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Por todas partes, en el suelo despejado de la caverna y en cada rendija y oquedad, las criaturas se desplazaban en una actividad tumultuosa que los dejo sin aliento. Estaban cocinando, curtiendo pieles, fabricando herramientas, cortando carne, fornicando, discutiendo, durmiendo, comiendo… una colonia autosuficiente de hombres, mujeres y niños primitivos. Matt vio niños pequeños chillando y persiguiéndose unos a otros alrededor de un fogón. A un lado había una mujer en cuclillas que sujetaba una piel curtida con ambas maños y la desgarraba con los poderosos músculos de sus mandíbulas. Parecía estar confeccionando odres de piel para almacenar agua. Otra mujer próxima aporreaba una piedra y después la arrojaba a un montón junto a otras mas. Susan tenia razón, pensó Matt. Aquí hay mas mujeres que en el valle; apuesto a que las han estado secuestrando en sus incursiones.

Allí encerrados, el ruido que producían aquellas criaturas era formidable; el humo de una docena de hogueras arrancaba lagrimas de sus ojos, y hacia tanto calor como en una olla a presión. Contemplándolo todo desde arriba, a no mas de seis metros por encima de las melenas de cabello apelmazado, Matt sintió que estaba presenciando el nacimiento de la civilización, el momento en el cual nuestros antepasados pasaron de la brutal existencia de simios solitarios al esplendor y los rigores de la comunidad y la industria. Pero en otro sentido la colonia seguía anclada en el salvajismo.

En el centro de la enorme caverna se alzaba la escultura del malévolo dios con forma de cabeza de oso, y a su lado estaba la pared de cráneos humanos.

Había un nuevo trofeo en la pared, la cabeza de un macho caucasiano. Matt se obligo a examinarla, pensando al principio que podría tratarse de Van, pero ya a distancia se dio cuenta de que la fisonomía era distinta, la nariz era demasiado larga.

– No tenemos demasiado tiempo -le susurro a Susan-. Hay que encontrar a Van antes de que nos perciban.

Susan no replico, aparentemente perdida en la increíble visión que se desplegaba ante ella. Matt siguió su mirada y enfoco la silueta que ella miraba. ¿Como podía haberlo pasado por alto? Quiuac estaba en el centro de la turba, una cabeza entera mas alto que los demás, y cuando avanzaba entre ellos se abría un pasillo ante el; las demás criaturas retrocedían como perros apaleados, agachando la cabeza y adoptando posturas inconfundibles de subordinación. No había duda al respecto: era una figura extraordinaria, nacido para gobernar.

Su torso estaba adornado con líneas onduladas rojas y negras que formaban esquemas curvos en forma de huellas digitales alrededor de sus músculos, su cabello colgaba en largas trenzas adornadas con cuentas y su boca estaba rodeada de pintura roja como la sangre. Mientras caminaba, su cabeza se bamboleaba lentamente de lado a lado con aquel curioso movimiento reptante que había quedado grabado en la memoria de Matt desde la confrontación con Rudy en la nieve.

– Mira -murmuro Susan-. Lleva el revolver de Van colgado del cuello.

Sin duda aquello era la pistolera, que colgaba hasta su abdomen y chocaba suavemente contra los músculos ondulados. Quiuac levantó la vista y empezó a observar los rincones superiores de la caverna. Rápidamente Matt y Susan se colocaron sus vendas y retrocedieron, aplastándose contra la cornisa.

Susan sintió que Levítico la llenaba y segundos después supo que el peligro había pasado. Se quito la venda y se asomo al borde de la cornisa; Quiuac había abandonado la caverna. Observó el batiburrillo de actividad solo un momento antes de tomar una decisión.

– Matt, tengo que encontrar la cámara sagrada. Quiero ver otra vez el enigma de Khodzant.

– ¿Te has vuelto loca?

– Tengo que hacerlo. ¿No te das cuenta? Tiene que significar algo. No se por que pero tengo la sensación de que contiene alguna pista, algo que necesitamos descubrir.

– Susan, no hay tiempo. Nunca conseguirías volver.

Pensó en medía docena de objeciones mas y estaba a punto de formularlas cuando Rodilla Herida se agacho de pronto a su espalda, coloco los dedos sobre las sienes de Matt y le obligo a volver la cabeza rudamente y mirar hacia una esquina.

En el extremo opuesto de la caverna había un foso y de su interior vio surgir brevemente la cabeza de Van, que desapareció y reapareció enseguida. Se paseaba en círculos como un animal enjaulado. Incluso a aquella distancia, Matt detecto una extraña brusquedad ritual en los movimientos del hombre que le hizo preocuparse por la cordura de Van.

Evaluó la situación. Había dos criaturas con porras apostadas no muy lejos del foso; podían ser guardias ya que el agujero no parecía tan profundo como para que Van no pudiera salir si se esforzaba. A lo largo de la pared de roca de la izquierda había una enorme losa que podía ser la pared externa de un pasadizo; por lo menos les ofrecería cierta cobertura si Matt conseguía llegar hasta allí. Había preparado una cuerda de dos metros con nudos atados cada medio metro que podía lanzarle a Van. Pero si quería tener alguna esperanza de salir airoso tendría que ocuparse de los guardias. Lo que necesitaba era algún tipo de distracción; de lo contrario sus perspectivas de eludir los poderes paranormales eran escasas. Se creyó afortunado por haber llegado tan lejos.

Matt retrocedió lentamente a lo largo de la cornisa y se percato, con un respingo que hizo saltar su corazón hasta casi salírsele por la boca, de que Susan había desaparecido.

Se quedó tan estupefacto que apenas se dio cuenta de la ausencia de Levítico.

Avanzando con grandes esfuerzos por la nieve, de camino a las estribaciones de la montaña, las cinco criaturas que vestían pieles de animales llegaron a un montículo de rocas y se sintieron atraídas inmediatamente por el brillo del metal. Se acercaron desconfiadamente al montón de rocas como si fuera una trampa, deteniéndose cada pocos pasos para proyectar sus ojos internos en todas direcciones. No encontraron ningún signo de vida.

Lenta y cautelosamente uno de ellos toco una roca. No ocurrió nada. La hizo caer del montón y cogió otra hasta que el montículo se desmorono, dejando al descubierto el portátil de Van. Las criaturas examinaron la caja negra con bordes metálicos que relucían a la luz del sol. Nunca antes habían visto un objeto tan extraño.

Le tenían miedo porque conocían los cebos; mucho tiempo atrás, los cazadores de su tribu habían descubierto como atraer a un animal hacia su destrucción. Una de las criaturas se inclino y olfateo el objeto. Después retrocedió rápidamente como si le hubieran dado una bofetada. Desprendía el acre olor del enemigo.

Otra criatura alzo una porra verticalmente y la hizo descender en un pronunciado arco, golpeando un lado del ordenador, que salio despedido de su pedestal y reboto por la cresta rocosa. Un tercero fue hasta allí, cogió el objeto, lo sostuvo a la máxima distancia posible de su cuerpo y lo traslado seis metros hasta el borde de un barranco. Se inclino y lo soltó. Cayo durante largos segundos hasta que finalmente oyeron un distante crujido.

En la cámara sagrada, Susan se quedó transfigurada ante el pictograma. Estaba temblando de miedo. Pero lo mas interesante, algo que no percibió al principio, era la otra sensación que contrarrestaba el terror y aplicaba un extraño bálsamo a su sistema, una especie de éxtasis provocado por el mero poder de las formas y los colores que se desplegaban ante ella sobre la pared de la caverna.

Había visto muchas pinturas murales en su vida, reproducciones de antílopes, jabalíes y ciervos almizcleros, a menudo obras brillantes. Se contaba entre el puñado de eruditos a quienes se permitió entrar en las deterioradas cuevas de Altamira, en la cordillera Cantábrica del norte de España, e incluso había trazado el plano de la cámara de los bisontes, la llamada capilla Sixtina del arte cuaternario. Se había sentido profundamente conmovida por los dibujos, pero mezclada con el aprecio siempre estuvo la punzada de la curiosidad antropológica: imaginar el alma paleolítica que se sintió impulsada a mezclar pigmentos naturales con grasa animal y después dar a la visión una forma permanente trazando aquella línea de cuerno curvo o aquel lomo arqueado. La capacidad era consecuencia de experimentar el contacto con aquel alma a través de veinticinco mil años. Esto era diferente. Esta pintura era magistral por derecho propio.