Pero también conocemos mas cosas sobre los cráneos de los neandertales. Después de medirlos, esta fuera de toda duda que sus cerebros no eran más pequeños que los nuestros. Más bien al contrario: eran un diez por ciento más grandes. Y lo que es mas: algunos sostienen que la proporción entre el tamaño del cerebro y el del cuerpo, la denominada cefalización, que es una medición de la inteligencia mas precisa que el mero tamaño del cerebro cuando se proyecta sobre una especie entera, alcanza su nivel optimo cuando es de uno a doce. -En la pantalla apareció una tabla que mostraba la cefalización de veinte especies. La superior correspondía al hombre de Neandertal y la inferior a la vaca actual, según decía la leyenda-. No hay forma de conciliar estos datos sin admitir la alta probabilidad que existe de que el hombre de Neandertal era nuestro igual, o tal vez un ser superior a nosotros, si tenemos en cuenta su nivel intelectual.
Susan cruzo la tarima, se detuvo sin decir nada, intentando causar efecto, y levantó el puno.
– Piensen en el hombre moderno.
En la pantalla se vio una fotografía granulosa de un hombre de unos sesenta años, muy guapo. Estaba apoyado en una tumba y vestía un traje de safari caqui.
Tendía a la calvicie, lucia una barba encanecida, su expresión era picara y sonreía imperceptiblemente. Tenía un aire despreocupado y, aunque estaba relajado, apoyado en un muro antiguo que se estaba desintegrando, con una brizna de paja en la boca, parecía que estuviera a punto de arrojarse sobre la cámara. Sus ojos eran oscuros y penetrantes. Era difícil no mirarlos.
– He aquí la paradoja. Si el hombre de Neandertal era tan inteligente, ¿que ocurrió? ¿Como es posible que este tipo que tengo a mis espaldas haya conseguido hacerse con todo el poder? ¿Que le sucedió a nuestro hombre del valle de las flores alpinas? Para repetir unas palabras que Jack Nicholson pronuncia en El honor de los Prizzi: ‹‹Si es tan condenadamente listo, ¿como es que esta tan muerto, joder?››. -Se oyeron unas risitas ahogadas por la irreverencia-. ¿Por que aparecieron los neandertales hace doscientos treinta mil años, se expansionaron milenio tras milenio, ocupando todo el territorio que va desde Europa oriental hasta Asia central y Próximo Oriente, y consiguiendo dominar una gran variedad de flora y fauna, se esfumaron de la noche a la mañana? -Susan dio unos golpes tan fuertes con el puntero en la pantalla que esta empezó a temblar-. He aquí a uno de los pensadores y paleontólogos más eminentes de nuestro tiempo…
– Siguió una pausa reverencial-. El doctor Jerome Kellicut, cuyo trabajo ha revolucionado el campo de nuestro estudio.
Alzo los ojos y se lo quedó mirando. Siempre le había gustado aquella foto. La había hecho ella en Creta, hacia años. Me parece que estoy desorbitando las cosas, pensó. Recientemente, de un modo imprevisto, se había cuestionado algunos de los logros de Kellicut: lo desmitificaba. Era inevitable, algún día tenia que suceder. Aquel hombre era un personaje con un encanto especial. Era el típico profesor que les cambia la vida a sus alumnos. ¿Quien no iba a venerar a un hombre que, al pensar en el tiempo, solo tomaba en consideración los eones?
– Mediante el método de datación de las piedras denominado termo luminiscencia, no voy a aburrirlos explicándoles los detalles de este procedimiento, el doctor Kellicut ha examinado piedras de cuevas neandertales del sur de Francia y ha podido establecer sus orígenes de una forma mas precisa que todos los que lo habían hecho antes que el.
Su asombrosa conclusión es que los neandertales seguían vivos en una fecha muy posterior a la que se venia dando como valida: treinta mil años.
Hasta entonces se creía que su extinción se remontaba a cuarenta mil años atrás. La diferencia es solo de diez mil años, pero no se trata de unos diez mil años cualesquiera, ya que fue precisamente en estas fechas cuando apareció el hombre moderno en África, desde donde emigro a Europa a través del Próximo Oriente. En otras palabras, Kellicut fue capaz de demostrar de forma concluyente que los seres humanos modernos, el Homo sapiens, y el Homo sapiens neanderthalis coexistieron. ¡Coexistieron!
Imaginen las posibilidades. -Susan hablaba ahora más alto-. ¿Comerciaron estos dos miembros de la misma especie, tan parecidos en muchos sentidos? ¿Intercambiaron ideas o utensilios? ¿Cazaron y crecieron juntos?
¿Entablaron alguna guerra?
Ahora, finalmente, tal vez tengamos los principios de la solución del gran enigma: ¿que le ocurrió al Homo sapiens neanderthalis?
Porque ahora sabemos que desapareció mas o menos cuando el Homo sapiens sapiens hizo su aparición.
El Homo sapiens sapiens, una subespecie misteriosamente parecida al hombre de Neandertal, pero que se distingue de el en algo que debe de ser muy importante, pues es lo que nos permitió sobrevivir y convertirnos en la criatura elegida de la tierra.
Nos es preciso hallar la clave que nos permita descifrar el enigma. Si no fue una cuestión de inteligencia, y no tenemos ninguna razón para pensarlo si nos basamos en nuestras mejores valoraciones de su capacidad craneal, entonces ¿que fue? Si pudiéramos contestar a esta única pregunta, sabríamos todo cuanto hay que saber.
Sabríamos exactamente que nos hace distintos de los otros animales. Que nos hace a nosotros, de entre todas las criaturas, seres especiales: seres aparte, conscientes, con una historia, con conciencia de la muerte. Que nos hace sapiens. Podríamos por fin entrar en las cámaras recónditas que nos han ocultado el secreto de nuestra existencia.
Las luces se encendieron rápidamente. Se oyeron unos largos aplausos, un murmullo de voces, el ruido de los asientos al volver a su posición vertical y los golpes que daban los estudiantes al poner violenta y descuidadamente unos libros encima de otros, mientras el aula iba vaciándose.
Susan recogió sus papeles, bajo unos cuantos peldaños, se detuvo y habló con un grupo de alumnos.
Después se encamino hacia la puerta, que estaba al final del aula.
A medio camino advirtió la figura que había sentada en la última fila.
El corazón empezó a latirle deprisa. Era un hombre de aspecto extraño, rechoncho y musculoso; llevaba una chaqueta que no era de su talla y unas gafas de sol cuyo cristal le cubría las sienes y que llevaba atadas a un cordón que le colgaba alrededor del cuello. Permaneció quieto en su asiento hasta que la tuvo frente a el.
– ¿Doctora Arnot? -Sonrió-. Me llamo Van Steeds.
Susan sonrió a su vez e inclino la cabeza casi imperceptiblemente. Tenía las maños frías. El hombre le tendió un sobre alargado de color marrón que sostenía en la mano.
El avión en el que viajaba Susan descendió en dirección al Obelisco de Washington y luego a la Elipse y al Lincoln Memorial. Coches diminutos avanzaban siguiendo movimientos precisos y miniaturizados.
Susan detestaba Washington. Había vivido allí un ano, cuando le concedieron una beca de la Smithsonian Institu tion después de licenciarse en Harvard. Aun se estremecía al pensar en aquellas tardes calurosas que se había pasado catalogando huesos en un sótano, sonando con países lejanos; y también, por supuesto, ‹‹alimentando sus penas de amor››, como sus amigas decían de ella a su espalda.
Recogió su estropeada maleta; el chofer de una limusina la estaba aguardando junto al bordillo con una pancarta en la que se leía: ‹‹Doctora Arnot››. La llevó hasta un barrio residencial de casas de madera de dos o tres pisos y chalets de ladrillo bajo y espacioso.
Había niños jugando fuera.
A Susan le recordó el pueblecito de Oregon donde había vivido de niña, que vivía de la explotación forestal. No veía el momento de marcharse de aquel lugar opresor. Había tenido una infancia desdichada. Su padre era alcohólico y había abandonado a la madre de Susan, una mujer frágil y sin sangre en las venas, para irse a capitanear un trasbordador. La religión había sido un consuelo. Únicamente guardaba un recuerdo entrañable: el de la iglesia de tablas blancas que había en lo alto de una colina.