¡Nuestros progenitores, por el amor de Dios!
– Quizá podamos salvarle y protegerlos a ellos de paso.
– Protegerlos de los renegados, quieres decir.
– Si.
– Eso es lo que no entiendes. Se supone que tu no tienes nada que ver con esto. Ni siquiera deberías estar aquí. Esto es un mundo primitivo y tu eres como un maldito viajero del tiempo. Si te entrometes, lo echaras todo a perder.
– Tu lo hiciste, Jerry -dijo Susan. Pronuncio el nombre de pila de su maestro en voz baja-. Si tus sentimientos al respecto son tan intensos, ¿por que le hiciste la transfusión a Rodilla Herida?
Kellicut balbuceó de rabia.
– Eso era distinto. Fue un acto discreto que no afecto a todo el futuro de la especie.
– Además -intervino Matt- ¿te hizo sentir como Dios, verdad?
Metió la mano en su bolsillo, saco el fragmento de cráneo sujeto a una cadena de plata que Kellicut le había regalado hacia casi dos décadas y lo sostuvo en alto.
– Enseñar ya te hacia sentir como Dios. O llevarnos a las excavaciones y repartir pequeñas recompensas. O acostarte con Susan.
No tuvieron ocasión de oír la respuesta de Kellicut porque en aquel momento Ojo Oscuro salio de las sombras, se dirigió hacia ellos, cogió las maños de Matt y de Susan y apoyó la suya toscamente sobre ellas. Era difícil saber si el gesto era una maldición o una bendición.
Antes de su incursión por la caverna, Matt y Susan revisaron los preparativos. No porque llevaran tanto equipo que corrieran peligro de olvidarse algo, sino porque lo que en realidad necesitaban era animarse psicológicamente y planear por adelantado les subía la moral, alimentando la ilusión de que tenían un plan concreto para rescatar a Van y escapar de una pieza.
Llevaban vendas para taparse los ojos, hechas de tiras de tela atadas en la nuca, con el nudo mojado para que no se deshiciera, de modo que podían subírselas rápidamente. Había sido idea de Susan, que había recordado la instrucción que Van les había dado en la caverna de mantener los ojos cerrados. Lo consideraba una maniobra defensiva contra el poder de sus adversarios, una manera de anularlo temporalmente si los sorprendían en una situación apurada. Por lo menos así era en teoría. En la practica no tenían forma de saber si funcionaria o no.
Habían decidido llevarse a tres homínidos de la expedición de caza, empezando por Rodilla Herida, que presumiblemente podía guiarlos a través del laberinto de túneles.
Matt y Susan solo podían esperar que comprendiera el objetivo de su misión cuando se pusieran en marcha, porque como se la explicarían o solicitarían su ayuda si las cosas salían mal era algo que superaba sus miras. Lanzarote, que se estaba convirtiendo en un líder de la tribu, era un miembro indispensable del grupo. Había llevado los cuernos del ibex al poblado y los había colocado a la entrada de su choza, con las puntas clavadas en el suelo, y el trofeo parecía elevar su posición, especialmente entre los machos jóvenes.
Levítico era el tercero, elegido por Susan, con el argumento de que resultaría valioso por su astucia. Nuestro Ulises, lo llamo.
Los tres cómplices iban vestidos con prendas confeccionadas con las pieles que habían reunido. Fue un trabajo largo y pesado, primero coserlas y después convencer a los homínidos para que se las pusieran. Matt utilizo tiras de tripa para coserlas, insertándolas en orificios que Susan hacia con una piedra afilada. Una piel se ponía por la cabeza como un poncho y colgaba libremente hasta la cintura, mientras otra se ponía a modo de burdos pantalones. Por lo que podían recordar, así las llevaban los renegados. Las prendas no estaban sujetas con gran firmeza, pero tampoco era necesario; su único objetivo era servir de camuflaje.
Al principio, los tres homínidos se negaron a vestirse con las pieles. Estaban rígidas por la sangre en algunas zonas y olían a animal. La idea de colocárselas era repelente. Matt y Susan les demostraron como se ponían, pero causaron muy poca impresión. Finalmente, Matt cogió la piel de ibex y represento una cacería, cubriendo un arbusto con ella, acercándose furtivamente y arrojándole la lanza. Después se la regalo ceremoniosamente a Lanzarote, echándosela sobre los hombros del mismo modo como un cortesano envolvería al rey con una capa. Lanzarote se lo dejo puesto y pronto los demás aceptaron las pieles, moviéndose torpemente y contemplando sus cuerpos y mirándose unos a otros.
También recibieron armas. Lanzarote tenia la lanza que le había convertido en cazador y Susan hizo porras para Rodilla Herida y Levítico, eligiendo pesadas ramas que fueron afiladas y utilizando un hacha de piedra para moldear un extremo redondeado y un mango liso. Trabajo en ellas durante horas, rodeada por un circulo de homínidos que observaban en silencio todos sus movimientos.
Matt embutió en sus mochilas un rollo de cuerda y varias herramientas de piedra burdas. La linterna habría resultado inapreciable, pero se había quedado en la caverna; en su lugar utilizarían antorchas hechas de ramas y paja. Matt había permanecido en vela casi toda la noche anterior a su partida, preocupado. Había demasiadas incógnitas. ¿Y si el poder de los renegados de percibirlos a distancia era mas complejo de lo que el preveía? ¿Y si actuaba como un sistema de radar que captara cualquier presencia nueva en cuanto se materializaba? ¿Y si los renegados los descubrían, los dejaban penetrar en su cubil y utilizaban su forma de comunicación superior para bloquear cualquier vía de escape?
En el lindero del poblado, Matt y Susan se volvieron para mirar atrás. Su desarrapada banda se contoneaba incómodamente dentro de las pieles y en otras circunstancias habría tenido un aspecto cómico. Varios habitantes del poblado observaron su marcha. En la distancia, de pie junto a un árbol, tan quieto que parecía formar parte de el, estaba Ojo Oscuro. Susan le saludo con la mano, aunque sabia que no le devolvería o siquiera comprendería el gesto, y no lo hizo.
Cuando llegaron a la periferia del cementerio, los homínidos se negaron a pisarlo. Susan intento indicarles que su intención era sencillamente cruzarlo, pero los homínidos fueron inflexibles y no cedieron. Susan miro al frente. Tres buitres trazaban círculos en espiral por el cielo y otros los observaban desde las ramas desnudas de los árboles próximos, con el penacho de plumas blancas y negras extinguidas por debajo de su pico como los pelos de una barba. Susan se quedó boquiabierta: dos sepultureros, figuras espectrales pintadas de blanco, estaban en cuclillas a menos de diez metros; el blanco de sus ojos rivalizaba con el del yeso que cubría sus cuerpos. Reinaba un silencio sobrenatural excepto por el distante sonido de los insectos zumbando. Nada se agitaba en el interior de aquella zona de muerte, tan claramente delimitada como si la laguna Estigia naciera allí mismo, de no ser por las aves carroñeras que cabalgaban indolentemente sobre las corrientes de aire por encima de sus cabezas.
– Es inútil -dijo Matt-. No lo atravesaran.
– Podemos ir delante y confiar en que nos sigan. O podemos acompañarles dando un rodeó por el camino largo.
– Prefiero el camino largo.
La cogió de la mano y emprendieron la marcha manteniéndose a la izquierda del cementerio. Los homínidos lo evitaron con un amplio margen y lo miraron de reojo con suspicacia, como si la propia tierra fuera a abrirse en cualquier momento y engullirlos. Matt se lo reprochaba; debió prever la posibilidad de que los homínidos se hicieran atrás, especialmente después de la primera visita, semanas atrás. El desvió sumaria horas a su aproximación y les cansaría antes de que llegaran siquiera a la entrada de la caverna.
Se detuvieron tres veces para descansar. Los homínidos no parecían cansados y, contemplándolos como ejemplares de estudio, a Matt le choco de nuevo su físico superior: las piernas achaparradas, fuertes como columnas, los amplios torsos, los robustos hombros y las gruesas maños, las cejas que actuaban de ancla para los enormes músculos de sus mandíbulas. Estaban hechos para el combate, pensó. Y si tantos siglos atrás los neandertales hubieran adquirido el gusto por el derramamiento de sangre que había poseído a la humanidad, seguramente nos habrían barrido de su camino hace mucho tiempo. Lo único que necesitaban era un poco de pecado original. Miro a Rodilla Herida y la cicatriz de su frente, que ya casi estaba curada, convertida en una fea cicatriz roja curvada que discurría desde el limite de su cuero cabelludo hasta una ceja. ¿Podía ser el estigma de Caín?