Matt se puso en pie, se vistió y camino rápidamente por el sendero hasta el poblado. No muy lejos encontró a Kellicut apoyado en un árbol y por un momento algo en la mirada del anciano, azorado al verse descubierto y sin embargo extrañamente desafiante, se alentó en la mente de Matt la descabellada idea de que era Kellicut quien había invadido su cerebro.
Aguardaron emboscados alrededor de un claro en la parte mas tupida del bosque. Dienteslargos y Ojos Azules estaban a un lado, Lanzarote y Rodilla Herida al otro lado, y Matt y otro joven, Chicharrón, en otro. Susan, Levítico y varios mas avanzaban ruidosamente hacia ellos entre los bosques, intentando asustar a un animal para que saliera de su escondite y cayera en su trampa.
Matt y Susan habían meditado cuidadosamente sobre a quien elegir para la partida de caza. Empezaron con Lanzarote, recordando el súbito ataque de ira que mostró durante el combate de lucha libre. Rodilla Herida ya se había expuesto a la influencia de los renegados y había adoptado algunos de sus rasgos agresivos. Había unos cuantos homínidos mas jóvenes que parecían apuntar en la misma dirección, tras la muerte de Caralarga y la perdida de entusiasmo de los otros débiles ancianos.
Ahora todos llevaban porras y lanzas. Matt había dedicado horas a buscar árboles jóvenes de la longitud y el peso adecuados, aguzándolos y bruñendo las puntas al fuego.
Instruir a los homínidos sobre como arrojar las lanzas fue aun mas difícil, ya que en realidad no comprendían el sentido del ejercicio. Matt utilizo un maniquí de paja como blanco y con el tiempo los homínidos comprendieron el sentido y conseguían acertarle de vez en cuando. Sin embargo, era dudoso que comprendieran que se trataba del sustituto de un animal vivito y coleando.
Al principio los juegos de guerra resultaron aun mas difíciles. A los pacíficos homínidos les costaba asimilar el concepto de equipos, dos grupos opuestos por alguna razón en absoluto evidente. Hasta que Susan celebro un debate creativo consigo misma. Desapareció entre la espesura y volvió con puñados de barro, después salio de una choza con un mejunje de vivo color ocre que procedió a untar sobre el torso de los miembros de un grupo. Al principio Matt puso objeciones -dijo que le hacia sentir como si fuera un niño jugando a indios y vaqueros-, pero pronto advirtió el notable efecto que tenían las franjas de pinturas de guerra. Era como si toda la idea se aclarara repentinamente y despertara algún instinto primitivo por la lucha. Lo que había ocurrido, teorizaron, era que el ocre desencadeno una asociación con los temidos y odiados renegados. En efecto, las líneas de la lucha ya estaban trazadas. El constructor psicológico del enemigo estaba latente; solo había que rellenarlo.
Ahora el retumbante sonido se acercaba a medida que avanzaban los ojeadores. De pronto, Matt oyó un ruido distinto por encima de los demás, el roce y los chasquidos producidos por un animal en desbandada que pisoteaba hojas y ramas con sus pezuñas. Matt miro a Chicharrón y le pareció que también lo había oído. Pero ¿en que pensaba?
¿Notaba la misma adrenalina agolpándose en sus venas, el hormigueo bajo el cuero cabelludo, la claridad mental que apartaba cualquier cosa ajena a la caza y concentraba sus energías en la acción?
Hasta ahora Matt había intentado dos veces enseñarles a acechar a una presa y en ambas ocasiones había fracasado; la única lanza que voló hacia el animal fue la suya. Una vez había sido una marmota y el arma paso inofensivamente por encima de su cabeza. La segunda vez era un ciervo, que desvió la lanza de Matt con un movimiento brusco de sus astas y la estrello con un fuerte chasquido contra el tronco de un árbol. Los homínidos no se movieron en ningún momento.
Matt no tenia razones para pensar que esta vez seria diferente, pero tenia que seguir intentándolo porque necesitaban las pieles.
De pronto un ibex se planto de un salto en el claro y permaneció inmóvil unos instantes olfateando el viento como si percibiera peligro por los cuatro costados. Matt veía su hocico negro palpitando y los cuernos suavemente arqueados hacia atrás. Adopto una posición especial -acuclillándose sobre una pierna, en actitud de concentración-y trato de mandar un mensaje a los homínidos, imágenes de lanzas y sangre, como había hecho hasta entonces sin éxito. Después se puso en pie lentamente, sorprendido por la cantidad de tiempo de que disponía. Alzo el brazo derecho con mucha lentitud, lo echó hacia atrás y lanzo el arma con toda su fuerza directamente hacia la garganta del animal. En cuanto la lanza salio volando, Matt supo que iba en la dirección correcta. Su afilada punta se hundió en el pechó pardo del animal. El ibex dio un salto atrás, aturdido, y corcoveo sobre sus cuartos traseros. La lanza no se había clavado a tanta profundidad, después de todo; se desprendió y cayo al suelo. Pero el animal estaba gravemente herido. No podía emprender la huida y cayo de bruces doblando las patas. Aunque intento ponerse en pie una y otra vez, finalmente se desplomo y rodó sobre su costado. Matt no pudo reprimir una profunda emoción y una oleada del orgullo del cazador que se remontaba en el tiempo a través de las edades. Cuando salio al claro los demás hicieron lo propio, aunque se quedaron algo retrasados.
– Vaya, vaya-dijo Susan, que llegaba corriendo, todavía jadeando-. Tu Tarzan…
El ibex estaba sangrando por la boca. Sus ojos se apagaban y expiraba rápidamente ante ellos. Los homínidos se quedaron mirándolo. El cadáver estaba en una posición extraña, demasiado arqueado sobre el terreno. Matt se inclino, forcejeo con el para darle la vuelta y vio otra lanza clavada a un palmo de profundidad en la caja torácica, alrededor de una herida por la que manaba la sangre. Levantó la vista sorprendido. Solo le faltaba la lanza a un homínido. Lanzarote estaba en pie, con sus hombros angulosos y una sonrisa dibujada en su rostro. Matt y Susan se miraron al unísono.
– Lo ha hecho -exclamo ella en voz baja.
Los demás homínidos tampoco se movían, sin saber que hacer exactamente. Dos de ellos dejaron caer sus lanzas e iniciaron el balido agudo que sonaba como un gritó de aflicción y duelo; después se volvieron bruscamente y corrieron a internarse en la espesura. No regresaron, pero Lanzarote miraba el cadáver con orgullo.
Matt y Susan decidieron acampar para pasar la noche donde estaban. Los homínidos recogieron leña y le prendieron fuego con una brasa que llevaban. Matt saco su navaja de bolsillo y empezó a descuartizar al animal, procurando no hundir mucho la hoja para conservar la máxima cantidad de piel posible. Con una hoja tan diminuta era difícil cortar la carne y tuvo que rebanarla en lonchas, de modo que sus maños pronto estuvieron manchadas de sangre. Cuando llego a la articulación del fémur con la pelvis no logro seccionarla, por lo que la aplasto con una roca afilada y después apoyó la articulación contra su rodilla y la doblo hacia atrás hasta partirla. Cuando se puso en pie y se acercó al fuego, sosteniendo el hueso roto de la pata con ambas maños cubiertas de sangre hasta los codos, los homínidos retrocedieron horrorizados. Observaron atentamente mientras Matt colocaba el hueso cruzado sobre dos ramas que ardían. Un siseo se elevo de las brasas, seguido por el olor de la carne abrasada.
Matt corto pequeñas porciones y se las comió, le dio un poco a Susan, que también comió, y paso otro poco a los homínidos. Se quedaron mirando los trozos de carne. Dos de ellos se negaron a tocarlos, pero los demás los cogieron y los examinaron a la luz de las llamas. Dienteslargos olfateo su trozo y finalmente lo toco con la lengua. Los demás lo observaron mientras arrancaba de un bocado vacilante una minúscula brizna que enseguida escupió y sostuvo entre el pulgar y el índice, elevándola hacia la luz como si fuera una piedra preciosa. Miro a Matt, que mastico rápidamente otro trozo para animarlo, y después coloco la brizna entre sus dientes y la mordió. Segundos después se introdujo el resto en la boca y mastico a modo de prueba. Susan dejo escapar el aire, dándose cuenta solo entonces de que llevaba un buen rato conteniendo el aliento. Todos los demás, excepto dos, empezaron a comer.