Por la mañana Sergei fue con Matt a dar un paseo y Susan se fue al lago. Habían decidido estar fuera el tiempo que los homínidos estuvieran enterrando a sus muertos, un ritual que iba a durar un día entero. Incluso a cierta distancia, oían sus lamentos. Matt y Susan le preguntaron a Sergei sobre su pasado y sobre la expedición rusa.
– Trabajo en el Museo Darwin de Moscu -dijo-. Hemos oído historias sobre esos seres extraordinarios desde hace años, y constan en nuestros archivos mas antiguos.
– En 1925, cuando un regimiento encabezado por el general Mijail Stephanovitch Topilski estaba persiguiendo a un grupo de rusos blancos que habían subido a las montañas del Pamir, se vieron cosas extrañas.
– Los bandidos estaban escondidos en una cueva, donde fueron atacados por esos seres extraños. Mataron a uno de un disparo, y cuando se rindieron se lo llevaron a Topilski para que lo viera. Pero aquellos hombres no pudieron transportar el cuerpo y lo enterraron debajo de un montón de piedras.
– Durante tres décadas había sido políticamente imposible investigar los informes, pero en I998 la Academia de Ciencias envió un equipo a cuyo frente estaba un botánico llamado K.V. Stanyukovitch. Llevaban cepos, postes de observación escondidos, lentes telescópicas, perros pastores, e incluso ovejas y cabras con el fin de utilizarlas como cebo, pero acabo en fracaso.
››Ahora ya se por que, claro. Los yeti estaban enterados de todos los movimientos de los cazadores mucho antes de que se acercaran a ellos.
Habían montado la presente expedición solo porque los rusos sabían que Washington preparaba una. Sergei, antropólogo y alpinista, era el ayudante del jefe. Habían iniciado el viaje hacia nueve semanas, pero cuando llegaron a un puente hecho de enredaderas tuvieron que abandonar casi todo. Nadie sabia por que, pero el jefe insistió en que no lo guardaran sino que lo lanzaran al barranco.
– Mas tarde empezamos a pensar con la cabeza y llegamos a la conclusión de que tenia miedo de que el equipo fuera a parar a maños de los yeti. El nunca nos contaba nada y los demás no sabíamos que buscábamos. Ni siquiera sabíamos que estas criaturas salvajes tuvieran poderes especiales. En nuestro equipo había un zoólogo, el doctor A. Shakanov, que al parecer poseía mucha información sobre ellos, pero no soltaba prenda.
Les sorprendió una fuerte tormenta y lo perdieron casi todo, inclusive las armas. Solo conservaron la comida que podían transportar. Se refugiaron en una cueva donde vivieron varios días; hacían excursiones para ir a buscar leña, y cada vez tenían que ir mas lejos. Un día el jefe no regreso.
El zoólogo, que les contagio el miedo que tenia, insistió en que debían salir en parejas. Pero al día siguiente los dos que habían salido tampoco volvieron.
– Entonces me quede solo con Shakanov y finalmente me lo explico todo; me dijo que había informes de un superviviente de una expedición anterior sobre el extraño poder que tenían para ver a través de los ojos de otro. Dijo que esto significaba que nunca podríamos sorprenderlos y que siempre podrían seguirnos la pista a nosotros. Nuestra única esperanza era que contábamos con armas superiores, pero sin los revólveres estábamos a su merced.
Sergei insistió en que debían marcharse y bajar la montaña. Pero pronto llegaron a una pendiente que era tan empinada que tuvieron que escalarla. Shakanov tuvo problemas; perdió pie y cayo seis metros hasta un saliente muy angosto. No podía ni subir ni bajar e insistió en que no lo dejara solo.
– Yo tenia una cuerda y se la baje. Se la ato a la cintura y finalmente pudo subir. Tardo mucho y yo estaba agotado; además, sentía una sensación rara en la cabeza. Cuando se lo comente, me dijo que era una señal de que las bestias andaban cerca.
El resto del día estuvieron subiendo, pero no fueron muy lejos. Se detuvieron en un sitio donde pasar la noche, relevándose para hacer turnos de vigilancia. Cuando le toco el turno a Sergei, se quedó dormido.
– De repente oí algo y me desperté. Vi que estaba luchando con tres o cuatro de ellos. Gritaba para que lo socorriera pero yo no podía hacer nada. Cuando se lo llevaron, seguía chillando: ‹‹ ¡Ayúdame, Sergei!››. Pero yo no podía ayudarle de ninguna manera, así que escape corriendo.
Sergei corrió y subió durante toda la noche. Resbalo en una pendiente y se hizo daño en el hombro. A la mañana siguiente llego a un sendero que bajaba, serpenteante, por la montaña. Al final había una grieta que le condujo hasta el valle. Muy pronto encontró a los homínidos, que parecían muy distintos de las criaturas que habían matado a sus camaradas, pero, de todos modos, seguía estando atemorizado. Fabrico un arco y una flecha para cazar y desde hacia varias semanas vivía en aquella zona desierta y apartada.
– Ayer note el terremoto y oí los tambores en la montaña. Y vi a los otros yeti que vinieron vestidos con sus pieles y que atacaron a los de aquí. Comen cerebros, ¿sabéis? Eso me lo dijo Shakanov.
Matt estaba impresionado por el tono desapasionado con el que Sergei contaba sus aventuras y por su personalidad.
Pensó que su historia era emblemática de la capacidad de aguante del ser humano. Tal vez fuese eso, ese rechazo atávico a darse por vencido, esa perseverancia que llevaba a sobrepasar cualquier limite razonable, lo que nos marcaba como especie superviviente, pensó. Quizá somos los elegidos, quizá la evolución nos ha elegido, porque no le hemos dado la oportunidad de prescindir de nosotros. Siempre concebimos proyectos, nos anticipamos, lo analizamos todo desde todos los ángulos: somos los estafadores de la historia.
– ¿Serias capaz de encontrar la grieta? -preguntó Matt.
– Eso es lo extraño -respondió Sergei-. Ayer fui y estaba totalmente bloqueada. Llena de rocas. Pensé que lo había provocado el terremoto. O bien…
– ¿O bien que?
– O bien lo han hecho los yeti.
– ¿Así que no se puede salir del valle?
– Exacto. No hay otra salida que la cueva.
Kane tenia razón. De repente, cuando los helicópteros despegaron, empezaron a caer copos. Con las vueltas de los rotores, giraban contra el parabrisas en remolinos, y parecía que volasen en medio de una batidora de nata.
Kane advirtió que el helicóptero iba forzado y estaba preocupado.
Como si quisiera confirmar sus temores, el Halcón Negro se ladeo, y Kane fue empujado hacia la ventana. Sintió el viento helado. Daba la impresión de que el helicóptero resbalase por una superficie helada; el motor hacia un ruido estridente, como si se quejara.
– ¿Hasta que altura puede subir? -gritó Kane.
El piloto lo miro y se quito los auriculares.
– ¿Que? -chillo.
– ¿Hasta que altura puede subir?
– Depende. Con la carga que llevamos y a esta velocidad diría que a unos tres mil seiscientos metros.
Kane echó una ojeada al altímetro. Marcaba 4.o8c. El piloto le siguió la mirada e hizo una mueca.
– Ya lo se -se limito a decir.
– Pues ¿que vamos a hacer?
El piloto volvió a quitarse los auriculares y señalo el oído.
– ¿QUe?
Kane repitió su pregunta gritando mas fuerte. Notaba que las miradas de los hombres que había a sus espaldas estaban clavadas en la cabina; miraban el panel de control como si pudiesen descifrar el significado de aquellos números y agujas.
– Usted dirá-dijo el piloto-. Podemos volver y esperar a que amaine o podemos bajar aquí mismo.
– ¿Donde estamos?
El piloto se encogió de hombros. Kane estaba cada vez mas exasperado.
– ¿Hemos llegado al sitio donde estaba el transmisor?
– Esta justo ahí abajo.
– ¿Se puede poner en contacto con el otro helicóptero?
El piloto lo intento un par de veces, y luego otra mas: