Sintió que en el cortex le circulaba una energía excesiva al tiempo que su cerebro, en lo mas hondo, se quedaba paralizado. Cuando miro a Susan, vio en sus ojos alarmados que ella también había sentido lo mismo.
Justo en aquel momento el verdugo que estaba al lado de Quiuac cogió con una mano el cuenco en el que estaba la cabeza de Van. Con la otra asió el trofeo sangrante, dejando caer el cuenco al suelo, y aferro una piedra de chispa afilada como estilete. Puso la cabeza boca abajo, apoyó la punta de la piedra en la base del cráneo y estaba a punto de hundirla cuando, de repente, una voz humana que no se sabia de donde procedía empezó a cantar una canción. Parecía el eco de la voz de Van y el verdugo miro absolutamente perplejo la cabeza y los labios sin vida de su victima. Seguía mirándolos cuando una fracción de segundo mas tarde se oyó un zumbido que cortaba el aire; su pechó estallo, atravesado por una flecha delgada, que lo hizo desplomarse arrodillado al suelo, jadeando como si le faltara el aire. Tenia una expresión de desconcierto en los ojos, como si no comprendiera nada de lo que estaba ocurriendo, cuando dejo caer la cabeza de Van y la piedra; al desplomarse sobre la lanza, esta le atravesó el cuerpo y le salio por la espalda.
La muerte del verdugo desbarato el asedio asesino. Las criaturas emprendieron la huida a la desbandada, dejando las porras, las antorchas y los tambores, y profiriendo gritos de terror. La agitación levantó una nube de polvo que envolvió el claro y, cuando se poso sobre las chozas, los matorrales y el cuerpo de Van como una capa fina de color gris, habían desaparecido todos y reinaba el mas absoluto silencio.
Matt y Susan se acercaron con cautela a la puerta y salieron. Miraron en todas direcciones, pero no vieron ni oyeron nada. De pronto los matorrales del claro se movieron como agitados por un viento repentino. Vieron, a la luz de la luna, una silueta. Era un ser humano. Llevaba pantalones azules, un anorak roto, gruesas botas y, colgado al pechó, un carcaj lleno de flechas. Tenia un arco en una mano y con la otra hacia señales; parecía alguien que hubiera cruzado un desierto, hubiera visto centenares de espejismos y que ahora, por fin, hubiera avistado agua.
Kane miro a su alrededor. Que desolado era el terreno allí arriba; hacia un frío cortante y el cielo era de un color gris que no se debía a la presencia de nubes sino a la ausencia de vida, que se extendía kilómetros y kilómetros en todas direcciones. Va a nevar, pensó.
Los helicópteros Halcón Negro los habían trasladado hasta el campamento de Kellicut. Kane no esperaba encontrar nada, y así fue. Los otros hombres los esperaban en un campamento que había a unos cien metros mas abajo. No los quería allí, destruyendo pistas con su torpeza típica de aficionados.
Un observador de vista aguda podía recoger mucha información. Kane ya había deducido, por ejemplo, que aquellos tres científicos, Arnot, Mattison y Van, el del instituto, ya habían estado allí. Lo supo por las huellas de las botas, las latas vacías y la basura abandonada. Sodder le había comentado que el transmisor les había indicado que habían pasado al menos una noche en aquel lugar.
Kane se dirigió al cobertizo, agacho la cabeza y entro. Parecía que hubiese sido saqueado. ¿Que animal hubiera causado aquellos destrozos gratuitos? Pensó en aquella criatura que Resnick tenia atada en un catre en la celda.
Sodder se le acercó y le entrego el teléfono portátil. Kane ya sabia quien era.
– Kane al habla… Estamos aquí en este momento… No hay casi nada, una pequeña cabaña, una especie de despensa… Si hay una letrina, pero no, no la he examinado… Bueno, es que acabamos de llegar… Nos pondremos en contacto en cuanto hayamos echado un vistazo… Roger, cortó.
Le entrego el teléfono a Sodder, que ponía cara de suficiencia.
– No le ha dicho nada del agujero -dijo.
– ¿Que agujero?
– El que hay en el centro del campamento. El que cavaron y volvieron a llenar de tierra.
Kane se dirigió al montoncito de tierra fresca. El hijo de puta tenia razón.
– Muy bien, un buen hallazgo. Llame a los hombres y dígales que empiecen a cavar.
Se llamaba Sergei y le tendió su mano enorme a Matt y a Susan.
– Siento haber llegado tarde -dijo sobriamente-. Han matado a su amigo, pero al menos me he vengado. -Levantó el arco y la flecha-. ¿Que piensan? Eso me coloca en un lugar ventajoso en la carrera armamentística, ¿verdad?
Sergei tenia unos treinta y cinco años, era un eslavo de buena presencia, de expresión franca y candorosa. Hablaba un ingles casi impecable, porque, según les dijo, había estudiado en Gran Bretaña. Todos los otros miembros de la expedición rusa habían muerto. Su alegría de haberse encontrado con otros seres humanos era evidente.
– Hemos de mantenernos unidos -dijo fervorosamente-. Solidaridad entre miembros de una misma especie, eh?
Susan se fijo en sus brazos musculosos, visibles a través de su chaqueta rota, y constato con agrado que era un hombre fuerte. A juzgar por su aspecto, lo había pasado mal pero, aparentemente, había salido ileso. Estaba segura de que era una persona de recursos.
Sergei reprimió su satisfacción por deferencia, pensando en la muerte de Van y en la visible conmoción de Susan y de Matt por el ataque que había sufrido el poblado. Observaron el campo de batalla. La luz de la luna era lo bastante clara para dejarles ver que el daño era considerable. Había cuerpos por todas partes y de los incendios solo quedaban las brasas, que se extinguían rápidamente.
En el centro del claro estaba el cuerpo sin cabeza de Van, entre un charco de sangre. Lo llevaron al río. Era una procesión horripilante; entre los tres cargaron con el tronco, que cogieron por los brazos y las piernas; pusieron la cabeza encima del vientre. Cavaron un hoyo bajo las ramas de un enebro con destrales de piedra. Susan quería amortajarlo, pero tuvo que conformarse con cubrirle la cabeza con un trozo de su camisa. Matt lo cubrió de tierra y Susan recito el salmo treinta y cinco, el único que sabia de memoria.
Después volvieron al poblado.
Los homínidos lo estaban limpiando todo a la luz de la luna. Había una docena de cadáveres, entre ellos el de Lanzarote, que estaba junto a la choza en la que había muerto Caralarga. Rodilla Herida, Dienteslargos y Ojos Azules, entre otros, habían sobrevivido, pero había muchos heridos y al parecer había muchas menos mujeres.
Los homínidos estaban consternados. Ojo Oscuro andaba entre ellos y de vez en cuando se detenía y les tocaba los hombros: un gesto que ni Matt ni Susan le habían visto hacer con anterioridad. Los niños, normalmente bulliciosos, estaban intimidados; abrían mucho los ojos y ayudaban a transportar piedras y ramas rotas con gran solemnidad.
Ojo Oscuro cogió a Susan del brazo y la llevo al centro del poblado. Enseguida se dio cuenta de cual era el problema que le tenia angustiado. El fuego se había apagado. Los renegados habían sofocado las llamas y esparcido los troncos. La destrucción del fuego que habían mantenido encendido durante generaciones era un intento de erradicar el alma de la tribu, pensó, y el escaso contacto que había tenido con Quiuac la convenció de que era lo bastante malévolo para haberlo maquinado. Cuando lo comento a los otros, Sergei sonrió y, con un elegante movimiento de la mano, saco una caja de cerillas.
– Quédatela-le dijo-. Hace mucho tiempo que he dejado de fumar.
Susan regreso junto a Ojo Oscuro y encendió una cerilla para prender fuego a un montón de hierba seca; los homínidos se echaron hacia atrás estupefactos. Ojo Oscuro la observaba atentamente y Susan le regalo las cerillas. El las cogió con cuidado con las maños ahuecadas, como si fueran una ofrenda de los dioses, y se las metió en su bolsa.
Al cabo de escasos minutos, el fuego ardía de nuevo.
Aquella noche, todos durmieron en el exterior, en el suelo, apiñados; de la fuerza de su unidad, y del hecho de que también otros habían sobrevivido al brutal asalto, extraían el poco consuelo que podía extraerse. Momentos antes de quedarse dormida, Susan pensó en Kellicut. No lo había visto en toda la noche.