El instituto debió de descubrir que la facultad de los homínidos podía confundir los procesos mentales y sacudir rincones atávicos de la mente humana.

A veces creía que el aumento de presión en el interior de su cráneo le estaba volviendo loco. Solo encontraba alivio cuando las criaturas dormían; supuso que esto ocurría de noche, pero no podía saberlo con certeza. Y cuando el grande estaba cerca, Van notaba el poder abrasando su cerebro como un láser. A veces se desmayaba y despertaba mas tarde como si hubiera sufrido un ataque de epilepsia, con el dolor amortiguado; en esos momentos sentía como si una claridad cristalina penetrara en su cerebro hirviente. Pero el alivio temporal solo empeoraba el dolor cuando se reanudaba.

En el extremo opuesto del foso, a lo largo de la pared, había una cornisa. Van podía subirse a ella y observar lo que ocurría en la descomunal caverna. Pero no le gustaba hacerlo porque era aterrador contemplar a estos salvajes en su vida cotidiana, despellejando animales, curtiendo pieles, cocinando carne sobre hogueras abiertas y fornicando a voluntad. Parecían animales rodeados de humo y reflejos del fuego, con su tupido pelo negro apelmazado con el aspecto de tiras de pelo animal, con sus cuerpos relucientes de sudor y los efluvios de aquel repugnante hedor.

Desde la cornisa fue testigo del sacrificio. Sabia que no era el primer prisionero confinado en la zanja porque había encontrado unas palabras cinceladas en la roca. Estaban en cirílico y, por desgracia, no pudo leerlas. Las letras parecían recientes y esculpidas apresuradamente. En el foso olía a orina y en una esquina había heces resecas. También había algunos huesos, y Van supuso que eran restos de comida que arrojaban a los presos, como el que le habían tirado a el, aquel extraño hueso con trozos de carne y cartílago pegados. Con bastante frecuencia le hacían llegar un cuenco, que estaba hecho con la parte cóncava de un cráneo, lleno de agua fétida.

Aun así, Van no se había imaginado que había otro prisionero vivo en la caverna hasta aquel horrible día, cuando oyó tocar los tambores, un redoble insistente que resonaba arriba y abajo por los túneles. Trepo hasta la cornisa y observó como las criaturas se reunían distribuyéndose en semicírculos concéntricos frente al enorme dios en forma de cabeza de oso. El grande, que llevaba una piel de oso negro que caía hacia atrás a partir del reborde de su frente, con el torso desnudo y embadurnado de pintura roja y negra y con plumas a modo de pulseras alrededor de sus muñecas, avanzo desde un lado. Los otros retrocedieron apresuradamente para dejarle espacio. Mientras la criatura se inclinaba para sentarse en un banco de madera tallada, a los pies del ídolo, Van vio un objeto oscuro que se balanceaba ante su pechó.

Era su propio revolver, aun en la funda, que colgaba de su cinturón alrededor del cuello de la criatura. Los tambores aceleraron el redoble y un ser humano fue arrastrado desde el otro lado de la caverna entre gritos y forcejeos. Vestía solo pantalones de campana y gritó en ruso mientras era empujado hacia un grueso tronco apoyado verticalmente en el suelo. Segundos antes de que fuera obligado a inclinarse, distinguió a Van, a unos treinta metros de distancia, abrazando la cornisa. Ya había dejado de gritar y cuando sus miradas se encontraron brevemente, Van pensó que entendía el mensaje de los ojos aterrorizados del hombre: véngame.

Entonces el grande miro directamente al ruso, como hicieron todos los demás, y el hombre cayo al suelo, retorciéndose de dolor y apretándose las sienes con los puños como una prensa de tornillo. Durante un momento pareció desmayarse; después lo obligaron a ponerse de rodillas y lo ataron de bruces sobre el tronco con una gruesa correa de cuero que mantenía sujeta su cabeza inclinada hacia delante y dejaba al descubierto la línea de vértebras cervicales.

Luego colocaron unos cuencos vacíos alrededor del tronco. El cabecilla se puso en pie y agito los brazos como si estuviera dirigiendo una orquesta invisible; los tambores siguieron tocando y una criatura avanzo con una larga esquirla de pedernal en forma de punzón en una mano y una piedra en la otra. Cuando coloco la esquirla sobre la base del cráneo del ruso, Van soltó un alarido y todos se volvieron para mirarlo. De pronto Van sintió un dolor insoportable que perforaba su cabeza, pero por alguna razón siguió mirando. El ruso no profirió ningún gritó cuando la afilada roca se clavo de un solo golpe en la base de su cráneo.

Su cabeza rodó fláccidamente hacia delante y Van vio a las criaturas vaciar la materia gris de su cerebro en los cuencos.

Cuando empezaron a comérsela, Van se soltó de la cornisa y cayo de bruces a la zanja. Permaneció allí sin moverse, escuchando el fuerte redoble de los tambores, que prosiguió durante horas.